domingo, 13 de diciembre de 2020

NO ES OBSOLESCENCIA

Gracias, compañías de consumo. Gracias por salvar el planeta, por ser los activistas número uno, por hacerlo tan solapadamente, por ser discretos y, sin embargo, luchar para que esta sociedad sea cada vez menos consumista.

Pero me he dado cuenta de lo que hacéis y os quiero dar las gracias. Sí, sé vuestro secreto, sé que tenéis alma y que lucháis para que el consumidor sea responsable y, ya que no nos damos cuenta del daño que hacemos con esta cultura de usar y tirar, nos estáis haciendo entender que vuestros productos y servicios son inútiles con la sencilla táctica de hacerlos cada vez peores.

Oh, sí, y no es cosa de abuelo Ceboyeta eso de “antes la cosas se hacían mejor”, no, no, no. No sé cómo se hacían antes, así que sólo puedo comprobar cómo las hacéis ahora y, sinceramente, las hacéis todas mal.

Hace años, muchos, años, que no compro nada que salga bueno a la primera. Ni a la segunda. A veces, la solución de la basura es la mejor. Basura, sí, y te ahorras disgustos. Hace años que todos mis productos de electrónica presentan problemas de configuración de software, o de hardware o de ambas cosas a la vez. Y no a los meses o dos años, cuando acaba la garantía, sino desde el mismo momento en el que los pongo en marcha.  Hace años que todos los cacharros físicos que compro presentan muescas, o fallos, o dejan de funcionar misteriosamente, o son directamente una engañifa. Y no hay que ir a complejos electrodomésticos, no: el propio papel del váter falsea sus metros, falsea sus grosores, falsea sus capas, todo es falso. Imagina qué no estará ocurriendo en las tripas de mi impresora, esa que nunca ha conseguido dar bien la vuelta al papel, o mi televisión, que se vuelve loca con el ancho de pantalla cuando llegan los anuncios, o mi microondas nuevo, al que le han desaparecido las barritas de los números para que tenga que andar adivinando cuánto tiempo lleva el cronómetro, o el lavavajillas, que decidió por su cuenta que el interruptor de encendido no tenía que funcionar por mucho que el técnico dijera que sí.

¿Y los servicios? Hace veinte años que voy y vengo de las diferentes compañías de telecomunicaciones que van y vienen por el panorama comercial, y nunca (insisto: NUNCA) he conseguido una conexión a la primera (escribo esto desde la conexión del móvil, ya que actualmente mi empresa suministradora de internet me tiene sin conexión), o el producto ofertado, o el precio pactado, o mil y mil fallos, descuidos o, directamente engaños a los que me han sometido. Y qué decir del gas, de la electricidad, del transporte colectivo, del coche privado…

Podría seguir, sobre todo si me remonto a mi infancia, donde las cosas que tenía también estaban mal, pero donde había una gran diferencia: tenía muchas menos cosas.

Muchas menos cosas.

Y esta reflexión viene a cuenta de que como mi carísima cámara réflex tiene un fallo desde su origen (tiene más, pero en unas configuraciones que no sé usar, por lo que no me importan, y eso que reclamé y me dieron un modelo nuevo, aunque también presentó el mismo fallo al poco tiempo) que ahora la hace imposible de utilizar en su modo más básico, he decidido empezar a pensar que a lo mejor podría darme el capricho de comprarme una nueva. Sí, la primera “cosa” de capricho que me voy a comprar desde… uf, pues desde la cámara vieja, creo. Así que sí, puede que ronde por mi cabeza esa idea, pero a la vez, surge otra, mucho más potente, que se dedica a gritar que no, que no, que no, que compre la cámara que compre, estará mal, mal MAL, ¡¡MAL!!

Y ya no tengo fuerzas para reclamar nada. No puedo estar peleándome con los que me han dejado sin internet, los que me han dejado sin dial en el microondas, los que me han instalado una cocina que cojea, los que me vendieron un teclado musical que desafina, los que me han pasado una factura del gas correspondiente a otra vivienda, los que han perdido por octava vez la solicitud de ayudas para una persona dependiente de mi familia, los que me han cerrado la calefacción por error al hacer una obra en la oficina de al lado, los que me han arreglado el coche dejándome una puerta que cierra regulera, etc, etc, etc.

Así que no, no me voy a comprar nada. No puedo más y debo daros la razón: NO VOY A COMPRAR NADA. O sea que no voy a consumir, o sea que no voy a fomentar la destrucción de mi planeta, o sea que gracias a vosotros, voy a aportar mi granito de arena al contraconsumismo.

Parafraseando aquello de “no confundas con maldad lo que no es más que simple estupidez”, he llegado a la conclusión de que no debo confundir con obsolescencia programada lo que no es más que simple defecto de fabricación. En castellano, incompetencia.

Gracias por hacérmelo entender.

Gracias.

Postdata: este texto está escrito con un programa de código abierto, versión de hace más de diez años y, curiosamente, no ha fallado nunca. El de pago se me bloquea y paso de reclamar.

viernes, 20 de noviembre de 2020

INSULTO Y ODIO

El insulto no es deseable. Ojalá nadie se insultara, nadie ofendiera a nadie. Eso significaría que el mundo es chupiguay, hecho con los colorines del arcoiris pintado por unicornios rosas, y que nada nos molestaría de los demás, ni mucho ni poco.

Pero...

... hay veces que me hartas, que me tienes hasta el gorro, que me has hecho mal o, incluso, puede que hayas hecho daño a alguien a quien quiero. Me has ofendido, no te soporto más y, por un instante, mi instinto  animal -sin ánimo de ofender a los animales- desea que te atropelle un autobús dejando de ti nada más que una mancha pringosa en el asfalto. O algo así.

Pero...

... o porque soy un ser humano racional, o porque no tengo un autobús a mi disposición, dispongo del mecanismo de hacerte daño con la palabra y lo uso. Y te insulto. Sí, te insulto porque en ese momento te odio. Te desprecio, no te soporto, no te aguanto, púdrete, muérete, y, además, márchate con algún tipo de daño que te escueza un buen rato. No quiero que te vayas de rositas, así que te insulto a mala leche, con mala intención, sin reparar en remilgos ni correcciones. Te ofendo, te hago daño porque me da la gana, porque soy mala persona, porque soy débil y recurro al agravio, porque no tengo recursos dialécticos para hundirte con ironía afilada, ni puños fuertes para reventarte los morros con un buen sopapo. Ojalá no recurriera al insulto, del que casi todas -por no decir todas- las veces me acabo arrepintiendo.

Pero...

... acabo por insultarte. Y en el momento que lo hago me quedo a gusto y satisfecho. Y si, además, te hago daño, mejor para mí. Es un un placer pasajero y normalmente un error, pero en ese momento de odio, saco mi artillería y te insulto.

Pero...

¿...cómo debo insultar? ¿Es que hay normas? Puedo recurrir al insulto genérico, como imbécil, idiota, estúpido, o al más socorrido gilipollas, que de tantos apuros nos saca. Y puedo ponerle anejos, como puto gilipollas, o pedazo de imbécil, o recurrir a la composición poética de insultos varios, como estúpido de mierda, o el tradicional y entrañable tonto de los cojones.
 
Pero...

... puede que estos clásicos se me queden cortos, y entonces haya que recurrir a cosas más gordas, haciendo mención a madres, profesiones añejas o animalismos varios, e incluso combinar todo ello en una sublime frase digna de estudio literario.

Pero...

