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miércoles, 25 de septiembre de 2024

SEMÁNTICA MODERNA

Hace tiempo que mi hijo mayor necesita cambiar su chaqueta. Ahora es más un trozo de pellejos unidos por un montón de agujeros que una chaqueta en sí. La chaqueta, no mi hijo. Con la excusa, a lo mejor incluso yo me compro una, que falta me hace.

Por eso ayer, al pasar delante de una tienda de un centro comercial y ver un montón de chaquetas del estilo que le gustan al chaval, entré a mirarlas. Como siempre, iba con prisa, pero como no había nadie y sólo quería tocar el tejido para ver cómo andaban de consistencia, no me importó entrar.

Suelo ir a los centros comerciales a las horas no comerciales, así que estaba solo en la tienda. Como es lógico, se acercó a mí la dependienta y me ofreció su ayuda. Le pregunté si aquellas chaquetas en concreto eran de piel o sintéticas. Me explicó un poco cuáles sí y cuáles no, y me ofreció traerme otras tallas para que me las probara.

-No, gracias -le dije-, si ni siquiera es para mí, es para mi chaval.

Vale.

Según salían de mi boca, aquellas palabras sonaban a otra cosa diferente, y tanto ella como yo nos dimos cuenta. Pude ver con claridad cómo en el cerebro de aquella pobre chica se formaba la imagen de un viejo verde que se ha echado como ligue un chaval joven y que le está buscando un regalo, pero se repuso y siguió explicándome el tema de las chaquetas un minuto más. Yo, por mi parte, a punto de la carcajada, no le saqué de su error y me retiré lo más dignamente que pude. A fin de cuentas, los dos hemos conseguido hoy una buena anécdota que contar.

A ver qué cara pone el día que vaya con mi chaval a comprarla.

lunes, 8 de julio de 2024

ÉTICA TEXTIL

El otro día me convertí en turista. Intento ser un turista de los buenos, si es que eso existe, ya que no me alojo en zonas residenciales, sino en hoteles, no doy la tabarra por las noches, soy discreto, intento ocupar poco y me gusta mucho el tema cultural local. Vamos, que intento no molestar ni, mucho menos, interferir en el desarrollo de la vida local.

Pero hay cosas inevitables. Unas son propias (cámara al cuello, acento o idioma extraño en el lugar de origen, despiste general, etc), pero otras son ajenas. La cosas propias se pueden disimular un poco y, con un poquito de esfuerzo, las puedes controlar. Pero las ajenas...

En este caso, la cuestión ajena es una camisa digna del peor turista gringo de la historia. Una camisa verde chillón con una especie de gorila-pies grandes metido en un flotador de flamenco rosa. Rosa chillón, por supuesto. Cualquier parecido con la discreción, es pura fantasía.

Esta camisa forma parte de un conjunto de varias camisas similares que repartió un miembro de la expedición a modo de regalo entre los diferentes pardillos masculinos de la expedición (cobarde, con ellas no se atrevió...) y que a todos nos hizo muchísima gracia. Asumimos nuestro papel de turista estúpido y nos disfrazamos de ese personaje asumiendo su personalidad.

Durante un día entero nos paseamos por la zona dando el cante de una manera horrible.

Y, claro, esto entra en conflicto ético con mi forma de comportarme en zonas foráneas. Insisto en que dábamos el cante a niveles metafísicos. No hacíamos el burro, pero dudo mucho que a nadie le cupiera duda ninguna de que éramos de fuera.

Y estúpidos, claro.

Desde entonces tengo ese runrún en la cabeza, o en el alma, o dondequiera que se esconda la ética para provocar remordimientos, y me da cargo de conciencia haber ido a molestar. Que no, que no molestamos, que era una zona 100% deshabitada por gente local (sólo hoteles y ocio) y no molestamos más que a otros tan idiotas como nosotros, pero me sigue picando haber caído tan fácilmente en esa hipocresía.

Porque, claro, ¿me gustaría que un gilipollo se pasease de esa guisa por mi pueblo? Bueno, lo hacen, y nunca me ha importado la facha de la gente, pero ir con esa declaración de intenciones por la calle... ay, qué dilema moral.

Por lo tanto, he decidido asumir mi condena. Por lo menos para rascarme el prurito ético. De alguna manera tengo que asumir ese vestuario como una penitencia y voy  a hacerle caso a mi abuela, que me decía que los domingo en el pueblo hay que llevar camisa.

Así que, pueblo, este verano iré todos los domingo bien guapo.

 

Si esto no es ganarse el cielo...
 

domingo, 30 de junio de 2024

ENVIDIA CANARIA

El otro día estuvimos en Gran Canaria. Por hacer la tontería, fuimos a ver un pueblo que se llama Tejeda y que está en el centro del medio de la mitad de la isla, a sesenta kilómetros de la punta sur de Maspalomas, nuestra base de actuación. En el grupo hay gente mayor y niñas pequeñas y no nos interesa meterlos en una excursión aburrida de horas de coche. Sólo son sesenta kilómetros, pero en el navegador nos indica hora y media de viaje, así que sospechamos algo raro. Preguntamos al de turismo y, con una soltura y una tranquilidad absolutamente aplastante, nos dice que eso no es nada, que la realidad es que se tarda alrededor de una hora.

Pues dos. Al final tardamos dos horas en llegar. Una carretera espectacularmente bonita con una velocidad máxima de 40 km/hora y el coche, como mucho, en segunda, millones de curvas ciegas, pasos estrechos... y dos niñas mareadas. Una juerga, vamos.

Quizá el de turismo entendía la hora canaria como un concepto más dilatado. Quien dice una, dice dos, o dos y media...

El pueblo, muy bonito, preparándose para un festival nocturno, con guirnaldas, banderines, altavoces en preparación de conciertos, etc. Unas vistas espectaculares, algo de comer y, hala, media vuelta al hotel, que son otro montón de curvas por delante. En esta ocasión sólo paramos una vez y no tardamos dos horas, quizá una y media pasada o así. Al llegar al hotel, paramos el coche y sólo podía pensar en tomarme una cerveza bien fría. Por favor, qué cansancio de viaje. 

En esas que estamos descargando gente y cosas y oigo esa frase que todo turista está encantado de oír :"¡Ay, que no encuentro la mochila!" Bueno, no pasa nada, una mochila con cosas... Ay, que, entre otras cosas, estaban las carteras de mi señora y de un servidor. Sin dinero reseñable, pero con la documentación completita, la tarjeta de crédito, la tarjeta de la seguridad social, la tarjeta de identificación digital, las llaves del hotel, etc, etc, etc. La tarjeta del Carrefour no estaba porque para el viaje sólo llevábamos lo imprescindible.

En fin. ¿Qué hacer? ¿Nos la han robado o la hemos perdido? Por el ambiente del pueblo, más parecía ser que la hubiéramos perdido, así que nos montamos en el coche tal cual y, hala, a correr de vuelta al pueblo. 

En esta ocasión el viaje duró poco más de una hora. Las curvas eran más rectas, el tráfico más fluido, las cuestas menos empinadas, los paisajes ni se mostraban. Lo que hace la adrenalina. Aun así, en esa hora y pico larga nos dio tiempo a hacer varias llamadas telefónicas:

Primero, a la policía local del pueblo. Pero no contestaban, por supuesto.

Luego, a los locales donde habíamos comido o estado. Pero no tenían ninguna mochila.

Luego, a la desesperada, a la policía nacional. Pero a la canaria, claro. Y ahí, lo mismo que con el de turismo, apareció ese deje de urgencia canaria que, más o menos se resume en que nos dijo que oiga, hay mucho carterista y tienen que andar con cuidado. Ya, ¿y qué hacemos sin DNI para volver en avión a casa? Pues nada, se hace uno provisional. Ah, vale, ¿ahi, en su comisaría? ¡No, no, no, en el aeropuerto, mujer, en el aeropueeeerto!

Luego, por probar, a la benemérita. Y ahí salió un contestador. Si quiere denunciar no sé qué, pulse uno, si es por un tema de armas, dos, si es por algo agrícola, tres, si es porque está aburrido, cuatro... y así hasta seis o siete opciones. Si no, espere. Y esperamos. Y al rato, la respuesta fue: el número al que llama no responde, vuelva a intentarlo más tarde. Click.

Como para morirse estamos.

La cosa es que llegamos al pueblo en un ti-tá y bajamos a la plaza. Revisamos los sitios y, como no había nada, preguntamos a un puesto de comida ambulante, churros, y esas cosas. ¿Han visto una mochila, o se la han entregado o algo así? Pues no sé... pregúntale al compañero, que lleva toda la tarde aquí. Y el compañero es otro puesto, un camión de comidas altísimo donde hay un chico al que le hacemos la misma pregunta. Pues no sé... no... creo que no, y no nos han dado nada, no... vale, grac... ¡Espera! En esas que del interior del puesto sale su compañera y dice: Oigan, que sí, que unas mujeres han encontrado una mochila y se la han dado al guardia. Y al ver la sonrisa en la cara de mi angustiadísima mujer, el chico nos suelta: Haaaala, ya pueden respirar.

¿Y el guardia? Hay un coche de la policía, pero no está en él. Ah, se habrá ido con la banda., nos dicen los del camión de comida. Pues hala, busquemos el sonido de la banda de música, a ver por dónde andan en un día de pasacalles. Los encontramos al final del pueblo y vimos a dos policías, uno cada lado de la calle. Me acerqué a uno de ellos y le pregunté por la mochila. Sí, me dice, la tengo en el coche. Nuestra sonrisa se hace de un kilómetro de ancha, pero añade: ahora les atiendo, espérense un poquitín. Y es que estaba hablando con un parroquiano, a ritmo canario, por supuesto. Nos comía la impaciencia, pero bien pensado, el caso está resuelto, Sherlock, así que según la mentalidad del detective, se acabó la novela y no pasa nada por esperar.

Nos fuimos a una sombra a que acabase de debatir aquello tan importantísimo que estaba debatiendo.

Al rato vino y nos llevó hacia el coche patrulla, que estaba al oooootro lado de la calle. Al otro lado a lo largo, no a lo ancho, se entiende. Caminamos un rato a paso... uh, pausado, y a medio camino se paró a hablar con la gente que estaba sentada en las terrazas de los bares que nos íbamos encontrando. Y volvimos a esperar, claro.

