sábado, 26 de septiembre de 2020

LIMPIEZA

El limpiador es un hombre terriblemente desagradable. Insolente, maleducado, irrespetuoso, se aprovecha de que cuando recurrimos a él es porque no tenemos alternativa. Normalmente yo no trato con gente de esta calaña, pero en esta ocasión el objetivo a limpiar requiere que sea yo mismo el que organice la operación de limpieza.

Y él lo sabe.

Se aprovecha de estos momentos en los que tiene el control de la situación y se regodea haciéndome sufrir. No se ha limpiado los pies al entrar en mi despacho, no me ha dado la mano, no ha dicho un simple "buenos días", no ha esperado a que le indique el sillón donde puede sentarse y, sobre todo, no ha tenido la deferencia de esperar a que le ofreciera una copa, sirviéndose directamente una buena cantidad en un vaso con hielo.

Ahora está sentado en uno de mis sillones, tomando uno de mis licores, ignorándome por completo, saboreando mi nerviosismo como si fuera el humo de uno de mis cigarros. Lo tolero y en cierto modo me divierto con esta situación, pero no me gusta que estos muertos de hambre se atrevan a provocarme. 

-¿Qué hay que limpiar? -me dice cuando acaba de apurar la copa. Le muestro una fotografía que tengo en el teléfono y lanza un fino silbido al reconocer el objetivo-. Esto es muy serio. No esperen que las tarifas sean las habituales.

Estúpido. El dinero no es problema. O, por lo menos, no es problema en estas ocasiones ni para la gente que ha tomado esta decisión. ¿Quién se cree que puede ordenar hacer desaparecer al líder? ¿Un conserje, un encargado, un donnadie? Alguien con la capacidad de decidir acabar con la cabeza de todo un país nunca tiene problemas con las tarifas. Ayer, cuando me comunicaron la decisión de limpiar la presidencia, a nadie se le pasó por la cabeza pensar en las tarifas del limpiador. Es eficaz, sí, pero es estúpido.

Desecho su comentario con un tintineo de los hielos de mi vaso y me levanto esperando que se largue. No necesita saber más y no estoy para formalismos. No creo que necesite que le acompañe hasta la puerta.

Pero no se va.

Sigue degustando el licor, sentado cómodamente, aparentando que no ha visto mi gesto para que se largue de una vez de mi despacho. Frunce el ceño y finge pensar. Finalmente, cuando me resigno y vuelvo a sentarme ruidosamente, se digna a sonreírme y me hace la única pregunta que no debería hacer ningún limpiador:

-¿Por qué?

Es difícil que un limpiador, por muy bueno que sea -y éste es el mejor- me sorprenda, pero debo reconocer que lo ha conseguido. Son cuarenta años soportando gente como él, matones venidos a más, gentuza a la que no le importa mancharse las manos por unas migajas, lacayos, sicarios, basura, y nunca ninguno se había atrevido a hacerme semejante pregunta. Al fin y al cabo, las causas no influyen en su trabajo. Nadie se molesta en saber los motivos de la existencia de una cucaracha cuando la pisa, pero sí se preocupa de limpiarse bien la suela del zapato al acabar. Creía conocerlo, pero veo que me he equivocado.

No sé si es por tantos meses de trabajo y tantas noches sin dormir preparando la operación, o por el alcohol que llevo ingerido desde que recibí la confirmación de la limpieza a las tres de la madrugada, o por el sueño, o por todo a la vez, pero no me apetece discutir ni montar una escena llamando a seguridad para que lo saquen de aquí, y cedo. De cualquier modo, desde que hizo la pregunta he asumido que al finalizar la tarea habrá que limpiar a este limpiador. No me cuesta nada desahogarme con él y que durante unos días se crea seguro. Tomada esta última decisión, me siento liberado. Relleno mi vaso y me arrellano cómodamente en mi sillón para explicarle algo sobre el funcionamiento del mundo a este cadáver andante.

Durante cuarenta años hemos estado siendo justos con el país. Nunca hemos puesto al frente un hombre puramente cínico ni a uno puramente idealista. Un cínico nos serviría mejor, pero tendría nulo magnetismo y no podría ser nunca un líder fuerte. Un idealista, por el contrario, tendría toda la capacidad de arrastre de masas necesaria, pero podría anteponer sus ideales a nuestras necesidades. Antes, buscábamos a estos hombres, pero lo bueno de organizarse con mucho tiempo -generaciones- es que hemos podido ir criando nuestros cachorros desde jóvenes. Gente lo suficientemente idealista como para ser grandes líderes, con buena presencia, buena dicción, buenas intenciones, a los que con el paso del tiempo cargamos de responsabilidades que hacen flaquear sus ideales o, mejor dicho, que comprenden las cuatro verdades de la vida y asumen un punto cínico lo suficientemente claro como para servir a quien tiene que servir. Las deudas se pagan, y nosotros somos unos acreedores temibles.