... ni estamos aquí para hacer literatura, ni para que admiren mi insulto, aunque hay grandísimos insultadores dignos de alabanza, sino para hacerte daño a ti. Y mucho, y como los insultos genéricos se me quedan cortos para según qué ocasiones, personalizo o, como dice esa manada de jipsterpollas, customizo mi epíteto adecuándolo a tu persona. No me conformo con llamarte hijo de no sé qué porque sé que te vas a quedar tan tranquilo o, por lo menos, no te va a doler tanto como si pudiera meterme por un resquicio de tu coraza y llegar a tu intimidad, así que busco un rasgo, una característica tuya y, a ser posible, una que sepa que es especialmente sensible para ti. Así que me meto con lo gordo que tienes el culo, pedazo de vaca, o lo gordas que son tus gafas, so cegato de mierda, o tu dificultad para pronunciar determinadas palabras, cacho tartaja de los cojones, o lo bajito que eres, puto enano, o... O lo que sea. Da lo mismo. Lo importante es lanzar un dardo muy punzante que te haga mucho daño a ti, que te deje sin palabras, sin respiración y que te duela mucho. A ti, y mucho, sí. Y por eso lo hago, para que te duela, atontao, que no te enteras. 

Pero...

... si de verdad te quiero hacer daño, puedo llegar al insulto brutal, a la humillación. No es sólo cuestión de ofender, sino de dejar una herida o, a poder ser, echar sal en una herida abierta, algo que rompa todos los puentes y que no permita reconciliación con el insultado ni su familia durante varias generaciones. Además, puedo conseguirlo atacando lo evidente, sin necesidad de conocerte demasiado. Incluso puedes ser un completo desconocido al que quiero insultar. Si sólo veo tus enorme orejas y no te conozco de nada, no me puedo meter con tu alma, pero sí con tus evidentes soplillos de Dumbo. Y, así, al que tiene el color de su piel diferente al tuyo, por ejemplo de color negro -o muy oscuro- le llamas simplemente negro torciendo la boca, como si te repugnara la sola palabra, y encima lo dices despacio, para que se dé cuenta de que no hablas de un color, sino de una categoría de ser humano menos valiosa que una cucaracha; o al chaval acogido en un centro de menores que no tiene para pagarse un bocadillo le sueltas un silbante y sencillísimo muerto de hambre; o directamente atacas a cada una de las nacionalidades que puedan surgir, como a los gabachos, a los alemanazis, a los moros, a los gringos, a todos los sudacas, a los chinorris... madre mía, ¡que orgía de destrucción, qué arte para el dolor! Y, sí, son insultos que se aprovechan del racismo, de la xenofobia, del género, de la ideología, sí.  

Pero...

... parece que, en un mundo que ya no tiene privacidad, se nos olvida que si es un insulto ad hoc, llamar gafotas a alguien no es despreciar al colectivo de gafotas. Lo que pasa es que a esa persona sé que le hace mucho daño que le recuerden que no ve tres en un burro, y el resto de cuatroojos del mundo me da igual porque lo que quiero es hacerte daño a ti, y solo a ti, y que sufras. Si a ti te molesta que te digan que tienes el pelo rubio, es un problema tuyo, ya que a mí no me molesta, pero como a ti sí, te llamaré rubio-rubio-rubio hasta que llores. Porque te estoy insultando y quiero hacerte daño. Es imposible ser políticamente correcto a la hora de insultar porque, precisamente, el insulto hiriente es la propia definición de la incorrección.

Pero...

... resulta que ahora mismo todo el mundo está escuchando, e insultar ofende no sólo al insultado, sino al que se siente representado. Todos los culogordos del mundo nos sentimos mal cuando se lanza ese insulto durante una pelea de borrachos en un remoto pueblo de Siberia, al igual que todos los birojos, los enanos, los cojos e, incluso, especies completas, como travelos, maricones, locas, fachas, nenazas, histéricas, machitos, subnormales o -perdón- políticos de todos los colores, y aquí es donde aparece el problema del insultador. Yo no soy nadie, y en una conversación privado-insultadora puedo llamarte lo que me dé la gana y quedarme a gusto conmigo mismo, con el consiguiente riesgo de que me devuelvas el insulto -o un buen sopapo, aunque eso es otra categoría del increíble repertorio de sistemas de comunicación que tiene la especie humana- pero si tengo voz pública, si soy alguien, si represento a un colectivo, a lo mejor tengo que andarme con ojo, porque si me enfado contigo, so torpe, y te deseo el destierro por patoso, puede que alguien entienda que todos mis seguidores deben dedicarse a desterrar a las personas que son poco hábiles por pura convicción ideológica, como axioma, sin pensar que realmente a mí me dan igual los torpes del mundo y que sólo quería insultarte a ti, patoso de mierda. O sea que puede que si recurro a insultos de andar por casa no suceda nada, pero si recurro a las bombas atómicas, a los insultos de destruir toda relación tirando de racismo, sexismo, xenofobia y demás, puedo estar generando movimientos muuuuuuuuy peligrosos que nada tienen que ver con el insulto, sino con -perdón de nuevo- ideologías.

Pero...

... como no queremos que esto derive en una debacle de muerte y destrucción, como sociedad nos protegemos  con leyes que eviten que se pueda incitar a odiar a un colectivo. Recuerda que yo te odio a ti, sólo a ti, y te hago daño a ti -y a lo mejor sólo en este momento, que es habitual que se pase el calentón y mañana seamos tan amigos otra vez-, pero si aprovecho que te insulto a ti para que mis seguidores empiecen a repartir palos a todo un colectivo, no estoy insultando, sino incitando a un movimiento de exclusión que, perdona que te diga, es despreciable. Y odio estos movimientos.

Pero...

... resulta que la incitación al odio ahora es, simplemente, delito de odio, y si te odio porque eres odioso, porque incitas al odio, porque eres un racista de mierda o un xenófobo repugnante, estoy cometiendo un delito, así que mi desprecio por ti, mi deseo de que no existas como colectivo es un delito, y no lo puedo evitar porque, sinceramente, te odio. Y te deseo eso del autobús - metafóricamente hablando, claro-, o cosas peores, y lo siento en mi razón, en mi pecho y en mi sentido común.

Pero...

... es un delito. O eso dicen. Como no soy un picapleitos de mierda, no sé leer leyes y no sé si desearte el mal porque eres uno de esos que apalean sintechos por diversión los viernes por la noche es un delito de odio, o si simplemente odiar es un delito. Quizá los loqueros deberían pronunciarse o, quizá y pensándolo mejor, callar y seguir a su aire sin meterse en estos jardines.

Pero...

... lo siento mucho, yo no soy nadie. Y casi nadie somos nadie relevante más allá de nuestros cuatro conocidos y familiares, así que si te llamo estúpida, so estúpida, no es porque sea un machista misógino patriarcoasesino homofóbico -que no te digo que no, que ya ni lo sé-, sino porque en este momento me la has liado y, como soy un inútil con las palabras o el razonamiento, un débil mental e incluso -qué ironía- un estúpido, he recurrido al insulto. Y te he insultado. Y aunque lo he hecho a gritos, nadie va a salir a la calle a gritarle a las estúpidas lo estúpidas que son, o a formar un contramovimiento contra los estúpidos como yo que llamamos estúpidas a las estúpidas como tú. Lo cierto es que, en general, la gente pasa de todo bastante mucho.

Pero...