Cuando llegamos al coche patrulla, abrió la puerta, sacó nuestra mochila (sí, era nuestra mochila) y nos la dio tan pancho. Ni preguntó qué había, ni comprobó si era nuestra. Estaba todo, efectivamente, y le iba a enseñar mi dni para que viera que sí, que era nuestra, pero sonrió, nos dijo que ya podíamos estar tranquilos, cerró el coche y, hala, mil gracias, a otra cosa mariposa.

Volvimos por la plaza donde estaban los puestos de comida y desde la atalaya del altísimo camión nos vieron pasar los dos que nos habían indicado lo del guardia. Levanté la mochila en alto para que la vieran y les dimos las gracias, a lo que el chico nos dijo: ¿Ven?, si es que los canarios somos muy buena gente.

Y viendo su tranquilidad, su forma de enfrentarse a las cosas y, a pesar de que es una mentalidad tan opuesta a la nuestra que inicialmente son capaces de provocarte un infarto, debemos reconocer que sí, que esa actitud es realmente la correcta y que sí, que son buena gente. 

Es más: yo, de mayor, quiero ser canario.

 


Postdata: el viaje de vuelta fue mucho más tranquilo, con la puesta de sol como si la hubieran pintado adrede, las maravillosas vistas sorprendiéndonos tras cada curva y cada valle, el Teide al otro lado del mar, a contraluz, con su nube enganchada en la cumbre, la tranquilidad de haber resuelto un problemón... y con una actitud frente al reloj tan propia del lugar, que si alguien me preguntara cuánto tardamos en volver, podría jurar que más o menos una hora.

o dos...

o dos y media...

¡Qué más da!


miércoles, 8 de mayo de 2024

SOBRE LAS APARIENCIAS

 El otro día una cliente nos pidió que le resolviéramos un problema de su edificio. Tienen goteras, han presentado el ayuntamiento documentación, planos y demás elementos de tortura para solicitar licencia y en el ayuntamiento les han dicho que todo lo que han presentado está mal porque, entre otras, cosas, eso lo tiene que presentar un técnico (un arquitecto en este caso) con la documentación correcta y con el visado correspondiente del colegio profesional que toque.

O sea que después de pedir licencia, hablan con el arquitecto, como es habitual.

La cosa es que me han enseñado la documentación que han presentado y, efectivamente, no cumple ni con la norma, ni con nada de nada, como es lógico, ya que no se dedican a esto de la aquirdocumentación, que es una disciplina en sí misma. Mi trabajo es hacerlo todo desde cero.

Concretamente, los dos planos que, se supone, estaban a escala y bien medidos, se parecen a la realidad... relativamente. Digamos que hay diferencias de medición de hasta medio metro. Además, no son planos técnicos y no aportan la información que tienen que aportar: dimensiones, cotas, secciones constructivas, tipos de material, modificaciones respecto al estado original, etc.

Estos planos los ha hecho una (valiente) vecina que es diseñadora gráfica y que sabe de dibujos, pero no de planos. 

Se los he enseñado a una compañera, también arquitecta, y me ha dicho que son planos muy bonitos. Que le gusta mucho lo de los colores que tienen y la composición y todo eso. Mi respuesta ha sido de estupor: son dibujos que no valen para nada a nivel profesional. No son planos. Serán composiciones, representaciones artísticas, cuadros coloridos... lo que quieras, pero no son planos. Es más, gracias a esos "planos" el constructor hace lo que le da la gana con el presupuesto, la norma se la pasan por determinado sitio, el ayuntamiento abre un expediente, los vecinos se enfadan, la autora se lleva un chasco inaguantable, etc, etc, etc.

Pues me ha dicho que le da igual, que tienen colores muy bonitos y que le gustan.

El debate ha seguido un rato y no lo voy a desarrollar, pero todo esto me lleva a pensar en la cultura de la apariencia y cómo nos está ganando terreno a marchas forzadas. Da lo mismo que te desgañites mostrando la realidad, que si las apariencias de algo que no sirve para nada son interesantes, serán la siguiente realidad. Con todo, en todos los ámbitos y a todos los niveles: hay que APARENTAR. ¿Que luego todo sale mal y tienen que venir los que saben a resolverlo? Da lo mismo, ya se arreglará, lo importante es ese primer golpe de apariencia.

Y así nos va.

Quizá si pusiera otro tipo de letra, con colorines, un par de gráficos y alguna cosita de esas que se mueven para llamar la atención, alguien leería esto que acabo de escribir, pero, total, para la pinta que tiene...

domingo, 13 de diciembre de 2020

NO ES OBSOLESCENCIA

Gracias, compañías de consumo. Gracias por salvar el planeta, por ser los activistas número uno, por hacerlo tan solapadamente, por ser discretos y, sin embargo, luchar para que esta sociedad sea cada vez menos consumista.

Pero me he dado cuenta de lo que hacéis y os quiero dar las gracias. Sí, sé vuestro secreto, sé que tenéis alma y que lucháis para que el consumidor sea responsable y, ya que no nos damos cuenta del daño que hacemos con esta cultura de usar y tirar, nos estáis haciendo entender que vuestros productos y servicios son inútiles con la sencilla táctica de hacerlos cada vez peores.

Oh, sí, y no es cosa de abuelo Ceboyeta eso de “antes la cosas se hacían mejor”, no, no, no. No sé cómo se hacían antes, así que sólo puedo comprobar cómo las hacéis ahora y, sinceramente, las hacéis todas mal.

Hace años, muchos, años, que no compro nada que salga bueno a la primera. Ni a la segunda. A veces, la solución de la basura es la mejor. Basura, sí, y te ahorras disgustos. Hace años que todos mis productos de electrónica presentan problemas de configuración de software, o de hardware o de ambas cosas a la vez. Y no a los meses o dos años, cuando acaba la garantía, sino desde el mismo momento en el que los pongo en marcha.  Hace años que todos los cacharros físicos que compro presentan muescas, o fallos, o dejan de funcionar misteriosamente, o son directamente una engañifa. Y no hay que ir a complejos electrodomésticos, no: el propio papel del váter falsea sus metros, falsea sus grosores, falsea sus capas, todo es falso. Imagina qué no estará ocurriendo en las tripas de mi impresora, esa que nunca ha conseguido dar bien la vuelta al papel, o mi televisión, que se vuelve loca con el ancho de pantalla cuando llegan los anuncios, o mi microondas nuevo, al que le han desaparecido las barritas de los números para que tenga que andar adivinando cuánto tiempo lleva el cronómetro, o el lavavajillas, que decidió por su cuenta que el interruptor de encendido no tenía que funcionar por mucho que el técnico dijera que sí.

¿Y los servicios? Hace veinte años que voy y vengo de las diferentes compañías de telecomunicaciones que van y vienen por el panorama comercial, y nunca (insisto: NUNCA) he conseguido una conexión a la primera (escribo esto desde la conexión del móvil, ya que actualmente mi empresa suministradora de internet me tiene sin conexión), o el producto ofertado, o el precio pactado, o mil y mil fallos, descuidos o, directamente engaños a los que me han sometido. Y qué decir del gas, de la electricidad, del transporte colectivo, del coche privado…

Podría seguir, sobre todo si me remonto a mi infancia, donde las cosas que tenía también estaban mal, pero donde había una gran diferencia: tenía muchas menos cosas.

Muchas menos cosas.

Y esta reflexión viene a cuenta de que como mi carísima cámara réflex tiene un fallo desde su origen (tiene más, pero en unas configuraciones que no sé usar, por lo que no me importan, y eso que reclamé y me dieron un modelo nuevo, aunque también presentó el mismo fallo al poco tiempo) que ahora la hace imposible de utilizar en su modo más básico, he decidido empezar a pensar que a lo mejor podría darme el capricho de comprarme una nueva. Sí, la primera “cosa” de capricho que me voy a comprar desde… uf, pues desde la cámara vieja, creo. Así que sí, puede que ronde por mi cabeza esa idea, pero a la vez, surge otra, mucho más potente, que se dedica a gritar que no, que no, que no, que compre la cámara que compre, estará mal, mal MAL, ¡¡MAL!!

Y ya no tengo fuerzas para reclamar nada. No puedo estar peleándome con los que me han dejado sin internet, los que me han dejado sin dial en el microondas, los que me han instalado una cocina que cojea, los que me vendieron un teclado musical que desafina, los que me han pasado una factura del gas correspondiente a otra vivienda, los que han perdido por octava vez la solicitud de ayudas para una persona dependiente de mi familia, los que me han cerrado la calefacción por error al hacer una obra en la oficina de al lado, los que me han arreglado el coche dejándome una puerta que cierra regulera, etc, etc, etc.

Así que no, no me voy a comprar nada. No puedo más y debo daros la razón: NO VOY A COMPRAR NADA. O sea que no voy a consumir, o sea que no voy a fomentar la destrucción de mi planeta, o sea que gracias a vosotros, voy a aportar mi granito de arena al contraconsumismo.

Parafraseando aquello de “no confundas con maldad lo que no es más que simple estupidez”, he llegado a la conclusión de que no debo confundir con obsolescencia programada lo que no es más que simple defecto de fabricación. En castellano, incompetencia.

Gracias por hacérmelo entender.

Gracias.

Postdata: este texto está escrito con un programa de código abierto, versión de hace más de diez años y, curiosamente, no ha fallado nunca. El de pago se me bloquea y paso de reclamar.

viernes, 20 de noviembre de 2020

INSULTO Y ODIO

El insulto no es deseable. Ojalá nadie se insultara, nadie ofendiera a nadie. Eso significaría que el mundo es chupiguay, hecho con los colorines del arcoiris pintado por unicornios rosas, y que nada nos molestaría de los demás, ni mucho ni poco.

Pero...

... hay veces que me hartas, que me tienes hasta el gorro, que me has hecho mal o, incluso, puede que hayas hecho daño a alguien a quien quiero. Me has ofendido, no te soporto más y, por un instante, mi instinto  animal -sin ánimo de ofender a los animales- desea que te atropelle un autobús dejando de ti nada más que una mancha pringosa en el asfalto. O algo así.