Si vemos que de nuestros candidatos, repartidos convenientemente en cada partido, alguno destaca y tiene la capacidad de llegar a gobernar, nos dedicamos en cuerpo y alma a que deguste la vida. No hay idealista que se resista a la buena vida, y  la buena vida no es para los idealistas. O, por lo menos, no se la merecen. Así que cuando llegan al cargo, están convenientemente atados a nosotros. Sí, es cierto, tienen su poquito de libertad para propagar ideales que llenen titulares, pero eso a nosotros nos da igual siempre que la tendencia global sea la adecuada. Adecuada para nosotros, se entiende.

Nuestro objetivo a limpiar fue en su día uno de estos chicos idealistas. Un líder nato que llevaba camisetas con guillotinas pintarrajeadas, lemas caducos, ideales estúpidos de repartos, igualdades y limpieza... ¡Limpieza, qué ironía! No tardó mucho en cargarse de responsabilidades, que son mucho más pesadas que las deudas, y lo fuimos ascendiendo rápidamente hasta su cargo de hoy. No fue sencillo, no. Hubo muchas reticencias por sus ideales de juventud, pero las acallamos rápidamente exponiendo las responsabilidades que había contraído. Incluso se puso sobre la mesa el tema de la familia. Nada nos ata más que la familia, y este estúpido idealista se cargó de hijos. Aunque todo lo demás fallara, la baza de los hijos nos dio el poder vitalicio sobre él.

Es en este punto de la explicación cuando el limpiador enarca las cejas y sonríe. Ha comprendido lo que pasa y parece encontrarle la gracia a la situación, pero no la tiene, no. Ninguna. Por lo menos para nosotros, se entiende.

Hace cosa de un año, nuestro hombre, ya fuertemente instalado en el mando, perdió a toda su familia. Un golpe duro, durísimo, debo reconocerlo, que ni yo mismo habría podido soportar. Lo arropamos, le ayudamos todo lo que pudimos, pusimos a su disposición toda la ayuda humana y divina que estuvo en nuestras manos, y de verdad creímos que, cuando al poco tiempo volvió a ponerse al timón, volvía a estar en plenas facultades.

Pero no fue así. Algo se había roto y, lamentablemente, parece que era la cadena que lo tenía atado a nosotros. Y ya lo he dicho al principio: no hay hombre más peligroso que un idealista a los mandos. ¡Ah, qué año nos ha hecho pasar! Parece haberse dado cuenta de que sin la baza de la familia, podría escurrirse entre nuestros dedos y ejercer el poder... con ideales. Y lo está haciendo. Está fuera de control, arrastrando con su carisma a las masas y, lo que es peor, a sus compañeros, que también empiezan a darnos problemas. Por primera vez en muchos, muchos años, desconocemos el resultado de las votaciones que se realizan o, lo que es peor, sabemos que serán siempre a favor de los ideales de este descontrolado. Hemos intentado hablar con él, sí, y también hemos hecho presión en su entorno, en los medios, pero nos hemos dado cuenta de que, aunque sí tenemos fuerza, no tenemos dónde presionar para hacerle daño. Es un hombre libre, y eso no es admisible.

De un tiempo a esta parte ha renovado los cargos de su entorno, ha colocado a otros idealistas en puestos clave, calaña universitaria pragmática y profesional, pero llena de... ideales, y ya se niega a recibirnos. Nos llegan rumores alarmantes de que tiene colgada en su despacho aquella camiseta con el dibujo de una guillotina y que se la muestra con orgullo a todos a lo que permite la entrada. Antes de que siga adelante, antes de que empiece a hacer verdadero daño al orden correcto de las cosas -correcto para nosotros, se entiende-, se ha tomado la decisión de apartarlo, y la mejor manera es haciendo una limpieza.

Le cuento más o menos todo esto al limpiador, quizá adornando la historia, quizá omitiendo algunos detalles, y, cuando acabo, estoy jadeando como si hubiera corrido una maratón.

-¿Satisfecho? -le pregunto.

Él ladea la cabeza y asiente vagamente.

-Sólo quería confirmar unos detalles -me dice-, y, sí, parece que son correctos.

¿Correctos? Abro la boca para mandarlo a la mierda, pero suena el teléfono. No es el fijo del despacho, sino mi móvil personal, un número al que poca gente tiene acceso.

-Coja, coja -me dice el limpiador rellenando su vaso con más licor-, no se preocupe por mí. No tengo prisa.