... para eso están las redes sociales y -perdón otra vez- los medios de comunicación serios que les dan publicidad, para liarla, ¿no? Así que todos los días hay un colectivo herido por culpa de un comentario hecho por una putavieja de un pueblo de Albacete, o un grupo mancillado por un chiste de mal gusto hecho por un caraculo del barrio de al lado, o un honor maltrecho por una foto compartida en un grupo de jubilados de Minesota. Ruido, ruido, ruido que evita que nos fijemos en los problemas que hay tras las palabras: que el morodemierda es un chaval que ha tenido que huir de su país por esa cosilla del hambre y ahora tiene frío porque duerme en la calle, que la bacaburra es una chica con sobrepeso por culpa de la depresión que le ha provocado el hecho de no tener los huesos de las chicas de la tele y se pasa el día recibiendo mensajes horribles de sus compañeros de clase, que el menadeloscojones no es más que un niño que se saltó la infancia por esa cosilla de la guerra y que está a mil kilómetros de la última persona que tenía su cultura o que hablaba su idioma, o que el putoyonki no es más que un enfermo que no se puede permitir el lujo de asumir su realidad...

Pero...

... nos quedamos en el debate del insulto y el odio, que es mucho más fácil porque nos permite hablar, hablar y hablar sin decir nada, y legislamos el insulto mientras que no legislamos el hambre, el frío o el miedo. Como siempre, señalamos la Luna y nos quedamos mirando el dedo.

Pero...

... qué gilipollas eres  somos

lunes, 19 de octubre de 2020

DESPERTAR

Cree que es la primera vez que despierta, pero no es así. Despertar, lo que se dice despertar, puede haberlo hecho unas cinco veces más este último mes y medio, aunque su cerebro no ha sido capaz de retener el recuerdo. Eso sin contar las veces que ha abierto los ojos, o que ha movido las manos, o que incluso ha llegado a ser capaz de intentar hablar con alguien, aunque, tras tanto tiempo intubada, su garganta fuera incapaz de canalizar correctamente el aire. En su mente, todo aquello se ha almacenado como un mal sueño.

Pero esta vez parece diferente. Puede sentir cosas básicas, como el tacto de las sábanas o la temperatura de la sala, pero también dirigir la mirada a voluntad para darse cuenta de dónde se encuentra. Hay pitidos mecánicos procedentes de múltiples máquinas de las que entran y salen cables y tubos que, a su vez, entran y salen de su cuerpo. La luz es suave, pero todo parece brillar demasiado. Todo está muy tranquilo, pero hay un ruido extraño, rítmico, como de lija sobre una pizarra, que es incapaz de localizar y que la está volviendo loca. Cuando intenta mover la cabeza, que parece pesar unas dos toneladas, el ruido cambia de intensidad y es entonces cuando se da cuenta de que procede de su cuerpo, de su nariz, de su boca: es su respiración, que también depende de una máquina.

Se nota molida y siente como si tuviera una tonelada de piedras sobre el pecho, pero le sorprende lo relajada que se encuentra. Bendita química, piensa.

Con su despertar, el ritmo de los ruiditos de las máquinas ha variado. Alguna ha debido de enviar una señal de aviso a la centralita porque se nota revuelo al otro lado de las mamparas. Al rato se abre la cortina de plástico y aparece una especie de astronauta metido en una escafandra hecha de bolsas de basura y cinta americana. Empieza a hablarle, pero no se le entiende ni una palabra. Revolotea alrededor de la cama tocando los botoncitos de las máquinas, sus tubos, sus cables, sus brazos, y todo ello sin dejar de hablar como si estuviera metido debajo del agua. Otros astronautas igual de estrafalarios aparecen por entre la cortina de plástico y se dedican a revolotear, toquetear y parlotear como el primero, pero ella es incapaz de concentrarse en sus sonidos porque está fascinada con esos trajes amorfos hechos de retales de bolsas de la compra, de guantes de lavar platos, de gafas de buceo, de láminas separadoras de folios. Por el tono de sus voces, sabe que son hombres y mujeres, pero todos parecen una montaña de residuos reciclables por igual. Le da la risa, aunque a través de la boquilla que le cubre la nariz y la boca no asoma más que como una tímida sonrisa. Ellos, a ver ese gesto, sonríen con ella. O eso parece, puesto que tampoco es fácil adivinar sus expresiones tras la monumental montaña de plástico que les cubre. Le cambian unos líquidos por otros, le inyectan más líquidos en más tubos, le farfullan cosas y la dejan tranquila.

La nueva química empieza a sustituir a la antigua y su cerebro se empieza a despejar. Parece poder hilvanar dos pensamientos coherentes consecutivos, pero también empieza a sentir pequeños dolores por todo el cuerpo, aunque no le molesta demasiado porque prefiere tener la cabeza despejada y aclarar la situación en la que se encuentra.

Recuerda el hospital, el caos de las urgencias y los nervios. Recuerda la gente apelotonada en salas de espera forradas con cinta film de cocina, auxiliares desesperadas por encontrar un poco de cinta aislante para sellar un tubo, jóvenes médicos residentes desplomándose entre lágrimas recibiendo el ánimo de las enfermeras más veteranas y, sobre toda esa montaña de desconcierto, recuerda la tos. No sabe si es un recuerdo del día de su ingreso, pero está segura de que es el recuerdo del momento en el que fue consciente de que era ella la que estaba tosiendo y que estaba enferma. Es un recuerdo que se enlaza con el de estar tiritando recostada sobre una silla de ruedas rota mientras intentaba llegar a una zona aislada donde no contagiar a nadie y, sin embargo, no dejar de pensar que aquello no le podía estar pasando a ella porque tenía demasiado trabajo como para enfermar en aquel momento. Curiosamente, también pensaba en que se le había olvidado comprar la leche y que el desastre de su marido no se iba a acordar de comprarla desnatada, además de que tenían la reunión de padres del colegio de la niña. Es un recuerdo lleno de furia por la impotencia de no poder hacer trabajar un poco más. Luego, todo son imágenes dispersas: uniformes rosas, batas blancas, pijamas verdes, voces de hombre, de mujer, pinchazos y, finalmente, aire, menos aire, menos aire, aún menos aire…

Se abren de nuevo las cortinas de plástico y aparece otra de aquellas montañas de envases reciclados. Aparte del farfulleo y de los inevitables toqueteos a las máquinas, tubos y cables, le indica que le trae un folio envuelto en un plástico transparente y lo pega con cinta adhesiva en uno de los laterales de la cama para que ella lo vea. Le es difícil enfocar y concentrarse en leer, pero las letras que hay en ese folio son grandes, inmensas, coloridas…

De pronto se le va la cabeza, la piedra que tiene encima del pecho ha engordado una tonelada y no puede apartarla para respirar. Se ahoga, se ahoga. Suenan las alarmas de las máquinas, las cortinas de plástico se apartan de un golpe, entran los astronautas y todos, como una máquina que ha hecho este mismo trabajo innumerables veces, se mueven acompasadamente para aliviar aquel peso del pecho y que el aire entre en sus pulmones.

Esta vez es distinto porque sabe que se va. Sabe que sus pensamientos conscientes van a durar muy poco más y que existe la posibilidad de no volver a despertar, así que mientras se hunde en aquel mar de oscuridad que la está tragando, bracea desesperadamente buscando un flotador que le ayude a llegar a la superficie hasta que, por fin, su mente se aferra con las uñas a la imagen de ese folio pintarrajeado que está pegado en el costado de su cama y en el que, entre corazoncitos rosas, unicornios morados, lunas, estrellas y soles, hay escrita en letras mayúsculas una sentencia de vida por la que merece seguir adelante a toda costa: “Mamá: yo de mayor quiero salvar vidas. Voy a ser enfermera. Como tú.”


sábado, 26 de septiembre de 2020

LIMPIEZA

El limpiador es un hombre terriblemente desagradable. Insolente, maleducado, irrespetuoso, se aprovecha de que cuando recurrimos a él es porque no tenemos alternativa. Normalmente yo no trato con gente de esta calaña, pero en esta ocasión el objetivo a limpiar requiere que sea yo mismo el que organice la operación de limpieza.