Pero...

... o porque soy un ser humano racional, o porque no tengo un autobús a mi disposición, dispongo del mecanismo de hacerte daño con la palabra y lo uso. Y te insulto. Sí, te insulto porque en ese momento te odio. Te desprecio, no te soporto, no te aguanto, púdrete, muérete, y, además, márchate con algún tipo de daño que te escueza un buen rato. No quiero que te vayas de rositas, así que te insulto a mala leche, con mala intención, sin reparar en remilgos ni correcciones. Te ofendo, te hago daño porque me da la gana, porque soy mala persona, porque soy débil y recurro al agravio, porque no tengo recursos dialécticos para hundirte con ironía afilada, ni puños fuertes para reventarte los morros con un buen sopapo. Ojalá no recurriera al insulto, del que casi todas -por no decir todas- las veces me acabo arrepintiendo.

Pero...

... acabo por insultarte. Y en el momento que lo hago me quedo a gusto y satisfecho. Y si, además, te hago daño, mejor para mí. Es un un placer pasajero y normalmente un error, pero en ese momento de odio, saco mi artillería y te insulto.

Pero...

¿...cómo debo insultar? ¿Es que hay normas? Puedo recurrir al insulto genérico, como imbécil, idiota, estúpido, o al más socorrido gilipollas, que de tantos apuros nos saca. Y puedo ponerle anejos, como puto gilipollas, o pedazo de imbécil, o recurrir a la composición poética de insultos varios, como estúpido de mierda, o el tradicional y entrañable tonto de los cojones.
 
Pero...

... puede que estos clásicos se me queden cortos, y entonces haya que recurrir a cosas más gordas, haciendo mención a madres, profesiones añejas o animalismos varios, e incluso combinar todo ello en una sublime frase digna de estudio literario.

Pero...

... ni estamos aquí para hacer literatura, ni para que admiren mi insulto, aunque hay grandísimos insultadores dignos de alabanza, sino para hacerte daño a ti. Y mucho, y como los insultos genéricos se me quedan cortos para según qué ocasiones, personalizo o, como dice esa manada de jipsterpollas, customizo mi epíteto adecuándolo a tu persona. No me conformo con llamarte hijo de no sé qué porque sé que te vas a quedar tan tranquilo o, por lo menos, no te va a doler tanto como si pudiera meterme por un resquicio de tu coraza y llegar a tu intimidad, así que busco un rasgo, una característica tuya y, a ser posible, una que sepa que es especialmente sensible para ti. Así que me meto con lo gordo que tienes el culo, pedazo de vaca, o lo gordas que son tus gafas, so cegato de mierda, o tu dificultad para pronunciar determinadas palabras, cacho tartaja de los cojones, o lo bajito que eres, puto enano, o... O lo que sea. Da lo mismo. Lo importante es lanzar un dardo muy punzante que te haga mucho daño a ti, que te deje sin palabras, sin respiración y que te duela mucho. A ti, y mucho, sí. Y por eso lo hago, para que te duela, atontao, que no te enteras. 

Pero...

... si de verdad te quiero hacer daño, puedo llegar al insulto brutal, a la humillación. No es sólo cuestión de ofender, sino de dejar una herida o, a poder ser, echar sal en una herida abierta, algo que rompa todos los puentes y que no permita reconciliación con el insultado ni su familia durante varias generaciones. Además, puedo conseguirlo atacando lo evidente, sin necesidad de conocerte demasiado. Incluso puedes ser un completo desconocido al que quiero insultar. Si sólo veo tus enorme orejas y no te conozco de nada, no me puedo meter con tu alma, pero sí con tus evidentes soplillos de Dumbo. Y, así, al que tiene el color de su piel diferente al tuyo, por ejemplo de color negro -o muy oscuro- le llamas simplemente negro torciendo la boca, como si te repugnara la sola palabra, y encima lo dices despacio, para que se dé cuenta de que no hablas de un color, sino de una categoría de ser humano menos valiosa que una cucaracha; o al chaval acogido en un centro de menores que no tiene para pagarse un bocadillo le sueltas un silbante y sencillísimo muerto de hambre; o directamente atacas a cada una de las nacionalidades que puedan surgir, como a los gabachos, a los alemanazis, a los moros, a los gringos, a todos los sudacas, a los chinorris... madre mía, ¡que orgía de destrucción, qué arte para el dolor! Y, sí, son insultos que se aprovechan del racismo, de la xenofobia, del género, de la ideología, sí.  

Pero...

... parece que, en un mundo que ya no tiene privacidad, se nos olvida que si es un insulto ad hoc, llamar gafotas a alguien no es despreciar al colectivo de gafotas. Lo que pasa es que a esa persona sé que le hace mucho daño que le recuerden que no ve tres en un burro, y el resto de cuatroojos del mundo me da igual porque lo que quiero es hacerte daño a ti, y solo a ti, y que sufras. Si a ti te molesta que te digan que tienes el pelo rubio, es un problema tuyo, ya que a mí no me molesta, pero como a ti sí, te llamaré rubio-rubio-rubio hasta que llores. Porque te estoy insultando y quiero hacerte daño. Es imposible ser políticamente correcto a la hora de insultar porque, precisamente, el insulto hiriente es la propia definición de la incorrección.

Pero...

... resulta que ahora mismo todo el mundo está escuchando, e insultar ofende no sólo al insultado, sino al que se siente representado. Todos los culogordos del mundo nos sentimos mal cuando se lanza ese insulto durante una pelea de borrachos en un remoto pueblo de Siberia, al igual que todos los birojos, los enanos, los cojos e, incluso, especies completas, como travelos, maricones, locas, fachas, nenazas, histéricas, machitos, subnormales o -perdón- políticos de todos los colores, y aquí es donde aparece el problema del insultador. Yo no soy nadie, y en una conversación privado-insultadora puedo llamarte lo que me dé la gana y quedarme a gusto conmigo mismo, con el consiguiente riesgo de que me devuelvas el insulto -o un buen sopapo, aunque eso es otra categoría del increíble repertorio de sistemas de comunicación que tiene la especie humana- pero si tengo voz pública, si soy alguien, si represento a un colectivo, a lo mejor tengo que andarme con ojo, porque si me enfado contigo, so torpe, y te deseo el destierro por patoso, puede que alguien entienda que todos mis seguidores deben dedicarse a desterrar a las personas que son poco hábiles por pura convicción ideológica, como axioma, sin pensar que realmente a mí me dan igual los torpes del mundo y que sólo quería insultarte a ti, patoso de mierda. O sea que puede que si recurro a insultos de andar por casa no suceda nada, pero si recurro a las bombas atómicas, a los insultos de destruir toda relación tirando de racismo, sexismo, xenofobia y demás, puedo estar generando movimientos muuuuuuuuy peligrosos que nada tienen que ver con el insulto, sino con -perdón de nuevo- ideologías.

Pero...

... como no queremos que esto derive en una debacle de muerte y destrucción, como sociedad nos protegemos  con leyes que eviten que se pueda incitar a odiar a un colectivo. Recuerda que yo te odio a ti, sólo a ti, y te hago daño a ti -y a lo mejor sólo en este momento, que es habitual que se pase el calentón y mañana seamos tan amigos otra vez-, pero si aprovecho que te insulto a ti para que mis seguidores empiecen a repartir palos a todo un colectivo, no estoy insultando, sino incitando a un movimiento de exclusión que, perdona que te diga, es despreciable. Y odio estos movimientos.

Pero...

... resulta que la incitación al odio ahora es, simplemente, delito de odio, y si te odio porque eres odioso, porque incitas al odio, porque eres un racista de mierda o un xenófobo repugnante, estoy cometiendo un delito, así que mi desprecio por ti, mi deseo de que no existas como colectivo es un delito, y no lo puedo evitar porque, sinceramente, te odio. Y te deseo eso del autobús - metafóricamente hablando, claro-, o cosas peores, y lo siento en mi razón, en mi pecho y en mi sentido común.

Pero...

... es un delito. O eso dicen. Como no soy un picapleitos de mierda, no sé leer leyes y no sé si desearte el mal porque eres uno de esos que apalean sintechos por diversión los viernes por la noche es un delito de odio, o si simplemente odiar es un delito. Quizá los loqueros deberían pronunciarse o, quizá y pensándolo mejor, callar y seguir a su aire sin meterse en estos jardines.

Pero...

... lo siento mucho, yo no soy nadie. Y casi nadie somos nadie relevante más allá de nuestros cuatro conocidos y familiares, así que si te llamo estúpida, so estúpida, no es porque sea un machista misógino patriarcoasesino homofóbico -que no te digo que no, que ya ni lo sé-, sino porque en este momento me la has liado y, como soy un inútil con las palabras o el razonamiento, un débil mental e incluso -qué ironía- un estúpido, he recurrido al insulto. Y te he insultado. Y aunque lo he hecho a gritos, nadie va a salir a la calle a gritarle a las estúpidas lo estúpidas que son, o a formar un contramovimiento contra los estúpidos como yo que llamamos estúpidas a las estúpidas como tú. Lo cierto es que, en general, la gente pasa de todo bastante mucho.

Pero...

... para eso están las redes sociales y -perdón otra vez- los medios de comunicación serios que les dan publicidad, para liarla, ¿no? Así que todos los días hay un colectivo herido por culpa de un comentario hecho por una putavieja de un pueblo de Albacete, o un grupo mancillado por un chiste de mal gusto hecho por un caraculo del barrio de al lado, o un honor maltrecho por una foto compartida en un grupo de jubilados de Minesota. Ruido, ruido, ruido que evita que nos fijemos en los problemas que hay tras las palabras: que el morodemierda es un chaval que ha tenido que huir de su país por esa cosilla del hambre y ahora tiene frío porque duerme en la calle, que la bacaburra es una chica con sobrepeso por culpa de la depresión que le ha provocado el hecho de no tener los huesos de las chicas de la tele y se pasa el día recibiendo mensajes horribles de sus compañeros de clase, que el menadeloscojones no es más que un niño que se saltó la infancia por esa cosilla de la guerra y que está a mil kilómetros de la última persona que tenía su cultura o que hablaba su idioma, o que el putoyonki no es más que un enfermo que no se puede permitir el lujo de asumir su realidad...

