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lunes, 19 de octubre de 2020

DESPERTAR

Cree que es la primera vez que despierta, pero no es así. Despertar, lo que se dice despertar, puede haberlo hecho unas cinco veces más este último mes y medio, aunque su cerebro no ha sido capaz de retener el recuerdo. Eso sin contar las veces que ha abierto los ojos, o que ha movido las manos, o que incluso ha llegado a ser capaz de intentar hablar con alguien, aunque, tras tanto tiempo intubada, su garganta fuera incapaz de canalizar correctamente el aire. En su mente, todo aquello se ha almacenado como un mal sueño.

Pero esta vez parece diferente. Puede sentir cosas básicas, como el tacto de las sábanas o la temperatura de la sala, pero también dirigir la mirada a voluntad para darse cuenta de dónde se encuentra. Hay pitidos mecánicos procedentes de múltiples máquinas de las que entran y salen cables y tubos que, a su vez, entran y salen de su cuerpo. La luz es suave, pero todo parece brillar demasiado. Todo está muy tranquilo, pero hay un ruido extraño, rítmico, como de lija sobre una pizarra, que es incapaz de localizar y que la está volviendo loca. Cuando intenta mover la cabeza, que parece pesar unas dos toneladas, el ruido cambia de intensidad y es entonces cuando se da cuenta de que procede de su cuerpo, de su nariz, de su boca: es su respiración, que también depende de una máquina.

Se nota molida y siente como si tuviera una tonelada de piedras sobre el pecho, pero le sorprende lo relajada que se encuentra. Bendita química, piensa.

Con su despertar, el ritmo de los ruiditos de las máquinas ha variado. Alguna ha debido de enviar una señal de aviso a la centralita porque se nota revuelo al otro lado de las mamparas. Al rato se abre la cortina de plástico y aparece una especie de astronauta metido en una escafandra hecha de bolsas de basura y cinta americana. Empieza a hablarle, pero no se le entiende ni una palabra. Revolotea alrededor de la cama tocando los botoncitos de las máquinas, sus tubos, sus cables, sus brazos, y todo ello sin dejar de hablar como si estuviera metido debajo del agua. Otros astronautas igual de estrafalarios aparecen por entre la cortina de plástico y se dedican a revolotear, toquetear y parlotear como el primero, pero ella es incapaz de concentrarse en sus sonidos porque está fascinada con esos trajes amorfos hechos de retales de bolsas de la compra, de guantes de lavar platos, de gafas de buceo, de láminas separadoras de folios. Por el tono de sus voces, sabe que son hombres y mujeres, pero todos parecen una montaña de residuos reciclables por igual. Le da la risa, aunque a través de la boquilla que le cubre la nariz y la boca no asoma más que como una tímida sonrisa. Ellos, a ver ese gesto, sonríen con ella. O eso parece, puesto que tampoco es fácil adivinar sus expresiones tras la monumental montaña de plástico que les cubre. Le cambian unos líquidos por otros, le inyectan más líquidos en más tubos, le farfullan cosas y la dejan tranquila.

La nueva química empieza a sustituir a la antigua y su cerebro se empieza a despejar. Parece poder hilvanar dos pensamientos coherentes consecutivos, pero también empieza a sentir pequeños dolores por todo el cuerpo, aunque no le molesta demasiado porque prefiere tener la cabeza despejada y aclarar la situación en la que se encuentra.

Recuerda el hospital, el caos de las urgencias y los nervios. Recuerda la gente apelotonada en salas de espera forradas con cinta film de cocina, auxiliares desesperadas por encontrar un poco de cinta aislante para sellar un tubo, jóvenes médicos residentes desplomándose entre lágrimas recibiendo el ánimo de las enfermeras más veteranas y, sobre toda esa montaña de desconcierto, recuerda la tos. No sabe si es un recuerdo del día de su ingreso, pero está segura de que es el recuerdo del momento en el que fue consciente de que era ella la que estaba tosiendo y que estaba enferma. Es un recuerdo que se enlaza con el de estar tiritando recostada sobre una silla de ruedas rota mientras intentaba llegar a una zona aislada donde no contagiar a nadie y, sin embargo, no dejar de pensar que aquello no le podía estar pasando a ella porque tenía demasiado trabajo como para enfermar en aquel momento. Curiosamente, también pensaba en que se le había olvidado comprar la leche y que el desastre de su marido no se iba a acordar de comprarla desnatada, además de que tenían la reunión de padres del colegio de la niña. Es un recuerdo lleno de furia por la impotencia de no poder hacer trabajar un poco más. Luego, todo son imágenes dispersas: uniformes rosas, batas blancas, pijamas verdes, voces de hombre, de mujer, pinchazos y, finalmente, aire, menos aire, menos aire, aún menos aire…