Y él lo sabe.

Se aprovecha de estos momentos en los que tiene el control de la situación y se regodea haciéndome sufrir. No se ha limpiado los pies al entrar en mi despacho, no me ha dado la mano, no ha dicho un simple "buenos días", no ha esperado a que le indique el sillón donde puede sentarse y, sobre todo, no ha tenido la deferencia de esperar a que le ofreciera una copa, sirviéndose directamente una buena cantidad en un vaso con hielo.

Ahora está sentado en uno de mis sillones, tomando uno de mis licores, ignorándome por completo, saboreando mi nerviosismo como si fuera el humo de uno de mis cigarros. Lo tolero y en cierto modo me divierto con esta situación, pero no me gusta que estos muertos de hambre se atrevan a provocarme. 

-¿Qué hay que limpiar? -me dice cuando acaba de apurar la copa. Le muestro una fotografía que tengo en el teléfono y lanza un fino silbido al reconocer el objetivo-. Esto es muy serio. No esperen que las tarifas sean las habituales.

Estúpido. El dinero no es problema. O, por lo menos, no es problema en estas ocasiones ni para la gente que ha tomado esta decisión. ¿Quién se cree que puede ordenar hacer desaparecer al líder? ¿Un conserje, un encargado, un donnadie? Alguien con la capacidad de decidir acabar con la cabeza de todo un país nunca tiene problemas con las tarifas. Ayer, cuando me comunicaron la decisión de limpiar la presidencia, a nadie se le pasó por la cabeza pensar en las tarifas del limpiador. Es eficaz, sí, pero es estúpido.

Desecho su comentario con un tintineo de los hielos de mi vaso y me levanto esperando que se largue. No necesita saber más y no estoy para formalismos. No creo que necesite que le acompañe hasta la puerta.

Pero no se va.

Sigue degustando el licor, sentado cómodamente, aparentando que no ha visto mi gesto para que se largue de una vez de mi despacho. Frunce el ceño y finge pensar. Finalmente, cuando me resigno y vuelvo a sentarme ruidosamente, se digna a sonreírme y me hace la única pregunta que no debería hacer ningún limpiador:

-¿Por qué?

Es difícil que un limpiador, por muy bueno que sea -y éste es el mejor- me sorprenda, pero debo reconocer que lo ha conseguido. Son cuarenta años soportando gente como él, matones venidos a más, gentuza a la que no le importa mancharse las manos por unas migajas, lacayos, sicarios, basura, y nunca ninguno se había atrevido a hacerme semejante pregunta. Al fin y al cabo, las causas no influyen en su trabajo. Nadie se molesta en saber los motivos de la existencia de una cucaracha cuando la pisa, pero sí se preocupa de limpiarse bien la suela del zapato al acabar. Creía conocerlo, pero veo que me he equivocado.

No sé si es por tantos meses de trabajo y tantas noches sin dormir preparando la operación, o por el alcohol que llevo ingerido desde que recibí la confirmación de la limpieza a las tres de la madrugada, o por el sueño, o por todo a la vez, pero no me apetece discutir ni montar una escena llamando a seguridad para que lo saquen de aquí, y cedo. De cualquier modo, desde que hizo la pregunta he asumido que al finalizar la tarea habrá que limpiar a este limpiador. No me cuesta nada desahogarme con él y que durante unos días se crea seguro. Tomada esta última decisión, me siento liberado. Relleno mi vaso y me arrellano cómodamente en mi sillón para explicarle algo sobre el funcionamiento del mundo a este cadáver andante.

Durante cuarenta años hemos estado siendo justos con el país. Nunca hemos puesto al frente un hombre puramente cínico ni a uno puramente idealista. Un cínico nos serviría mejor, pero tendría nulo magnetismo y no podría ser nunca un líder fuerte. Un idealista, por el contrario, tendría toda la capacidad de arrastre de masas necesaria, pero podría anteponer sus ideales a nuestras necesidades. Antes, buscábamos a estos hombres, pero lo bueno de organizarse con mucho tiempo -generaciones- es que hemos podido ir criando nuestros cachorros desde jóvenes. Gente lo suficientemente idealista como para ser grandes líderes, con buena presencia, buena dicción, buenas intenciones, a los que con el paso del tiempo cargamos de responsabilidades que hacen flaquear sus ideales o, mejor dicho, que comprenden las cuatro verdades de la vida y asumen un punto cínico lo suficientemente claro como para servir a quien tiene que servir. Las deudas se pagan, y nosotros somos unos acreedores temibles.

Si vemos que de nuestros candidatos, repartidos convenientemente en cada partido, alguno destaca y tiene la capacidad de llegar a gobernar, nos dedicamos en cuerpo y alma a que deguste la vida. No hay idealista que se resista a la buena vida, y  la buena vida no es para los idealistas. O, por lo menos, no se la merecen. Así que cuando llegan al cargo, están convenientemente atados a nosotros. Sí, es cierto, tienen su poquito de libertad para propagar ideales que llenen titulares, pero eso a nosotros nos da igual siempre que la tendencia global sea la adecuada. Adecuada para nosotros, se entiende.

Nuestro objetivo a limpiar fue en su día uno de estos chicos idealistas. Un líder nato que llevaba camisetas con guillotinas pintarrajeadas, lemas caducos, ideales estúpidos de repartos, igualdades y limpieza... ¡Limpieza, qué ironía! No tardó mucho en cargarse de responsabilidades, que son mucho más pesadas que las deudas, y lo fuimos ascendiendo rápidamente hasta su cargo de hoy. No fue sencillo, no. Hubo muchas reticencias por sus ideales de juventud, pero las acallamos rápidamente exponiendo las responsabilidades que había contraído. Incluso se puso sobre la mesa el tema de la familia. Nada nos ata más que la familia, y este estúpido idealista se cargó de hijos. Aunque todo lo demás fallara, la baza de los hijos nos dio el poder vitalicio sobre él.

Es en este punto de la explicación cuando el limpiador enarca las cejas y sonríe. Ha comprendido lo que pasa y parece encontrarle la gracia a la situación, pero no la tiene, no. Ninguna. Por lo menos para nosotros, se entiende.

Hace cosa de un año, nuestro hombre, ya fuertemente instalado en el mando, perdió a toda su familia. Un golpe duro, durísimo, debo reconocerlo, que ni yo mismo habría podido soportar. Lo arropamos, le ayudamos todo lo que pudimos, pusimos a su disposición toda la ayuda humana y divina que estuvo en nuestras manos, y de verdad creímos que, cuando al poco tiempo volvió a ponerse al timón, volvía a estar en plenas facultades.

Pero no fue así. Algo se había roto y, lamentablemente, parece que era la cadena que lo tenía atado a nosotros. Y ya lo he dicho al principio: no hay hombre más peligroso que un idealista a los mandos. ¡Ah, qué año nos ha hecho pasar! Parece haberse dado cuenta de que sin la baza de la familia, podría escurrirse entre nuestros dedos y ejercer el poder... con ideales. Y lo está haciendo. Está fuera de control, arrastrando con su carisma a las masas y, lo que es peor, a sus compañeros, que también empiezan a darnos problemas. Por primera vez en muchos, muchos años, desconocemos el resultado de las votaciones que se realizan o, lo que es peor, sabemos que serán siempre a favor de los ideales de este descontrolado. Hemos intentado hablar con él, sí, y también hemos hecho presión en su entorno, en los medios, pero nos hemos dado cuenta de que, aunque sí tenemos fuerza, no tenemos dónde presionar para hacerle daño. Es un hombre libre, y eso no es admisible.