Pero...

... nos quedamos en el debate del insulto y el odio, que es mucho más fácil porque nos permite hablar, hablar y hablar sin decir nada, y legislamos el insulto mientras que no legislamos el hambre, el frío o el miedo. Como siempre, señalamos la Luna y nos quedamos mirando el dedo.

Pero...

... qué gilipollas eres  somos

lunes, 19 de octubre de 2020

DESPERTAR

Cree que es la primera vez que despierta, pero no es así. Despertar, lo que se dice despertar, puede haberlo hecho unas cinco veces más este último mes y medio, aunque su cerebro no ha sido capaz de retener el recuerdo. Eso sin contar las veces que ha abierto los ojos, o que ha movido las manos, o que incluso ha llegado a ser capaz de intentar hablar con alguien, aunque, tras tanto tiempo intubada, su garganta fuera incapaz de canalizar correctamente el aire. En su mente, todo aquello se ha almacenado como un mal sueño.

Pero esta vez parece diferente. Puede sentir cosas básicas, como el tacto de las sábanas o la temperatura de la sala, pero también dirigir la mirada a voluntad para darse cuenta de dónde se encuentra. Hay pitidos mecánicos procedentes de múltiples máquinas de las que entran y salen cables y tubos que, a su vez, entran y salen de su cuerpo. La luz es suave, pero todo parece brillar demasiado. Todo está muy tranquilo, pero hay un ruido extraño, rítmico, como de lija sobre una pizarra, que es incapaz de localizar y que la está volviendo loca. Cuando intenta mover la cabeza, que parece pesar unas dos toneladas, el ruido cambia de intensidad y es entonces cuando se da cuenta de que procede de su cuerpo, de su nariz, de su boca: es su respiración, que también depende de una máquina.

Se nota molida y siente como si tuviera una tonelada de piedras sobre el pecho, pero le sorprende lo relajada que se encuentra. Bendita química, piensa.

Con su despertar, el ritmo de los ruiditos de las máquinas ha variado. Alguna ha debido de enviar una señal de aviso a la centralita porque se nota revuelo al otro lado de las mamparas. Al rato se abre la cortina de plástico y aparece una especie de astronauta metido en una escafandra hecha de bolsas de basura y cinta americana. Empieza a hablarle, pero no se le entiende ni una palabra. Revolotea alrededor de la cama tocando los botoncitos de las máquinas, sus tubos, sus cables, sus brazos, y todo ello sin dejar de hablar como si estuviera metido debajo del agua. Otros astronautas igual de estrafalarios aparecen por entre la cortina de plástico y se dedican a revolotear, toquetear y parlotear como el primero, pero ella es incapaz de concentrarse en sus sonidos porque está fascinada con esos trajes amorfos hechos de retales de bolsas de la compra, de guantes de lavar platos, de gafas de buceo, de láminas separadoras de folios. Por el tono de sus voces, sabe que son hombres y mujeres, pero todos parecen una montaña de residuos reciclables por igual. Le da la risa, aunque a través de la boquilla que le cubre la nariz y la boca no asoma más que como una tímida sonrisa. Ellos, a ver ese gesto, sonríen con ella. O eso parece, puesto que tampoco es fácil adivinar sus expresiones tras la monumental montaña de plástico que les cubre. Le cambian unos líquidos por otros, le inyectan más líquidos en más tubos, le farfullan cosas y la dejan tranquila.

La nueva química empieza a sustituir a la antigua y su cerebro se empieza a despejar. Parece poder hilvanar dos pensamientos coherentes consecutivos, pero también empieza a sentir pequeños dolores por todo el cuerpo, aunque no le molesta demasiado porque prefiere tener la cabeza despejada y aclarar la situación en la que se encuentra.

Recuerda el hospital, el caos de las urgencias y los nervios. Recuerda la gente apelotonada en salas de espera forradas con cinta film de cocina, auxiliares desesperadas por encontrar un poco de cinta aislante para sellar un tubo, jóvenes médicos residentes desplomándose entre lágrimas recibiendo el ánimo de las enfermeras más veteranas y, sobre toda esa montaña de desconcierto, recuerda la tos. No sabe si es un recuerdo del día de su ingreso, pero está segura de que es el recuerdo del momento en el que fue consciente de que era ella la que estaba tosiendo y que estaba enferma. Es un recuerdo que se enlaza con el de estar tiritando recostada sobre una silla de ruedas rota mientras intentaba llegar a una zona aislada donde no contagiar a nadie y, sin embargo, no dejar de pensar que aquello no le podía estar pasando a ella porque tenía demasiado trabajo como para enfermar en aquel momento. Curiosamente, también pensaba en que se le había olvidado comprar la leche y que el desastre de su marido no se iba a acordar de comprarla desnatada, además de que tenían la reunión de padres del colegio de la niña. Es un recuerdo lleno de furia por la impotencia de no poder hacer trabajar un poco más. Luego, todo son imágenes dispersas: uniformes rosas, batas blancas, pijamas verdes, voces de hombre, de mujer, pinchazos y, finalmente, aire, menos aire, menos aire, aún menos aire…

Se abren de nuevo las cortinas de plástico y aparece otra de aquellas montañas de envases reciclados. Aparte del farfulleo y de los inevitables toqueteos a las máquinas, tubos y cables, le indica que le trae un folio envuelto en un plástico transparente y lo pega con cinta adhesiva en uno de los laterales de la cama para que ella lo vea. Le es difícil enfocar y concentrarse en leer, pero las letras que hay en ese folio son grandes, inmensas, coloridas…

De pronto se le va la cabeza, la piedra que tiene encima del pecho ha engordado una tonelada y no puede apartarla para respirar. Se ahoga, se ahoga. Suenan las alarmas de las máquinas, las cortinas de plástico se apartan de un golpe, entran los astronautas y todos, como una máquina que ha hecho este mismo trabajo innumerables veces, se mueven acompasadamente para aliviar aquel peso del pecho y que el aire entre en sus pulmones.

Esta vez es distinto porque sabe que se va. Sabe que sus pensamientos conscientes van a durar muy poco más y que existe la posibilidad de no volver a despertar, así que mientras se hunde en aquel mar de oscuridad que la está tragando, bracea desesperadamente buscando un flotador que le ayude a llegar a la superficie hasta que, por fin, su mente se aferra con las uñas a la imagen de ese folio pintarrajeado que está pegado en el costado de su cama y en el que, entre corazoncitos rosas, unicornios morados, lunas, estrellas y soles, hay escrita en letras mayúsculas una sentencia de vida por la que merece seguir adelante a toda costa: “Mamá: yo de mayor quiero salvar vidas. Voy a ser enfermera. Como tú.”


sábado, 26 de septiembre de 2020

LIMPIEZA

El limpiador es un hombre terriblemente desagradable. Insolente, maleducado, irrespetuoso, se aprovecha de que cuando recurrimos a él es porque no tenemos alternativa. Normalmente yo no trato con gente de esta calaña, pero en esta ocasión el objetivo a limpiar requiere que sea yo mismo el que organice la operación de limpieza.

Y él lo sabe.

Se aprovecha de estos momentos en los que tiene el control de la situación y se regodea haciéndome sufrir. No se ha limpiado los pies al entrar en mi despacho, no me ha dado la mano, no ha dicho un simple "buenos días", no ha esperado a que le indique el sillón donde puede sentarse y, sobre todo, no ha tenido la deferencia de esperar a que le ofreciera una copa, sirviéndose directamente una buena cantidad en un vaso con hielo.

Ahora está sentado en uno de mis sillones, tomando uno de mis licores, ignorándome por completo, saboreando mi nerviosismo como si fuera el humo de uno de mis cigarros. Lo tolero y en cierto modo me divierto con esta situación, pero no me gusta que estos muertos de hambre se atrevan a provocarme. 

-¿Qué hay que limpiar? -me dice cuando acaba de apurar la copa. Le muestro una fotografía que tengo en el teléfono y lanza un fino silbido al reconocer el objetivo-. Esto es muy serio. No esperen que las tarifas sean las habituales.

Estúpido. El dinero no es problema. O, por lo menos, no es problema en estas ocasiones ni para la gente que ha tomado esta decisión. ¿Quién se cree que puede ordenar hacer desaparecer al líder? ¿Un conserje, un encargado, un donnadie? Alguien con la capacidad de decidir acabar con la cabeza de todo un país nunca tiene problemas con las tarifas. Ayer, cuando me comunicaron la decisión de limpiar la presidencia, a nadie se le pasó por la cabeza pensar en las tarifas del limpiador. Es eficaz, sí, pero es estúpido.

Desecho su comentario con un tintineo de los hielos de mi vaso y me levanto esperando que se largue. No necesita saber más y no estoy para formalismos. No creo que necesite que le acompañe hasta la puerta.

Pero no se va.

Sigue degustando el licor, sentado cómodamente, aparentando que no ha visto mi gesto para que se largue de una vez de mi despacho. Frunce el ceño y finge pensar. Finalmente, cuando me resigno y vuelvo a sentarme ruidosamente, se digna a sonreírme y me hace la única pregunta que no debería hacer ningún limpiador:

-¿Por qué?

Es difícil que un limpiador, por muy bueno que sea -y éste es el mejor- me sorprenda, pero debo reconocer que lo ha conseguido. Son cuarenta años soportando gente como él, matones venidos a más, gentuza a la que no le importa mancharse las manos por unas migajas, lacayos, sicarios, basura, y nunca ninguno se había atrevido a hacerme semejante pregunta. Al fin y al cabo, las causas no influyen en su trabajo. Nadie se molesta en saber los motivos de la existencia de una cucaracha cuando la pisa, pero sí se preocupa de limpiarse bien la suela del zapato al acabar. Creía conocerlo, pero veo que me he equivocado.