Se abren de nuevo las cortinas de plástico y aparece otra de aquellas montañas de envases reciclados. Aparte del farfulleo y de los inevitables toqueteos a las máquinas, tubos y cables, le indica que le trae un folio envuelto en un plástico transparente y lo pega con cinta adhesiva en uno de los laterales de la cama para que ella lo vea. Le es difícil enfocar y concentrarse en leer, pero las letras que hay en ese folio son grandes, inmensas, coloridas…

De pronto se le va la cabeza, la piedra que tiene encima del pecho ha engordado una tonelada y no puede apartarla para respirar. Se ahoga, se ahoga. Suenan las alarmas de las máquinas, las cortinas de plástico se apartan de un golpe, entran los astronautas y todos, como una máquina que ha hecho este mismo trabajo innumerables veces, se mueven acompasadamente para aliviar aquel peso del pecho y que el aire entre en sus pulmones.

Esta vez es distinto porque sabe que se va. Sabe que sus pensamientos conscientes van a durar muy poco más y que existe la posibilidad de no volver a despertar, así que mientras se hunde en aquel mar de oscuridad que la está tragando, bracea desesperadamente buscando un flotador que le ayude a llegar a la superficie hasta que, por fin, su mente se aferra con las uñas a la imagen de ese folio pintarrajeado que está pegado en el costado de su cama y en el que, entre corazoncitos rosas, unicornios morados, lunas, estrellas y soles, hay escrita en letras mayúsculas una sentencia de vida por la que merece seguir adelante a toda costa: “Mamá: yo de mayor quiero salvar vidas. Voy a ser enfermera. Como tú.”


martes, 28 de julio de 2020

AIRE

nota: relato seleccionado para la publicación de los textos del V concurso literario de microrrelato Comarca de cuencas mineras bajo la premisa de "pandemia" de 2020.

En cuanto el montacargas llega al nivel de la calle, sale corriendo, se arranca la mascarilla, tira el casco, se arrodilla y aspira el aire como si fuera el mismísimo néctar de los dioses, boqueando como un pececillo fuera del agua. Con la cara manchada por el polvo del carbón, no se distinguiría de los hombres que han subido con él si no fuera por la ropa de marca (ya negra en origen), por esa espléndida barba (antes rubia, ahora negra, como todo lo demás en su cara) y por el terror que se adivina en sus ojos (antes, azules, ahora, rojos).

Los hombres que le rodean son veteranos, de esos que se mueven despacio, gente que ha aprendido que el turno en el pozo es largo y que lo mismo da llegar un minuto antes que un minuto después, pero que, pase lo que pase, hay que llegar. Y así, entre toses y algún que otro cigarrillo, esperan a que el pececillo barbudo deje de lloriquear. Cuando acaba, uno de los hombres se acuclilla para hablarle cara a cara.

—Ahora, chavalín —le dice—, cuando tus amigotes se vuelvan a quejar en el bar de que lo peor del confinamiento es cuánto les molesta la mascarilla, o lo difícil que es pasar días encerrado en casa mirando por la ventana, o que tienen derecho a salir a tomar el sol para no llegar blancos a la temporada de playa, o de lo pequeño que es su balcón para respirar aire, me haces el favor de contarles lo que has sentido tú cuando te hemos bajado al pozo y a ver si así les callas la boca, que nosotros estamos cansados de oír tanta tontería y ya no tenemos edad para andar partiendo caras en los bares. —Se incorpora y, junto con sus compañeros, se dirige lentamente hacia el montacargas—. Y recuérdales —le dice justo antes de que se cierre la puerta— que sólo te hemos tenido abajo cuarenta y cinco minutos, y que como no dejen de quejarse de bobadas, otro día nos traemos a otro amiguín tuyo y le hacemos pasar abajo un turno completo.