¿Prisa? ¿Que no tienes prisa? ¡Basura! Pensar en su limpieza me permite controlar mi ira al descolgar el teléfono. Es un miembro de la junta, y su tono es apremiante. Me suelta una parrafada incomprensible prácticamente a gritos y, aunque no entiendo casi nada de lo que dice, su tono me asusta. Camino hasta el extremo del despacho para evitar que lo escuche el limpiador e intento calmar a mi interlocutor, pero es imposible. No hace más que hablar de la limpieza, la limpieza y la limpieza. Farfulla no sé qué sobre una purga y cuelga.

Cuando me giro para volver a mi asiento me encuentro con el limpiador de pie a menos de un metro de mí, sonriente. 

-Su historia tiene una errata -me dice-. La camiseta no tiene una guillotina dibujada, sino una horca. Pero debo reconocer que tiene toda la razón en una cosa: no hay nada más peligroso que un idealista al timón. -Levanta la pistola y me encañona entre los ojos -. Por lo menos para ustedes, se entiende.

domingo, 20 de septiembre de 2020

FOTOGRAFÍAS Y RECUERDOS

Cuando yo era pequeño, mi padre compró una cámara de vídeo. Era un mamotreto gigantesco que pesaba toneladas y que requería llevar colgando un cacharro enorme del hombro para ir grabando. Desde entonces empezó a llenar cintas y cintas de vídeo con todos los actos familiares a los que íbamos.

De vez en cuando reunía gente y enseñaba aquellas películas. Antes no era normal verse "en la tele" y llegaban a proyectar esas cintas en cenas o celebraciones bien grandes para poderse ver en la pantalla. Todo el mundo se reunía y se lo pasaba en grande cuando se veían bailando, o cantando, o simplemente paseando por el fondo de la imagen. Una vez se reunió un pueblo entero, y no estoy exagerando. Era como el cine.

Fueron pasando los años y aquellas películas se empezaron a convertir en recuerdos. Mira qué pequeño eras, mira que ropa llevabas, mira qué poca barriga tenías... Mira el abuelo, que se murió al poco de grabar esto, mira qué amigos éramos, mira cómo hemos cambiado. Y poco a poco, con la distancia, le gente empezó a declinar la invitación para ver aquellas cintas.

Así, un día mi madre las amontonó, las guardó en un armario y no se volvieron a ver nunca más.

Yo no lo entendía entonces. Siempre es bonito tener recuerdos, ¿no? Eso es lo que pensaba, y lo sigo pensando, pero confundía las imágenes con los recuerdos, y lo he tenido que aprender no con vídeos (que yo no hago), sino con las fotos (que yo sí hago).

Hace unos años estrené un objetivo largo para la cámara, un 50-200. Superando mi proverbial tacañería, me lancé a comprar (de la parte outlet, por supuesto) una lente que me permitiera fotografiar sin ser visto y poder recoger así expresiones y gestos naturales que no estuvieran influidos por la presencia cercana de un objetivo.

Entusiasmado con mi nuevo juguete, me lancé a la calle con la familia una tarde de invierno para aprovechar ese sol pálido y bajito que provoca unas sombras muy nítidas y así estrenar mi cacharrito nuevo. Debí de hacer unas doscientas fotos de estatuas, fachadas, aleros, cornisas, balcones, puentes, semáforos, farolas, bancos, placas, árboles y demás elementos urbanos que, gracias a la longitud de este objetivo, se parecían mucho a los dibujos planos de todos estos elementos, sin la distorsión de un objetivo corto. 

Increíblemente, casi todas las fotografías salieron bien, así que las junté en una colección, le añadí alguna más (pocas), les puse un poco de música y las aproveché para hacer un vídeo para una institución de la que formaba parte por aquel entonces (ahora anda por aquí: 1 Km²). Mis compañeros quedaron muy contentos con las fotos y yo, ante tanto halago, me hinché como una pompa de jabón, orgulloso y satisfecho.

Y como toda pompa, me encontré con esa persona que tiene que explotarla. Y menos mal que lo hizo. Una de mis compañeras que, al igual que los demás, me había dicho que las fotos eran bonitas, me indicó que era una pena que no hubiera gente. Increíble, pero cierto: fotos urbanas en un paseo concurrido, en una zona turística, agradable, muy cómoda para pasear y en un día soleado de invierno que invitaba a salir a la calle... sin gente. Evidentemente, durante aquel paseo le hice fotos a mi familia que no iba a incluir en el vídeo, pero de aquellas doscientas fotos, quizá sólo fueron seis o siete.

Evidentemente, tengo muchísimas fotos de actos familiares, y sale muchísima gente en mis fotos, pero desde aquel comentario me di cuenta de que las fotos que me gusta ver y que me gusta compartir son las fotografías atemporales, las que muestran arquitecturas, paisajes, cosas o montajes que se pueden ver independientemente de su época.