No sé si es por tantos meses de trabajo y tantas noches sin dormir preparando la operación, o por el alcohol que llevo ingerido desde que recibí la confirmación de la limpieza a las tres de la madrugada, o por el sueño, o por todo a la vez, pero no me apetece discutir ni montar una escena llamando a seguridad para que lo saquen de aquí, y cedo. De cualquier modo, desde que hizo la pregunta he asumido que al finalizar la tarea habrá que limpiar a este limpiador. No me cuesta nada desahogarme con él y que durante unos días se crea seguro. Tomada esta última decisión, me siento liberado. Relleno mi vaso y me arrellano cómodamente en mi sillón para explicarle algo sobre el funcionamiento del mundo a este cadáver andante.

Durante cuarenta años hemos estado siendo justos con el país. Nunca hemos puesto al frente un hombre puramente cínico ni a uno puramente idealista. Un cínico nos serviría mejor, pero tendría nulo magnetismo y no podría ser nunca un líder fuerte. Un idealista, por el contrario, tendría toda la capacidad de arrastre de masas necesaria, pero podría anteponer sus ideales a nuestras necesidades. Antes, buscábamos a estos hombres, pero lo bueno de organizarse con mucho tiempo -generaciones- es que hemos podido ir criando nuestros cachorros desde jóvenes. Gente lo suficientemente idealista como para ser grandes líderes, con buena presencia, buena dicción, buenas intenciones, a los que con el paso del tiempo cargamos de responsabilidades que hacen flaquear sus ideales o, mejor dicho, que comprenden las cuatro verdades de la vida y asumen un punto cínico lo suficientemente claro como para servir a quien tiene que servir. Las deudas se pagan, y nosotros somos unos acreedores temibles.

Si vemos que de nuestros candidatos, repartidos convenientemente en cada partido, alguno destaca y tiene la capacidad de llegar a gobernar, nos dedicamos en cuerpo y alma a que deguste la vida. No hay idealista que se resista a la buena vida, y  la buena vida no es para los idealistas. O, por lo menos, no se la merecen. Así que cuando llegan al cargo, están convenientemente atados a nosotros. Sí, es cierto, tienen su poquito de libertad para propagar ideales que llenen titulares, pero eso a nosotros nos da igual siempre que la tendencia global sea la adecuada. Adecuada para nosotros, se entiende.

Nuestro objetivo a limpiar fue en su día uno de estos chicos idealistas. Un líder nato que llevaba camisetas con guillotinas pintarrajeadas, lemas caducos, ideales estúpidos de repartos, igualdades y limpieza... ¡Limpieza, qué ironía! No tardó mucho en cargarse de responsabilidades, que son mucho más pesadas que las deudas, y lo fuimos ascendiendo rápidamente hasta su cargo de hoy. No fue sencillo, no. Hubo muchas reticencias por sus ideales de juventud, pero las acallamos rápidamente exponiendo las responsabilidades que había contraído. Incluso se puso sobre la mesa el tema de la familia. Nada nos ata más que la familia, y este estúpido idealista se cargó de hijos. Aunque todo lo demás fallara, la baza de los hijos nos dio el poder vitalicio sobre él.

Es en este punto de la explicación cuando el limpiador enarca las cejas y sonríe. Ha comprendido lo que pasa y parece encontrarle la gracia a la situación, pero no la tiene, no. Ninguna. Por lo menos para nosotros, se entiende.

Hace cosa de un año, nuestro hombre, ya fuertemente instalado en el mando, perdió a toda su familia. Un golpe duro, durísimo, debo reconocerlo, que ni yo mismo habría podido soportar. Lo arropamos, le ayudamos todo lo que pudimos, pusimos a su disposición toda la ayuda humana y divina que estuvo en nuestras manos, y de verdad creímos que, cuando al poco tiempo volvió a ponerse al timón, volvía a estar en plenas facultades.

Pero no fue así. Algo se había roto y, lamentablemente, parece que era la cadena que lo tenía atado a nosotros. Y ya lo he dicho al principio: no hay hombre más peligroso que un idealista a los mandos. ¡Ah, qué año nos ha hecho pasar! Parece haberse dado cuenta de que sin la baza de la familia, podría escurrirse entre nuestros dedos y ejercer el poder... con ideales. Y lo está haciendo. Está fuera de control, arrastrando con su carisma a las masas y, lo que es peor, a sus compañeros, que también empiezan a darnos problemas. Por primera vez en muchos, muchos años, desconocemos el resultado de las votaciones que se realizan o, lo que es peor, sabemos que serán siempre a favor de los ideales de este descontrolado. Hemos intentado hablar con él, sí, y también hemos hecho presión en su entorno, en los medios, pero nos hemos dado cuenta de que, aunque sí tenemos fuerza, no tenemos dónde presionar para hacerle daño. Es un hombre libre, y eso no es admisible.

De un tiempo a esta parte ha renovado los cargos de su entorno, ha colocado a otros idealistas en puestos clave, calaña universitaria pragmática y profesional, pero llena de... ideales, y ya se niega a recibirnos. Nos llegan rumores alarmantes de que tiene colgada en su despacho aquella camiseta con el dibujo de una guillotina y que se la muestra con orgullo a todos a lo que permite la entrada. Antes de que siga adelante, antes de que empiece a hacer verdadero daño al orden correcto de las cosas -correcto para nosotros, se entiende-, se ha tomado la decisión de apartarlo, y la mejor manera es haciendo una limpieza.

Le cuento más o menos todo esto al limpiador, quizá adornando la historia, quizá omitiendo algunos detalles, y, cuando acabo, estoy jadeando como si hubiera corrido una maratón.

-¿Satisfecho? -le pregunto.

Él ladea la cabeza y asiente vagamente.

-Sólo quería confirmar unos detalles -me dice-, y, sí, parece que son correctos.

¿Correctos? Abro la boca para mandarlo a la mierda, pero suena el teléfono. No es el fijo del despacho, sino mi móvil personal, un número al que poca gente tiene acceso.

-Coja, coja -me dice el limpiador rellenando su vaso con más licor-, no se preocupe por mí. No tengo prisa.

¿Prisa? ¿Que no tienes prisa? ¡Basura! Pensar en su limpieza me permite controlar mi ira al descolgar el teléfono. Es un miembro de la junta, y su tono es apremiante. Me suelta una parrafada incomprensible prácticamente a gritos y, aunque no entiendo casi nada de lo que dice, su tono me asusta. Camino hasta el extremo del despacho para evitar que lo escuche el limpiador e intento calmar a mi interlocutor, pero es imposible. No hace más que hablar de la limpieza, la limpieza y la limpieza. Farfulla no sé qué sobre una purga y cuelga.

Cuando me giro para volver a mi asiento me encuentro con el limpiador de pie a menos de un metro de mí, sonriente. 

-Su historia tiene una errata -me dice-. La camiseta no tiene una guillotina dibujada, sino una horca. Pero debo reconocer que tiene toda la razón en una cosa: no hay nada más peligroso que un idealista al timón. -Levanta la pistola y me encañona entre los ojos -. Por lo menos para ustedes, se entiende.

martes, 28 de julio de 2020

AIRE

nota: relato seleccionado para la publicación de los textos del V concurso literario de microrrelato Comarca de cuencas mineras bajo la premisa de "pandemia" de 2020.

En cuanto el montacargas llega al nivel de la calle, sale corriendo, se arranca la mascarilla, tira el casco, se arrodilla y aspira el aire como si fuera el mismísimo néctar de los dioses, boqueando como un pececillo fuera del agua. Con la cara manchada por el polvo del carbón, no se distinguiría de los hombres que han subido con él si no fuera por la ropa de marca (ya negra en origen), por esa espléndida barba (antes rubia, ahora negra, como todo lo demás en su cara) y por el terror que se adivina en sus ojos (antes, azules, ahora, rojos).

Los hombres que le rodean son veteranos, de esos que se mueven despacio, gente que ha aprendido que el turno en el pozo es largo y que lo mismo da llegar un minuto antes que un minuto después, pero que, pase lo que pase, hay que llegar. Y así, entre toses y algún que otro cigarrillo, esperan a que el pececillo barbudo deje de lloriquear. Cuando acaba, uno de los hombres se acuclilla para hablarle cara a cara.

—Ahora, chavalín —le dice—, cuando tus amigotes se vuelvan a quejar en el bar de que lo peor del confinamiento es cuánto les molesta la mascarilla, o lo difícil que es pasar días encerrado en casa mirando por la ventana, o que tienen derecho a salir a tomar el sol para no llegar blancos a la temporada de playa, o de lo pequeño que es su balcón para respirar aire, me haces el favor de contarles lo que has sentido tú cuando te hemos bajado al pozo y a ver si así les callas la boca, que nosotros estamos cansados de oír tanta tontería y ya no tenemos edad para andar partiendo caras en los bares. —Se incorpora y, junto con sus compañeros, se dirige lentamente hacia el montacargas—. Y recuérdales —le dice justo antes de que se cierre la puerta— que sólo te hemos tenido abajo cuarenta y cinco minutos, y que como no dejen de quejarse de bobadas, otro día nos traemos a otro amiguín tuyo y le hacemos pasar abajo un turno completo.

miércoles, 22 de julio de 2020

UNA OPINIÓN SOBRE LA EFICACIA

Cuando en las noticias empieza la sección de sucesos, suelo ser bastante rápido desconectándolas. No es que no me interesen los casos truculentos, o que mi elevada calidad moral me impida regodearme con el morbo de la desgracia ajena, sino que la forma en que se abordan estos temas es tan poco respetuosa que prefiero no enterarme de quién ha matado a quién, y mucho menos cómo. Esto último es lo que más interesa, por lo visto, pero a mí me aburre y no me aporta nada, así que desconecto.

Pero el otro día fallé en la desconexión y me tragué una sección entera de higadillos y vísceras en la tele: peleas de bandas, asesinatos, la inevitable foto del alijo incautado por tal o cual policia, etc, etc, etc. Quiero pensar que en la tele cada vez son más rápidos incrustando esta sección entre otros temas más aburridos y que por eso no lo pude esquivar, pero también puede ser que me esté volviendo lento y que estas secciones me acaben enganchando cada vez más.

También debería decir que estas noticias realmente son las más humanas de todo el informativo, ya que tratan de personas y no de instituciones, o bancos, o gobiernos, o cosas completamente etéreas.