De un tiempo a esta parte ha renovado los cargos de su entorno, ha colocado a otros idealistas en puestos clave, calaña universitaria pragmática y profesional, pero llena de... ideales, y ya se niega a recibirnos. Nos llegan rumores alarmantes de que tiene colgada en su despacho aquella camiseta con el dibujo de una guillotina y que se la muestra con orgullo a todos a lo que permite la entrada. Antes de que siga adelante, antes de que empiece a hacer verdadero daño al orden correcto de las cosas -correcto para nosotros, se entiende-, se ha tomado la decisión de apartarlo, y la mejor manera es haciendo una limpieza.

Le cuento más o menos todo esto al limpiador, quizá adornando la historia, quizá omitiendo algunos detalles, y, cuando acabo, estoy jadeando como si hubiera corrido una maratón.

-¿Satisfecho? -le pregunto.

Él ladea la cabeza y asiente vagamente.

-Sólo quería confirmar unos detalles -me dice-, y, sí, parece que son correctos.

¿Correctos? Abro la boca para mandarlo a la mierda, pero suena el teléfono. No es el fijo del despacho, sino mi móvil personal, un número al que poca gente tiene acceso.

-Coja, coja -me dice el limpiador rellenando su vaso con más licor-, no se preocupe por mí. No tengo prisa.

¿Prisa? ¿Que no tienes prisa? ¡Basura! Pensar en su limpieza me permite controlar mi ira al descolgar el teléfono. Es un miembro de la junta, y su tono es apremiante. Me suelta una parrafada incomprensible prácticamente a gritos y, aunque no entiendo casi nada de lo que dice, su tono me asusta. Camino hasta el extremo del despacho para evitar que lo escuche el limpiador e intento calmar a mi interlocutor, pero es imposible. No hace más que hablar de la limpieza, la limpieza y la limpieza. Farfulla no sé qué sobre una purga y cuelga.

Cuando me giro para volver a mi asiento me encuentro con el limpiador de pie a menos de un metro de mí, sonriente. 

-Su historia tiene una errata -me dice-. La camiseta no tiene una guillotina dibujada, sino una horca. Pero debo reconocer que tiene toda la razón en una cosa: no hay nada más peligroso que un idealista al timón. -Levanta la pistola y me encañona entre los ojos -. Por lo menos para ustedes, se entiende.

domingo, 20 de septiembre de 2020

FOTOGRAFÍAS Y RECUERDOS

Cuando yo era pequeño, mi padre compró una cámara de vídeo. Era un mamotreto gigantesco que pesaba toneladas y que requería llevar colgando un cacharro enorme del hombro para ir grabando. Desde entonces empezó a llenar cintas y cintas de vídeo con todos los actos familiares a los que íbamos.

De vez en cuando reunía gente y enseñaba aquellas películas. Antes no era normal verse "en la tele" y llegaban a proyectar esas cintas en cenas o celebraciones bien grandes para poderse ver en la pantalla. Todo el mundo se reunía y se lo pasaba en grande cuando se veían bailando, o cantando, o simplemente paseando por el fondo de la imagen. Una vez se reunió un pueblo entero, y no estoy exagerando. Era como el cine.

Fueron pasando los años y aquellas películas se empezaron a convertir en recuerdos. Mira qué pequeño eras, mira que ropa llevabas, mira qué poca barriga tenías... Mira el abuelo, que se murió al poco de grabar esto, mira qué amigos éramos, mira cómo hemos cambiado. Y poco a poco, con la distancia, le gente empezó a declinar la invitación para ver aquellas cintas.

Así, un día mi madre las amontonó, las guardó en un armario y no se volvieron a ver nunca más.

Yo no lo entendía entonces. Siempre es bonito tener recuerdos, ¿no? Eso es lo que pensaba, y lo sigo pensando, pero confundía las imágenes con los recuerdos, y lo he tenido que aprender no con vídeos (que yo no hago), sino con las fotos (que yo sí hago).

Hace unos años estrené un objetivo largo para la cámara, un 50-200. Superando mi proverbial tacañería, me lancé a comprar (de la parte outlet, por supuesto) una lente que me permitiera fotografiar sin ser visto y poder recoger así expresiones y gestos naturales que no estuvieran influidos por la presencia cercana de un objetivo.

Entusiasmado con mi nuevo juguete, me lancé a la calle con la familia una tarde de invierno para aprovechar ese sol pálido y bajito que provoca unas sombras muy nítidas y así estrenar mi cacharrito nuevo. Debí de hacer unas doscientas fotos de estatuas, fachadas, aleros, cornisas, balcones, puentes, semáforos, farolas, bancos, placas, árboles y demás elementos urbanos que, gracias a la longitud de este objetivo, se parecían mucho a los dibujos planos de todos estos elementos, sin la distorsión de un objetivo corto. 

Increíblemente, casi todas las fotografías salieron bien, así que las junté en una colección, le añadí alguna más (pocas), les puse un poco de música y las aproveché para hacer un vídeo para una institución de la que formaba parte por aquel entonces (ahora anda por aquí: 1 Km²). Mis compañeros quedaron muy contentos con las fotos y yo, ante tanto halago, me hinché como una pompa de jabón, orgulloso y satisfecho.

Y como toda pompa, me encontré con esa persona que tiene que explotarla. Y menos mal que lo hizo. Una de mis compañeras que, al igual que los demás, me había dicho que las fotos eran bonitas, me indicó que era una pena que no hubiera gente. Increíble, pero cierto: fotos urbanas en un paseo concurrido, en una zona turística, agradable, muy cómoda para pasear y en un día soleado de invierno que invitaba a salir a la calle... sin gente. Evidentemente, durante aquel paseo le hice fotos a mi familia que no iba a incluir en el vídeo, pero de aquellas doscientas fotos, quizá sólo fueron seis o siete.

Evidentemente, tengo muchísimas fotos de actos familiares, y sale muchísima gente en mis fotos, pero desde aquel comentario me di cuenta de que las fotos que me gusta ver y que me gusta compartir son las fotografías atemporales, las que muestran arquitecturas, paisajes, cosas o montajes que se pueden ver independientemente de su época.

Cuando aparecen las otras fotos, esas que llamamos fotografías de recuerdos, llenas de gente posando a la cámara, brindando, sonriendo, cogiéndose por los hombros, enseñando trofeos, me encuentro peleando con la memoria y, aunque el efecto inmediato al ver esas imágenes es la sonrisa, se me forma un nudo que me puede durar horas o incluso días.

Quizá estoy entendiendo aquel gesto de mi madre a la hora de guardar las cintas en aquel armario.

La memoria es muy poco fiable, siendo más fantasía que hechos reales. Nuestro cerebro pule aristas y colorea los recuerdos para que podamos seguir adelante procesando todo ese aprendizaje, independientemente de que sean recuerdos alegres o tristes, y es con lo que vivimos todos los días. Pero las fotos, no. La fotografía muestra lo que hay en un momento concreto y, por mucho que seamos magníficos fotógrafos y hagamos fotos muy bonitas de ver, lo que hay en un momento es lo que se plasma en la imagen. Y para siempre. Así que es muy probable (seguro) que la imagen choque con el recuerdo, dándonos un bofetón de realidad que rompe con todo el trabajo de pulido y coloreo que ha ido realizando el cerebro con ese recuerdo.