Cuando aparecen las otras fotos, esas que llamamos fotografías de recuerdos, llenas de gente posando a la cámara, brindando, sonriendo, cogiéndose por los hombros, enseñando trofeos, me encuentro peleando con la memoria y, aunque el efecto inmediato al ver esas imágenes es la sonrisa, se me forma un nudo que me puede durar horas o incluso días.

Quizá estoy entendiendo aquel gesto de mi madre a la hora de guardar las cintas en aquel armario.

La memoria es muy poco fiable, siendo más fantasía que hechos reales. Nuestro cerebro pule aristas y colorea los recuerdos para que podamos seguir adelante procesando todo ese aprendizaje, independientemente de que sean recuerdos alegres o tristes, y es con lo que vivimos todos los días. Pero las fotos, no. La fotografía muestra lo que hay en un momento concreto y, por mucho que seamos magníficos fotógrafos y hagamos fotos muy bonitas de ver, lo que hay en un momento es lo que se plasma en la imagen. Y para siempre. Así que es muy probable (seguro) que la imagen choque con el recuerdo, dándonos un bofetón de realidad que rompe con todo el trabajo de pulido y coloreo que ha ido realizando el cerebro con ese recuerdo.

Así que me gustaría saber qué vamos a hacer con todos esos megas, gigas y teras de imágenes que estamos almacenando. No creo que los vayamos a soportar nosotros, sino la generación siguiente, esa a la que no le importa si éramos amigos, si estábamos más delgados o si el tatarabuelo seguía bailando en las fiestas. Quizá esta exageración de imágenes que estamos acumulando (el 99% sobra por ser redundante), fijas o en movimiento, sea la base del recuerdo social, más que personal. Un legado para los sociólogos que sobrevivan al catacrock que se nos viene encima y que puedan estudiar que NO hacer: "Así vivían los atontaos del siglo XXI", o algo por el estilo.

Quizá sólo las almacenemos ocupando memorias de ordenador, sin más. O a lo mejor a nadie le importe nada y sean mucho más felices que gente como yo, que se agobia cuando ve esas imágenes y vídeos que chocan con los recuerdos que tenemos en la cabeza.

Supongo que estamos hechos para almacenar recuerdos y por eso hacemos fotos de todo y supongo que estamos hechos para recordar lo que nos dé la gana como nos dé la gana, y no como unos pixeles nos lo muestren.

Y es que, como decía aquel, que la realidad no chafe una buena historia.

domingo, 6 de septiembre de 2020

UNA REFLEXIÓN CERVECERA

Esta mañana me he levantado a la hora que me ha dado la gana. Café a un ritmo pausado escuchando crecer la hierba y luego me he puesto la gorra y los guantes para pegarme un par de horas de curro en el campo. Campo de campo, o sea árboles, prados y bichos, nada de campo de juego con balones, pelotas o elementos de tortura similares, no: carretilla, hacha, pala, azadón, etc. Cosas del gimnasio rural.


Cuando me he cansado y el sol quemaba demasiado, he abierto la nevera y me he servido una buena cerveza. Nada de botellín a morro: botella grande, jarra helada del congelador y servicio lento y espumoso. También ha sido una cerveza con con bicho flotante, ya que me la he tomado sentado en la calle a la sombra, y el campo es lo que tiene: bichos. He alabado el buen gusto de ese bicho por la cerveza y la hemos compartido. Quién soy yo para impedirle ese placer a otro ser vivo.

Estaba en ello cuando he mirado al cielo y he visto una bandada de buitres dando vueltas. No sé si alguna vez habéis visto una de estas bandadas. Es algo espectacular porque son verticales, como un grandísimo cilindro formado por decenas de pájaros enormes que parecen flotar en el aire porque ni siquiera mueven las alas. Al buitre más bajo le ves hasta las plumas, pero el más alto se escapa de tu límite visual y no es más que un puntito... si tienes buena vista.

Han estado dando vueltas un buen rato, y yo mirando embobado mientras compartía mi cerveza con el bicho, hasta que me he dado cuenta de que estaban dando vueltas sospechosamente por encima de mi casa. Justo por encima de mi casa.

Por un momento he pensado que es imposible haber tenido una mañana tan plácida. Todos sabemos que estos momentos de placidez sólo salen en las novelas románticas o en los anuncios de la tele, así que lo más probable es que, sin darme cuenta, la hubiera espichado y estuviera viviendo mis últimos momentos en una especie de limbo placentero antes de pasar a otro plano. He pensado que debería aprovechar ese último instante de consciencia haciendo algo realmente importante y no desperdiciar ese momento extra que se me había concedido.

Así que he apurado hasta la última gota de mi cerveza.

Y que bajen los buitres, que yo ya he cumplido.