Me llamó la atención un caso en concreto: en no sé qué sitio, un chico ha matado a una chica, lo ha pillado la policía, él ha confesado y se encuentran en fase de juicio. Nada nuevo. En la tele se podía ver un grupo de personas fuera de los juzgados mostrando su dolor, su ira y su rabia contra el presunto asesino, u homicida, o como quiera que se le llame a alguien que mata a otro. La reportera de turno se lanza hacia el montón de gente y da con la hermana de la asesinada que, triste y resentida, le informa de que están pidiendo justicia mediante la aplicación de la Prisión Permanente Revisable para el acusado porque es la más eficaz en estos casos.

Vale. Aquí sale la víscera. A mí el acusado me da lo mismo, el caso es completamente desconocido para mí y, sin embargo, siento que tal y como me han contado la noticia, tengo que salir a la calle a prender fuego a los criminales y, de paso, a ese gobierno blandengue que los deja salir vivos. Por no hablar de los jueces corruptos que los condenan a condenitas de solo treinta años, los abogados millonarios que se forran cobrando de narcos, el sistema amañado para los ricos, la casta, la opresión, el hambre en África, el cambio climático, los veganos y la derrota de mi equipo de fútbol.

Todo, así comprimido en un instante, me da ganas de coger una antorcha, una soga y colgar por determinado sitio a ese asesino. Me indigno, se me revuelve el alma ante semejante drama repetido tantas veces... y yo aquí me bajo. 

A ver, que a lo mejor las cosas hay que pensarlas un poquito.

Para empezar, me gustaría acabar de una vez por todas con los eufemismos. La Prisión Permanente Revisable es la cadena perpetua. Per-pe-tua: Pa-ra-siem-pre. O, por lo menos, hasta que alguien la revise y diga que, bueno, que ya no es necesario y que el condenado puede salir. O sea que estar unos años encerrado (EN-CE-RRA-DO) parece ser que es poco y, ya puestos, que sea para siempre. O sea EN-CE-RRA-DO-PA-RA-SIEM-PRE.

Así visto, me gustaría saber para qué sirve la cadena perpetua. Se supone que la prisión en nuestro país tiene una función reformadora. O sea pillamos a un chorizo y lo metemos en una institución durante un tiempo para que se dé cuenta de que robar está mal. O algo así. Muy diferente es lo que hacen en otros sitios, donde se castiga al condenado, que no es más que una venganza, un ojo por ojo que implica que no confían en la reforma moral del condenado, sino que asumimos que es un mierda inútil y canceroso para la sociedad y lo condenamos a latigazos, galeras, desmembramientos, castración, o, incluso llegado el caso, la muerte. Muchos países aplican el ojo por ojo y ya vemos sus resultados. Encerrar a alguien para siempre entre cuatro paredes equivale a olvidarse de la redención, o la reforma, o lo que sea, y asumir que esa persona ya no es una persona, sino un mueble que estorba y del que ya no queremos saber nada nunca más.

Así visto, la cadena perpetua es una venganza contra el condenado que, además, sirve para que la sociedad se pueda olvidar de que hay gente mala por la calle.

Pero yo creía que lo que necesitamos es justicia, no venganza.

Y, claro, aquí nos topamos con el reportero que le pone el micro a los familiares de la víctima. Inevitablemente, éstos le dirán que quieren que se haga justicia, pero no es verdad, no puede ser verdad. Es imposible pedir justicia cuando han matado a tu hermana (o a tu hijo, o a tu madre, o a quien sea) porque como ser humano, sólo puedes pensar en la venganza. Y no una venganza cualquiera, sino algo realmente cruel, con sufrimiento y durante eones, para que ese malnacido que ha matado a tu familiar, sufra, sufra y sufra. Es lógico, es humano, es imposible de evitar. Por eso los reporteros se lanzan a por los familiares: saben que tienen carnaza fácil. Y todo se llena de peticiones de justicia, pero no es verdad, no puede serlo: lo que vemos es dolor e ira, y eso sólo lleva al ojo por ojo, a los latigazos, a las galeras...

Pedir justicia es pedir que un juez imparcial aplique la ley de manera que la pena sea proporcional al delito, pero es imposible querer que el asesino de tu hermana se reforme y sea un buen chico en pleno juicio. No puedes pensar en que debajo de ese acto tan (in)humano pueda haber capas de justificaciones, atenuantes, eximentes o incluso justificaciones.

Lo que ya no sé es qué puede pasar por la cabeza de cada uno cuando el tiempo nos permite reflexionar y ver todo ese proceso con cierta perspectiva. Puede haber arrepentimientos, puede haber sufrimiento por parte del asesino, o puede que no y que todo le importe un rábano. Puede haber perdón por parte de la familia de la víctima, o puede que no, y que sigan pidiendo venganza. Para eso existen los legisladores y los jueces, para aplicar esa reflexión en el momento del juicio y (en teoría, claro) hacer justicia, no venganza.

Ese "después" nunca sale en las noticias. Bueno, sí: cuando la cosa se tuerce y sale mal, como en el caso de los reincidentes.

Y por último, todo este rollo se cierra con el comentario de la pobre hermana: "pedimos la prisión perm... la perpetua porque es la condena más eficaz".

¿Eficaz?

Pues lo siento, lo siento, lo siento mucho, pero cuando ese criminal que no merece haber nacido mató a tu hermana, ya había cadena perpetua, y no evitó que la matara, al igual que en esos países donde existe la pena de muerte y que, sin embargo, sigue habiendo crímenes atroces. Así que, ¿de qué sirve pedir una cadena perpetua más que como venganza? ¿Dónde está esa eficacia? No es eficaz, no, y este caso en concreto lo ha vuelto a demostrar.

En fin, que no era más que un suceso pequeño dentro de una sección, algo que ha arruinado la vida de varias familias, pero que no ha merecido más que treinta segundos en un informativo que necesitaba rellenar de lágrimas un bloque informativo. Lo que yo vi no era más que dolor, ira, tristeza y un reportero con un micrófono. Un momento malo, muy malo, muy doloroso y muy personal. Algo efímero que variará mucho con una reflexión realizada a lo largo del tiempo, pero que no merecerá su desarrollo en una sección de las noticias.

Lo malo es que en esos pequeños momentos irreflexivos tan dolorosos aparecen esos que todavía no he nombrado por aquí, rebañan de esa sopa de enfado y se dedican a cosechar votos.

Y luego, les votaMOS. 

Y así nos va.



viernes, 22 de febrero de 2019

SEÑUELO

La doctora nos dijo que debíamos ir al hospital lo antes posible. Mi madre no estaba bien tras el golpe en la cabeza y tenían que hacerle unas pruebas. Con setenta años no era ninguna tontería.

Estábamos en un pueblo a sesenta kilómetros de la capital, así que fue una suerte que yo estuviera con el coche porque una ambulancia de turno puede hacer ese recorrido en unas seis horas. Una de urgencia, en hora y media entre que viene y va corriendo al hospital. Y mi padre ya no podía conducir.

Monté a mi madre en el coche. Mi padre se montó detrás con su bastón, su artritis y su poquito de cáncer. Bajo ningún concepto iba a dejar a su mujer en esa situación, así que se metió un chute de alguno de esos opiáceos salvajes que tomaba para calmar los dolores y, hala, a correr por esa mierda de carreteras que dan esa forma tan rústica y tan bonita a la zona Sur de Salamanca. 

En tres cuartos de hora de viaje por carreteras de un carril llegamos al hospital. La entrada de urgencias es un fondo de saco, un puente donde las ambulancias que llegan tienen que salir marcha atrás porque no hay sitio para maniobras, pero nosotros no podíamos permitirnos el lujo de meter el coche en el parking (de pago, por supuesto) que está al lado y caminar con mi padre y mi madre hasta las urgencias, así que nos metimos entre las ambulancias y descargamos a mi madre como pudimos.

Hubo que robar (sí, robar) una silla de ruedas que se caía a pedazos que estaba por allí tirada, ya que no disponían de material. Una vez en manos de un celador que pudiera empujar la silla, dejé allí a mis padres y salí como pude de aquel sitio horroroso para dejar el coche tirado en cualquier lugar.

Cuando llegué no los encontré. La zona de urgencias del hospital era un caos. Había gente de pie, gente paseando, celadores a la carrera, enfermeras agobiadas, gritos y llantos bajitos, pero, sobre todo, cansancio. Allí la gente estaba cansada. Aquel  hospital es, además, una cochambre vieja y ruinosa, complicada, laberíntica y totalmente fuera de servicio. Al rato de estar ahi te das cuenta de que esa gente que va con uniformes blancos, azules, rosas, etc, son unos auténticos héroes. 

Encontré a mis padres en una sala de triaje. Calcularon que mi madre necesitaba una resonancia. La miró una residente mu muy muy muy joven. Nos mandaron a la sala de espera.

La sala de espera es asquerosa. Es una sala que en pleno verano arde, está saturada, llena de gente con dolor y que se tiene que sentar en sillones de diferentes épocas como buenamente puede. Calculo que habría allí algo menos de cien personas. Mi madre seguía en la silla de ruedas (no la íbamos a soltar bajo ningún concepto) y mi padre se derrumbó en uno de esos sillones. Yo me senté en una mesa, frente a ellos.

Pasó el tiempo. Mucho tiempo.

Nos llamaron de nuevo a consulta. Esta vez apareció la jefa de sección para ver a mi madre, una veterana que hizo preguntas muy directas y realizó pruebas muy concretas. Llamó al especialista de otra sección, que apareció con el pijama verde del quirófano, sudando a la carrera. Otro veterano que en diez segundos diagnosticó a mi madre. Resonancia y a esperar.

Siguieron pasando las horas. Nos aburríamos, nos dormíamos, o mirábamos pasar a la gente, que iba y venía con sus dolores, sus escayolas, sus placas en la mano. Familiares, amigos, gente verdaderamente mal y gente que aguantaba como podía.

No soy capaz de recordar el color de la pared. Tampoco recuerdo ventanas. Ni luz natural. Ni aire. Las puertas estaban abiertas al vestíbulo y todo el mundo miraba a todo el mundo. Fluorescentes obsoletos, suelos de linóleo, puertas de aluminio.