Así que me gustaría saber qué vamos a hacer con todos esos megas, gigas y teras de imágenes que estamos almacenando. No creo que los vayamos a soportar nosotros, sino la generación siguiente, esa a la que no le importa si éramos amigos, si estábamos más delgados o si el tatarabuelo seguía bailando en las fiestas. Quizá esta exageración de imágenes que estamos acumulando (el 99% sobra por ser redundante), fijas o en movimiento, sea la base del recuerdo social, más que personal. Un legado para los sociólogos que sobrevivan al catacrock que se nos viene encima y que puedan estudiar que NO hacer: "Así vivían los atontaos del siglo XXI", o algo por el estilo.

Quizá sólo las almacenemos ocupando memorias de ordenador, sin más. O a lo mejor a nadie le importe nada y sean mucho más felices que gente como yo, que se agobia cuando ve esas imágenes y vídeos que chocan con los recuerdos que tenemos en la cabeza.

Supongo que estamos hechos para almacenar recuerdos y por eso hacemos fotos de todo y supongo que estamos hechos para recordar lo que nos dé la gana como nos dé la gana, y no como unos pixeles nos lo muestren.

Y es que, como decía aquel, que la realidad no chafe una buena historia.

domingo, 6 de septiembre de 2020

UNA REFLEXIÓN CERVECERA

Esta mañana me he levantado a la hora que me ha dado la gana. Café a un ritmo pausado escuchando crecer la hierba y luego me he puesto la gorra y los guantes para pegarme un par de horas de curro en el campo. Campo de campo, o sea árboles, prados y bichos, nada de campo de juego con balones, pelotas o elementos de tortura similares, no: carretilla, hacha, pala, azadón, etc. Cosas del gimnasio rural.


Cuando me he cansado y el sol quemaba demasiado, he abierto la nevera y me he servido una buena cerveza. Nada de botellín a morro: botella grande, jarra helada del congelador y servicio lento y espumoso. También ha sido una cerveza con con bicho flotante, ya que me la he tomado sentado en la calle a la sombra, y el campo es lo que tiene: bichos. He alabado el buen gusto de ese bicho por la cerveza y la hemos compartido. Quién soy yo para impedirle ese placer a otro ser vivo.

Estaba en ello cuando he mirado al cielo y he visto una bandada de buitres dando vueltas. No sé si alguna vez habéis visto una de estas bandadas. Es algo espectacular porque son verticales, como un grandísimo cilindro formado por decenas de pájaros enormes que parecen flotar en el aire porque ni siquiera mueven las alas. Al buitre más bajo le ves hasta las plumas, pero el más alto se escapa de tu límite visual y no es más que un puntito... si tienes buena vista.

Han estado dando vueltas un buen rato, y yo mirando embobado mientras compartía mi cerveza con el bicho, hasta que me he dado cuenta de que estaban dando vueltas sospechosamente por encima de mi casa. Justo por encima de mi casa.

Por un momento he pensado que es imposible haber tenido una mañana tan plácida. Todos sabemos que estos momentos de placidez sólo salen en las novelas románticas o en los anuncios de la tele, así que lo más probable es que, sin darme cuenta, la hubiera espichado y estuviera viviendo mis últimos momentos en una especie de limbo placentero antes de pasar a otro plano. He pensado que debería aprovechar ese último instante de consciencia haciendo algo realmente importante y no desperdiciar ese momento extra que se me había concedido.

Así que he apurado hasta la última gota de mi cerveza.

Y que bajen los buitres, que yo ya he cumplido.

sábado, 29 de agosto de 2020

UNA AVENTURA EDITORIAL

Hoy toca un cuento real, no una mentira: la historia de este pequeño libro. 

El libro y su descripción más prosaica (tamaño, número de páginas, descripción, etc) aparece al pinchar en la imagen, pero esta entrada del blog no va de eso, no es una promoción  de un producto (¡compra, compra!), sino de cómo, al igual que sucede en la maravillosa "Crónica de una muerte anunciada" (ese sí que hay que comprarlo), un hecho que nadie quiere que pase, pasa, incluso a pesar de saber que no debería pasar.

El mundo no necesitaba este libro, pero al final, ha salido así.

A lo largo de varios años, y normalmente cuando el reloj ya ha superado la barrera de las doce de la noche, recuerdas historias que no han pasado, mentiras que nadie te ha contado, aventuras que no han sucedido. Durante días o semanas revolotean por tu cerebro molestando, haciendo un ruido insoportable, así que las sacas de ahí con el sencillo método de escribirlas. Parece ser que, al convertirlas en frases escritas, se calman, supongo que porque han encontrado un sitio donde vivir mucho más cómodo que un cerebro arrugado, sinuoso, resbaladizo y lleno de ruido. Si lo piensas bien, un cerebro tiene una pinta bastante asquerosilla. Yo tampoco querría vivir ahi.

Al final, te encuentras con un montón de pequeñas vidas ficticias acumulando polvo digital en blogs minoritarios, discos duros perdidos en un cajón o en folios impresos medio rotos. Poca gente las lee, pero te animan a seguir y al final acabas tentando a la suerte en certámenes, concursos y sorteos literarios. Envías esas historias ya escritas, o escribes historias nuevas acordes a la temática de tal o cual concurso, y el número de mentiras escritas crece y crece.

Y un día ganas un certamen, y otro día eres finalista. Y puede que de verdad no estén tan mal y que merezcan tener una vida un poquito más amplia que ser leídas por cuatro (exquisitos) gatos, así que reúnes unos miles de palabras que tienes desperdigados por ahí y los envías a las editoriales sin ninguna esperanza, como cuando echas la lotería. Oye, si suena la campana... 

Un día, una de ellas contesta por correo electrónico. Están interesados. ¡Están interesados! ¡HALAAAA! En fin, que a lo mejor te pilla esto más jovencito y se te desboca el corazón y te imaginas pasando por encima de Follet, Rowling, Pratchett, Gaiman, King, o cualquier superventas que tantos y tantos millones amasan, viviendo a tu aire como uno de esos millonarios que nos venden en la publicidad.

Pero no. 

Aquí es donde deberías utilizar una expresión muy apropiada (tener el culo pelao), pero es un poco soez, poco elegante, y no la vas a usar. Dirás simplemente que tu barba ya es de color blanco y que te ganas la vida con otros menesteres mucho (¡mucho!) más prosaicos, así que a estas alturas, lo de creer en las hadas, los duendes, los unicornios y todo eso, lo dejas para los que viven de ello y prefieres seguir con los pies en el suelo.

Envías el material a la editorial (solvente, con solera, con buenas referencias) y te dicen que, vaya, que tus cuentos sí se pueden publicar, pero que primero hay que rellenar un cuestionario que, para abreviar, consiste en saber cuántos seguidores tienes en las distintas redes sociales. Así, entre risas (es que ya se ha visto el cartón de la cosa), rellenas la encuesta y les adviertes en la primera línea que no se molesten, que no tienes seguidores porque no tienes insta, ni tuiter, ni tiempo para prestarles atención, que haces esto por vicio, que ha sido un placer y que adiósmuybuenas, que fue bonito mientras duró.

Para el que no lo sepa, actualmente para encontrar un trabajo en el que haya implícita la difusión de un producto, te piden que vayas con una audiencia mínima que pueden ser, fácilmente, 20.000 seguidores en tuiter.

