Hace muchos, muchos años, cuando los Ingenieros de Mundos estaban pensando en cómo alimentar a las criaturas que iban a habitar esos preciosos jardines que giraban alrededor de las estrellas, crearon un elemento tan sencillo que cualquier animal, independientemente de su grado de estupidez, fuera capaz de usarlo como alimento sin opción a equivocarse.
Concibieron una especie de bola irregular tan fea y absurda que fue necesario hacerla crecer escondida bajo la tierra, pero con una pequeña mata que asomase para indicar que el producto estaba listo para su cosecha. Tenía, además, la facilidad de poder crecer allí donde simplemente se dejasen caer varios trozos al suelo y se regase con muy poca agua. También pensaron en su manipulación, y le dieron la capacidad de resistir todo tipo de asados, frituras, rebozos, cortes, rallados, troceados, machacados o cualquier otro método de proceso de tortura que los entendidos llaman “cocinar”.
La desperdigaron por los innumerables mundos del universo, satisfechos de haber creado algo tan útil, pero, a la vez, tan simple que ninguna de las criaturas que se desarrollara en esos mundos, por muy, muy, muy, muy (insisto por si no ha quedado claro: muy) estúpida que fuera, consiguiera estropearla o buscarle cualquier complejidad.
Parece mentira que alguien tan inteligente como para imaginar galaxias, planetas o incluso patatas no fuera capaz de imaginar cuánta estupidez podemos desarrollar los seres humanos cuando nos lo proponemos.
Y es lo que tengo que decir.