Nos llamaron y un celador nos guió a la zona de rayos. El laberinto de aquel hospital es un cuadro de despropósitos. Todos los hospitales son laberínticos y complicados, pero aquello era un catálogo de baldosas rotas, techos sucios, lámparas estropeadas, silencio, eco, pasillos de terrazo y vidrios sucios. Kilómetros de vacío y ascensores ruidosos y en muy mal estado.

Y aun así, nos daban ánimos y nos sonreían.

Nos dejaron en la antepuerta de la sala de rayos. Mi madre, medio dormida. Mi padre, apoyado en una camilla con su bastón y su cara de circunstancias, haciendo como que no le dolían todos los huesos. Yo, contando chistes y bromas absurdas para que no vieran lo mucho que odiaba aquel sitio apestoso, intentando aliviar aquella situación.

No sé cuánto tiempo esperamos, quizá una media hora. Salió un técnico y metió a mi madre a hacer las pruebas. Mi padre y yo fuimos a la mini sala de espera que nos indicaron. Había unas cinco personas más. Uno era grande, de esas personas que ocupan mucho sitio en todas las dimensiones, y tenía un tobillo al aire y en alto. Supongo que estaba esperando para una radiografía de dicho tobillo. También había un par de personas que no aparentaban nada raro, como un señor algo mayor y una mujer en chándal que estaba acompañando al grandullón. Había, además, una mujer bastante mayor paseando delante de la puerta, visiblemente nerviosa.

Al rato el tío grande empezó a despotricar. Se quejaba de la lentitud, se quejaba del servicio. Los demás asintieron y corearon lo que decía. Todos estaban hartos. Yo también, y mi padre, más, claro. Hasta ahi, todos de acuerdo.

Al poco empezó con los mantras: putos moros que pasan delante. Putos extranjeros que se cuelan. Putos guiris de mierda que vienen de gratis a que les demos medicinas por delante de los españoles. Puta gentuza que nos quita el trabajo, que nos roba la sanidad, que se aprovechan de nosotros. Y que, encima, nos tengan esperando por ellos, joder.

Y así todo. Sin gritar, sin aspavientos. Lo decía resignado. Intenso, pero no era un mitin político. Simplemente, estaba enumerando hechos. O lo que para él eran hechos. Y todos le coreaban y asentían. Nadie negaba, yo tampoco. Bastante tenía encima como para ponerme a discutir con un tipo de ciento treinta kilos enfadado. Sensatez y cansancio, quiero pensar, pero a veces creo que es cobardía pura y dura.

Al rato salió un técnico de rayos acompañando a una señora realmente mayor. La que estaba de pie fue a por ella y se la llevó a pasitos muy lentos. Debían de ser madre e hija. Solas, y debían de sumar entre las dos unos ciento cincuenta años.

Al poco sacaron a  mi madre en su silla de ruedas.

Así confirmamos que allí no había extranjeros. Allí todos éramos enfermos y acompañantes. No vi robo de servicios, ni aprovechamientos, ni nadie que se colara. No vi reproches por parte de los trabajadores del hospital, que tenían bastantes motivos para haberse quejado y, sin embargo, nos trataron de maravilla entre todo aquel desastre. Supongo que a la fuerza ahorcan.

Y yo me preguntaba por qué nadie se quejaba del sitio. Por qué nadie decía nada sobre aquel catálogo de los horrores al que llaman hospital. Por qué nadie pedía más personal, o que subieran el sueldo a aquellos trabajadores. O que abrieran una ventana. Yo qué sé. Algo.

Una vez solucionado el tema de mi madre, y ya en casa todos, pasé mucho tiempo dándole vueltas y me acordé de aquel tipo grande con el tobillo al aire. Tenía motivos para quejarse. Quería quejarse y creo que con razón. Necesitaba expresar su malestar, su necesidad de atención, pero no tenía palabras y, simplemente, usaba las que le han ido enseñando, esa gran cortina muy fácil de aprender y que tapa todos los males reales y que repiten un día tras otro en todos los medios de comunicación, bien por boca de los periodistas, bien por boca de nuestros representantes (¿?) políticos. No hace falta pensar, no hace falta analizar cada uno de los problemas porque es muy cansino, pero si a todo le achacamos el mismo mal, podemos quejarnos y desahogarnos creyendo decir algo, pero sin solucionar nada: la cupa de cualquier cosa es de la gente que no es como yo y a mí me tienen abandonado por su culpa.

Desde entonces, cada vez que escucho a un político por la tele, por la radio, o lo leo en la prensa, simplemente le deseo que le toque llevar a sus padres al hospital público, ese que se gestiona como ellos deciden que se tiene que gestionar.

Y luego, que me diga que es culpa de los extranjeros.

O de los catalanes.

O de los venezolanos.

O de lo que se le ocurra.

Eso sí, nunca suya.

Por supuesto, tampoco nuestra.

¿No?




lunes, 3 de septiembre de 2018

EL DÍA DE LA ANESTESIA

El mensaje llega a través del móvil, red social, un grupo de gente. Está cargado de buenas intenciones y de bonitas palabras. Viene a recordarnos que "mañana es el día del cáncer" y que debemos compartir este mensaje porque tal y tal y tal. 

También viene a decir que habrá mucha gente que no lo compartirá.

Pero es que "mañana" no es el día del cáncer. Ni de los niños con autismo, ni de los muertos en las guerras, ni de la esclerosis múltiple, ni del hambre en el mundo, ni del planeta asfixiado, ni de la lucha contra el plástico, ni contra la matanza de cetáceos, ni de... ni de nada. 

Entiendo que todos los días son los días del cáncer (y de los niños con autismo, y de los muertos en las guerras, etc, etc, etc). Por lo tanto, lo primero que pienso es que este mensaje, cargado de buenas intenciones, puede no ser más que un virus o un mensaje de control, o cualquier cosa que se inventen los que nos manipulan.

Para empezar, me recuerdan que se me ha olvidado que hay gente enferma. Y si no es gente enferma, será una guerra, una causa, una utopía que me dejará intranquilo y con la sensación de que no estoy haciendo lo suficiente.

Entonces veo ese dato que dice que mucha gente no reenviará el mensaje. Claramente dirigido a mí, opresor que no quiero luchar contra el cáncer, o los niños con... bueno, que si no lo reenvío a setenta y cinco personas, soy un vulgar fascista y depredador planetario asesino de gente enferma. No tan explicitamente, pero es un reproche muy bien colocado que me llega a la conciencia, lo que me hace pensar que está ahi como prueba, como indicador de sus estadísticas a ver cuántos picamos cuando nos retuercen la conciencia de tal o cual modo.

Así que no lo envío.

Pero si lo envío, limpio mi conciencia. Me quedaré tranquilo y seré parte de esa masa de gente buena que lucha contra el cáncer, o contra el autismo, o contra la guerra, o... 

Y me doy cuenta de cuántos mensajes nos llegan para limpiar la conciencia. Cada vez más, y más agresivos, lo que viene a describir cómo tenemos la conciencia. Cuántas firmas en plataformas digitales apoyando buenas causas. Cuantos mensajes rebotados en las redes sociales con bonitas frases de esperanza y de buenas intenciones. ¿Quién las escribe, quién las piensa, quién las realiza? Por lo que yo sé, todos reenviamos esos mensajes y no creamos ninguno. Qué tranquilos nos dejan, pero al final no hacemos NADA. Un click, cinco segundos de nuestra vida para quedarnos tan tranquilos y, hale, a ver el fútbol, que llego tarde.

Nos dejan anestesiados, por lo que, para mí, esto se está convirtiendo en el día de la anestesia.

Y levanto la vista del móvil y hago esta foto para no olvidar que el cáncer no es "un día".


El cáncer es un pasillo de hospital cochambroso, horas de espera en ambientes deprimentes, baldosas sueltas, baños que no funcionan, fluorescentes que parpadean, ruidos y olores, médicos desbordados, enfermeras corriendo, celadores desesperados buscando una silla de ruedas y todo para, a lo mejor y si hay suerte, conseguir para el enfermo un día más de plazo, un mes, un año.

El cáncer son años y años de vigilancia, de controles, de análisis, de pruebas, de tratamientos, de experimentos, operaciones, noches de hospital durmiendo junto a enfermos como tú, de sillas incómodas, de comida de máquina, agua de botella de plástico, de meses de lucha, ánimo y buenas palabras por parte de esa gente increíble que lucha en claras condiciones de inferioridad para que sigas un día más.

El cáncer soy yo cuando me ahorro el IVA. Porque soy muy listo.

El cáncer es esa basura envuelta en una bandera que piensa que la sanidad debería ser rentable. Porque aman a su país mas que tú.

El cáncer es esa empresa de cosas imprescindibles que consigue no pagar impuestos y por la que haces cola por la noche cuando lanza un producto nuevo. Porque molan mucho.

El cáncer es despotricar de la mierda de la sanidad pública en el bar de la esquina y, en la misma frase, quejarse de los impuestos que tienes que pagar mientras fardas de cómo consigues evitarlo. Porque sabes mucho y a ti no te la cuelan.

El cáncer es la empresa farmacéutica que hace veinticinco años firmó una patente y que puede salvarte la vida, pero con un precio que ni tus nietos podrán pagar. Porque sí.

El cáncer es reenviar un mensaje de control de masas y quedarte tan tranquilo. 

Porque la anestesia social es el cáncer.



martes, 10 de abril de 2018

DEL LUGAR


Sobre la pizarra del suelo, mampostería basta de caliza y pizarra de la zona unidas con mortero de cal del lugar.
Sobre el muro de piedra, adobes hechos con barro y paja, moldeados en el mismo lugar.
Sobre el adobe, madera de encina y roble, todos de los bosques del lugar.
Sobre la madera, tejas cocidas con arcilla de la zona.
Cubriéndolo todo, cal morena. También hecha en el entorno.


Perdonadme si me asombro cuando escucho a los que venden esa nueva "arquitectura sostenible".

O "ecológica".

O del lugar.

domingo, 18 de marzo de 2018

PETICIÓN DE PENA

Su señoría, tras las conclusiones obtenidas con las pruebas y declaraciones realizadas a lo largo de este juicio, el ministerio fiscal desiste de pedir la prisión permanente revisable para el acusado.