Pero, jo, oye, que al mes te escriben y resulta que te dicen que sí, que te van a publicar el libro. Te van a publicar el libro. ¡QUE TE VAN A PUBLICAR EL LIBRO! Y te mandan un contrato para que lo firmes. ¡La releche! Chúpate esa, Cervantes, que aquí va el tal Yoslec a por su hueco en la historia. No, perdón: en la Historia.

Y lees el contrato.

Ay.

Supongo que es un contrato tipo enviado por una máquina, ya que nadie (NADIE) ha hablado contigo, ni se ha presentado, así que lo lees atentamente y descubres que el trato que te ofrece esta editorial es, más o menos, el siguiente:

La editorial madre te deriva a una editorial subsidiaria residente en internet en la que, a cambio de un porcentaje ridículo de las ventas (supongo que el habitual, eso no importa), te comprometes a costear la publicación de tu libro, hacer la promoción y, además, te vinculas intensamente con ellos (ánimo, emprendedor, que tú puedes) mediante la compra de no sé cuántos ejemplares impresos que deberás vender por tu cuenta. Nada, hombre, sólo son unos cientos de euros. Luego, ellos lo colgarán en sus redes y, hala, a hacerte rico si alguien es capaz de encontrar tu enlace por ahí perdido en el fondo del océano digital. Maquetación, corrección y demás cosas sin importancia, se cobran aparte.

¡Tachaaaaaan!

Así que, pensando, pensando, puedes llegar a sospechar que si a este tipo de empresas le llegan unos cuantos manuscritos al mes y su respuesta sea la de que el autor invierta su dinero, resulte que este tipo de empresas se dediquen precisamente a cobrar por las ganas de publicar de los cientos de ilusos que enviáis manuscritos. Y eso puede ser realmente rentable.

Insisto en que te ganas la vida con otras cosas (mucho, mucho, mucho) más terrenales que eso de la literatura, así que lo de ganar dinero vendiendo libros es secundario (es más, la versión que se ha acabado publicando en kindleunlimited vale 0'00 €). De verdad, es secundario, que esto no te va a sacar de pobre. Por lo tanto, les contestas con una sencilla pregunta: Si no te conocen, si no te han visto, si no han hablado contigo, si no te corrigen ni las comas, si no te dirigen, si no te aconsejan, si no te promocionan, ¿cuál es su trabajo? ¿Venderte tus libros a ti mismo? Y, sobre todo, ¿qué diferencia hay entre lo que te ofrecen y una autopublicación en un gigante como KDP-Amazon, aparte de que en Amazon no te cobran por publicar?

Si esto te llega a pasar con dieciocho años, seguramente habrías picado. Habrías puesto dinero y todo tu empeño, ilusión y ganas, y a lo mejor incluso habría salido bien por pura chiripa, pero es algo muy difícil, sobre todo si no hay un editor que te conozca y te guíe. 

Pasan los meses y como parece ser que el robot no sabe contestarte a esa sencilla pregunta, te planteas el reto de contestártela a ti mismo. ¿Cómo? Pues publicando por tu cuenta una recopilación de doce mentiras, a ver cómo se hace y qué resultado da.

Y así nace "Maquillaje, flores y otras mentiras", como una prueba de algo que nunca había estado planeado, pero una prueba que ha salido sorprendentemente bien y que te encantaría que alguien más leyera, aunque solamente fuera para que esas historias tuvieran otros lugares donde vivir. Son ciento veinticinco páginas en papel (no sé su equivalente en la versión digital), unas treinta mil palabras hechas de insomnio sin ninguna pretensión más que la de contar historias.

Para acabar, algo importante: Hay editores que sí son editores, gente que vive de dar voz al escritor y que sabe dirigirlo en la dirección correcta, y ojalá que gigantes como Amazon no acaben con ellos porque si no, la calidad literaria se cambiará por la cantidad literaria, y, aunque siempre es bueno que la gente escriba, también es bueno que escriba bien.

Y así ha sido la historia del nacimiento de este librito de bolsillo, sin más pretensión que la de mostrar cómo hay gente capaz de aprovecharse de la ingenuidad de otros, pero también que hay formas de seguir adelante sin recurrir a ellos.

Ah, y si alguien lee el libro, ánimo. Espero que le guste.


martes, 28 de julio de 2020

AIRE

nota: relato seleccionado para la publicación de los textos del V concurso literario de microrrelato Comarca de cuencas mineras bajo la premisa de "pandemia" de 2020.

En cuanto el montacargas llega al nivel de la calle, sale corriendo, se arranca la mascarilla, tira el casco, se arrodilla y aspira el aire como si fuera el mismísimo néctar de los dioses, boqueando como un pececillo fuera del agua. Con la cara manchada por el polvo del carbón, no se distinguiría de los hombres que han subido con él si no fuera por la ropa de marca (ya negra en origen), por esa espléndida barba (antes rubia, ahora negra, como todo lo demás en su cara) y por el terror que se adivina en sus ojos (antes, azules, ahora, rojos).

Los hombres que le rodean son veteranos, de esos que se mueven despacio, gente que ha aprendido que el turno en el pozo es largo y que lo mismo da llegar un minuto antes que un minuto después, pero que, pase lo que pase, hay que llegar. Y así, entre toses y algún que otro cigarrillo, esperan a que el pececillo barbudo deje de lloriquear. Cuando acaba, uno de los hombres se acuclilla para hablarle cara a cara.

—Ahora, chavalín —le dice—, cuando tus amigotes se vuelvan a quejar en el bar de que lo peor del confinamiento es cuánto les molesta la mascarilla, o lo difícil que es pasar días encerrado en casa mirando por la ventana, o que tienen derecho a salir a tomar el sol para no llegar blancos a la temporada de playa, o de lo pequeño que es su balcón para respirar aire, me haces el favor de contarles lo que has sentido tú cuando te hemos bajado al pozo y a ver si así les callas la boca, que nosotros estamos cansados de oír tanta tontería y ya no tenemos edad para andar partiendo caras en los bares. —Se incorpora y, junto con sus compañeros, se dirige lentamente hacia el montacargas—. Y recuérdales —le dice justo antes de que se cierre la puerta— que sólo te hemos tenido abajo cuarenta y cinco minutos, y que como no dejen de quejarse de bobadas, otro día nos traemos a otro amiguín tuyo y le hacemos pasar abajo un turno completo.

miércoles, 22 de julio de 2020

UNA OPINIÓN SOBRE LA EFICACIA

Cuando en las noticias empieza la sección de sucesos, suelo ser bastante rápido desconectándolas. No es que no me interesen los casos truculentos, o que mi elevada calidad moral me impida regodearme con el morbo de la desgracia ajena, sino que la forma en que se abordan estos temas es tan poco respetuosa que prefiero no enterarme de quién ha matado a quién, y mucho menos cómo. Esto último es lo que más interesa, por lo visto, pero a mí me aburre y no me aporta nada, así que desconecto.

Pero el otro día fallé en la desconexión y me tragué una sección entera de higadillos y vísceras en la tele: peleas de bandas, asesinatos, la inevitable foto del alijo incautado por tal o cual policia, etc, etc, etc. Quiero pensar que en la tele cada vez son más rápidos incrustando esta sección entre otros temas más aburridos y que por eso no lo pude esquivar, pero también puede ser que me esté volviendo lento y que estas secciones me acaben enganchando cada vez más.

También debería decir que estas noticias realmente son las más humanas de todo el informativo, ya que tratan de personas y no de instituciones, o bancos, o gobiernos, o cosas completamente etéreas.

Me llamó la atención un caso en concreto: en no sé qué sitio, un chico ha matado a una chica, lo ha pillado la policía, él ha confesado y se encuentran en fase de juicio. Nada nuevo. En la tele se podía ver un grupo de personas fuera de los juzgados mostrando su dolor, su ira y su rabia contra el presunto asesino, u homicida, o como quiera que se le llame a alguien que mata a otro. La reportera de turno se lanza hacia el montón de gente y da con la hermana de la asesinada que, triste y resentida, le informa de que están pidiendo justicia mediante la aplicación de la Prisión Permanente Revisable para el acusado porque es la más eficaz en estos casos.

Vale. Aquí sale la víscera. A mí el acusado me da lo mismo, el caso es completamente desconocido para mí y, sin embargo, siento que tal y como me han contado la noticia, tengo que salir a la calle a prender fuego a los criminales y, de paso, a ese gobierno blandengue que los deja salir vivos. Por no hablar de los jueces corruptos que los condenan a condenitas de solo treinta años, los abogados millonarios que se forran cobrando de narcos, el sistema amañado para los ricos, la casta, la opresión, el hambre en África, el cambio climático, los veganos y la derrota de mi equipo de fútbol.

Todo, así comprimido en un instante, me da ganas de coger una antorcha, una soga y colgar por determinado sitio a ese asesino. Me indigno, se me revuelve el alma ante semejante drama repetido tantas veces... y yo aquí me bajo. 

A ver, que a lo mejor las cosas hay que pensarlas un poquito.

Para empezar, me gustaría acabar de una vez por todas con los eufemismos. La Prisión Permanente Revisable es la cadena perpetua. Per-pe-tua: Pa-ra-siem-pre. O, por lo menos, hasta que alguien la revise y diga que, bueno, que ya no es necesario y que el condenado puede salir. O sea que estar unos años encerrado (EN-CE-RRA-DO) parece ser que es poco y, ya puestos, que sea para siempre. O sea EN-CE-RRA-DO-PA-RA-SIEM-PRE.

Así visto, me gustaría saber para qué sirve la cadena perpetua. Se supone que la prisión en nuestro país tiene una función reformadora. O sea pillamos a un chorizo y lo metemos en una institución durante un tiempo para que se dé cuenta de que robar está mal. O algo así. Muy diferente es lo que hacen en otros sitios, donde se castiga al condenado, que no es más que una venganza, un ojo por ojo que implica que no confían en la reforma moral del condenado, sino que asumimos que es un mierda inútil y canceroso para la sociedad y lo condenamos a latigazos, galeras, desmembramientos, castración, o, incluso llegado el caso, la muerte. Muchos países aplican el ojo por ojo y ya vemos sus resultados. Encerrar a alguien para siempre entre cuatro paredes equivale a olvidarse de la redención, o la reforma, o lo que sea, y asumir que esa persona ya no es una persona, sino un mueble que estorba y del que ya no queremos saber nada nunca más.

Así visto, la cadena perpetua es una venganza contra el condenado que, además, sirve para que la sociedad se pueda olvidar de que hay gente mala por la calle.

Pero yo creía que lo que necesitamos es justicia, no venganza.

Y, claro, aquí nos topamos con el reportero que le pone el micro a los familiares de la víctima. Inevitablemente, éstos le dirán que quieren que se haga justicia, pero no es verdad, no puede ser verdad. Es imposible pedir justicia cuando han matado a tu hermana (o a tu hijo, o a tu madre, o a quien sea) porque como ser humano, sólo puedes pensar en la venganza. Y no una venganza cualquiera, sino algo realmente cruel, con sufrimiento y durante eones, para que ese malnacido que ha matado a tu familiar, sufra, sufra y sufra. Es lógico, es humano, es imposible de evitar. Por eso los reporteros se lanzan a por los familiares: saben que tienen carnaza fácil. Y todo se llena de peticiones de justicia, pero no es verdad, no puede serlo: lo que vemos es dolor e ira, y eso sólo lleva al ojo por ojo, a los latigazos, a las galeras...

Pedir justicia es pedir que un juez imparcial aplique la ley de manera que la pena sea proporcional al delito, pero es imposible querer que el asesino de tu hermana se reforme y sea un buen chico en pleno juicio. No puedes pensar en que debajo de ese acto tan (in)humano pueda haber capas de justificaciones, atenuantes, eximentes o incluso justificaciones.

Lo que ya no sé es qué puede pasar por la cabeza de cada uno cuando el tiempo nos permite reflexionar y ver todo ese proceso con cierta perspectiva. Puede haber arrepentimientos, puede haber sufrimiento por parte del asesino, o puede que no y que todo le importe un rábano. Puede haber perdón por parte de la familia de la víctima, o puede que no, y que sigan pidiendo venganza. Para eso existen los legisladores y los jueces, para aplicar esa reflexión en el momento del juicio y (en teoría, claro) hacer justicia, no venganza.

Ese "después" nunca sale en las noticias. Bueno, sí: cuando la cosa se tuerce y sale mal, como en el caso de los reincidentes.

Y por último, todo este rollo se cierra con el comentario de la pobre hermana: "pedimos la prisión perm... la perpetua porque es la condena más eficaz".

¿Eficaz?

Pues lo siento, lo siento, lo siento mucho, pero cuando ese criminal que no merece haber nacido mató a tu hermana, ya había cadena perpetua, y no evitó que la matara, al igual que en esos países donde existe la pena de muerte y que, sin embargo, sigue habiendo crímenes atroces. Así que, ¿de qué sirve pedir una cadena perpetua más que como venganza? ¿Dónde está esa eficacia? No es eficaz, no, y este caso en concreto lo ha vuelto a demostrar.

En fin, que no era más que un suceso pequeño dentro de una sección, algo que ha arruinado la vida de varias familias, pero que no ha merecido más que treinta segundos en un informativo que necesitaba rellenar de lágrimas un bloque informativo. Lo que yo vi no era más que dolor, ira, tristeza y un reportero con un micrófono. Un momento malo, muy malo, muy doloroso y muy personal. Algo efímero que variará mucho con una reflexión realizada a lo largo del tiempo, pero que no merecerá su desarrollo en una sección de las noticias.

Lo malo es que en esos pequeños momentos irreflexivos tan dolorosos aparecen esos que todavía no he nombrado por aquí, rebañan de esa sopa de enfado y se dedican a cosechar votos.

Y luego, les votaMOS. 

Y así nos va.



lunes, 8 de junio de 2020

AGUA, ARCILLA Y CONFUSIÓN

Terminado el cuarto álbum. Esta vez es rock sencillo.

 

También está en una lista de youtube:

https://www.youtube.com/playlist?list=PLfIUowGQRK23BxKbSL6ia4JujXqIS5t2a

viernes, 15 de mayo de 2020

BARRO


Una pequeña escapada a la canción cantada.



Quisiera creer en angelitos blancos 
flotando en nubes de algodón 
y en un justo descanso. 
Resulta que yo prefiero al ser humano 
sin importarme su color 
con tal de que no pise a sus hermanos. 

Quisiera creer en un juez sensato 
que juzga por tu corazón 
y no por cuántas veces le has rezado. 
Quisiera creer que los que han comprado 
su alma a golpe de talón 
cosecharán el daño que han sembrado. 

Barro, somos barro 
Agua, arcilla y confusión. 

Quisiera creer, y aunque lo he intentado 
no veo ninguna razón 
para ser un esclavo. 
No quiero vivir según los dictados 
de un libro lleno de dolor 
que sólo salva si obedezco o pago. 

Barro, somos barro 
Agua, arcilla y confusión. 
Barro, no somos más que barro 
Con alma y sin deberle nada a ningún dios...