Sostenemos, y las pruebas y declaraciones así lo han confirmado, que el acusado es un peligro para la estabilidad de esta sociedad y que no merece estar entre la gente de bien que le da forma.

Entre otras cosas, alegamos que:

- Se le encontró material subversivo, así como textos escritos blasfemando contra nuestro señor allá en los cielos, vulnerando el Acta de Libertad Religiosa para la Garantía de un Estado Láico.

- Se confirma el hecho de compartir vídeos sobre las fuerzas de seguridad en acto de servicio mientras protegían la sagrada institución de la soberanía popular.

- Se confirma el hecho de seguidismo a partidos radicales, extremistas y no afiliados a la unión de partidos democráticos S.A, declarados por ello proscritos a la espera de su afiliación a la asociación de Banca Partidista Nacional para la Libertad de Opinión.

- Se han obtenido imágenes del acusado en manifestaciones con el peligroso colectivo de pensionistas que, como bien es conocido por todos, ha sido declarado grupo terrorista recientemente.

- Se han obtenido imágenes del acusado en manifestaciones con el colectivo del sector sanitario que, como saben, vulnera el Estatuto de Reparto de Enfermos y Medicamentos de la actual y vigente ley de Externalización de Moribundos y Enfermos crónicos.

- Se ha comprobado la posesión de células solares fotovoltaicas para autoconsumo en el domicilio particular del acusado.

- Se ha confiscado un ordenador personal que no está conectado a la red, vulnerando así la ley de Protección de la Intimidad y Vigilancia de Actos Indeseables.

- Se ha confiscado la nada despreciable cantidad de 36'50 euros en metálico, así como la posesión de una única cuenta corriente, acto contrario a la Ley de Reparto de Beneficios Bancarios para la Democracia que obliga a tener por lo menos tres, y en dos entidades bancarias diferentes al amparo de la Ley Antimonopolio del Populacho.

- Se han obtenido resguardos de entradas de conciertos, cine y teatro para ver obras firmadas por autores que actualmente (y por suerte para la sociedad) ya están en la cárcel o proscritos según la ley de Buenas Maneras de Expresión y Vocabulario.

- Se han obtenido testimonios de testigo que afirman haber oído al acusado decir cosas tan contrarias a la ley como "fistro", "aikandemor" y "pecador de la pradera" ante niños y personas desfavorecidas.

- Se ha confiscado un libro de texto de hace unos años, concretamente del curso de cuarto de la ESO en el que el acusado pintó barba, gafas y bigotes a nuestra majestad Felipe II, haciendo, además, comentarios sobre el infundio de la pérdida de la santa armada invencible, acto contrario al artículo 659.2-3b ocho bis-c de nuestra carta magna en el que claramente se establece que las instituciones del estado son inviolables, así como la infalibilidad de sus majestades pasadas, presentes y futuras.

... y así un largo etcétera que ya hemos ido desgranando durante este juicio.

Sin embargo, y pese a tan graves hechos que han sido demostrados, retiramos nuestra petición de Prisión Permanente Revisable. No creemos justificado que una persona, por muy indeseable que sea, pase el resto de su vida encerrado en un centro penitenciario de una manera ilógicamente costosa, pudiendo, además, tener opción a revisar su condena y lograr de esta manera eludir la obligación de pasar el resto de sus días entre rejas.

Por lo tanto, y amparándonos en la ley de Estado Electoral Perpetuo recientemente aprobada por unanimidad en el congreso, procedemos a solicitar la pena de muerte para el acusado.

Gracias, señoría.

martes, 19 de diciembre de 2017

DECLARACIONES TRAS EL ACTO

EL PADRE
Consentido por su madre toda la vida. Yo ya no tengo hijo. Para mí ya no existe. No tengo nada que decir.

LA MADRE
Criamos un buen hombre. No lo educamos para acabar de esta manera. Era un buen niño. Algo inquieto, se metía de vez en cuando en algún lío con los demás chavales del cole, pero nunca nos dió verdaderos problemas. Buenas notas, acabó la universidad sin sobresaltos, consiguió un buen trabajo...Cómo íbamos a pensar que fuera a acabar así. Supongo que las malas compañías, los amigos... ya sabe.

LOS AMIGOS
Flipando. Estamos flipando. ¿pero cómo se le ocurre? ¡No, claro que no sabíamos nada! ¿Te crees que no habíamos intentado algo para que no lo hiciera? Nos enteramos cuando lo vimos en la tele, tío, ¡qué fuerte! Rodeado de esa gentuza y todos esos periodistas alrededor. Pregúntale a su novia, que algo habrá tenido que ver.

LA NOVIA
Ex-novia. Pon ahi que de novia, nada. Ya no quiero saber nada de él. Media vida juntos y me tengo que enterar así de lo que tenía en la cabeza. Ni una vez me lo comentó. ¡Ni una! Y claro que lo habría intentado disuadir. Por supuesto. Es que era algo impensable en él. Yo le quería y de haber sabido esto, ni me habría acercado. ¡Qué asco, ya no se puede caer más bajo!

EL JEFE DE CAMPAÑA
Sí, por supuesto: ¡es el mejor candidato que nuestro partido podría desear y será un buen presidente cuando gane las próximas elecciones! ¡Y ganaremos! ¡Y levantaremos este país, y se acabará la desigualdad, la injusticia! ¡Viva la libertad, la democracia y el estado de derecho! ¡¡Gracias, gracias, espero su voto para nuestro candidato!!.

martes, 12 de diciembre de 2017

CREENCIA

Un hecho real. O casi.

Soy un turista de fiestas religiosas. Me encanta ir de pueblo en pueblo viendo esas tradiciones que mezclan paganismo con catolicismo a partes iguales, donde sacar una figura de paseo por las calles del pueblo consigue que todo el mundo se calle, o ría, o aplauda, o llore.

Y, luego, todos borrachos.

Pero no creo en nada de eso. Me parece folclórico (signifique lo que signifique eso de folclórico) y, como toda tradición, una rutina más que una devoción.

Sí creo en la gente que cree. Porque de verdad lo cree, y ese sentimiento es fuerte y se debe respetar. Por lo menos en mi opinión, que no vale más que lo que vale la opinión de un turista.

Hay fiestas que cierran el año. Estas fiestas se arriesgan a tener mal tiempo. Ya no se trata de la típica fiesta de verano en la que el pueblo tiene la opción de llenarse de turistas que aprovechan sus vacaciones para sacar unas fotos, comer, beber y dejar su dinerito en el pueblo (como yo), sino que se deben más a la tradición y tienen que apechugar con cambios de clima otoñales, el frío y la temida lluvia.

Me comentaron que uno de los pueblos de la zona cierra la temporada de fiestas el último martes de Septiembre. Ese detalle, el de fijar un día no numérico para la celebración del patrón, me parece fascinante, así que retrasé mis vacaciones de verano un poco y aproveché para ir a disfrutar de la fiesta.

Llegué el fin de semana con buen tiempo. El domingo se empezó a torcer, el lunes hacía claramente frío y, el martes, en cuanto empezó la procesión, se puso a llover. Disfruté y me lo pasé bien, pero me mojé todo lo que quise. Es una zona seca, de clima extremos, con mucho calor en verano y mucho frío en invierno, pero de pocas lluvias... excepto la semana de la fiesta del pueblo, cuando siempre, invariablemente, llueve. Quince días antes disfrutaban de 35 grados y sequía, pero en cuanto empezaron los preparativos de la fiesta, cambió el clima, bajó la temperatura y se puso a llover. Volví de allí con un buen catarro y una bonita historia que contar.

Nadie se lo tomó a mal, sino como un mal menor porque estaban acostumbrados a la lluvia de las fiestas patronales. La leyenda popular dice que la figura del patrón está cómoda dentro de la iglesia, en su pedestal, y que cuando la mueven, se enfada y llueve. Que si no la movieran, no llovería. A mi me pareció algo folclórico, un poco más de mito a la tradición, eso de que llueva siempre, pero a las fuerzas vivas que querían una fiesta turística más bulliciosa no le hacía mucha gracia. Tener unas fiestas patronales pasadas por agua no es algo muy práctico para salir a la calle, organizar conciertos, teatros, pasacalles, vaquillas, etc.

Y también está ese pequeño tema del dinero. Hay que ganar dinero durante las fiestas, hay que aprovechar, hay que traer al turista, y si llueve, no hay turista que valga. Tras años de pelea con las fuerzas más tradicionales, la presión de las fuerzas vivas consiguió cambiar la fecha de la fiesta del patrón. Tomaron como ejemplo las famosas fiestas de esa capital tan famosa en la que corren toros, que pasó de invierno a verano por presión popular con gran éxito, y el ayuntamiento aceptó pasar la fecha de la fiesta del patrón a mediados de Agosto, en plena ola de calor y sequía.

Se consultó con el párroco y se aceptó cambiar también la parte religiosa, de tal manera que toda la fiesta, tanto la religiosa como la popular, pasarían a una fecha de sequía segura.

Cuando me contaron todo esto, decidí volver a als fiestas de este pueblo y ver cómo habría cambiado una celebración popular por el simple hecho de estar más o menos llena de gente, con más o menos calor, o sin lluvia. 

Efectivamente, me encontré el pueblo lleno, a rebosar de turistas habituales y turistas que habían ido específicamente a la fiesta, como yo. El ambiente era magnífico. Casi ni se podía andar por la calle durante los días previos, así que el día de la fiesta iba a ser todo un éxito. Se prepararon conciertos, teatros, pasacalles, todo al aire libre. Y vaquillas, por fin vaquillas sin patinar. Para una zona ganadera, lo de las vaquillas era un tema importante.

Durante ese par de días anteriores a la fiesta estuve hablando con la gente y me encontré disparidad de opiniones, como no podía ser menos. Estaban los encantados de la vida, que veían aquello como una gran oportunidad de poner el pueblo en el mapa, de darle una nueva vida. 

Estaban los fiesteros, que pasan de todo y sólo quieren pasárselo bien, ya sea navidad, semana santa, la fiesta patronal o el día de la abuela.

Y estaban los tradicionalistas. Este grupo era exclusivamente local. Sólo había que invitar a unos vinos a algún habitante del pueblo con cierta edad y te empezaban a torcer el gesto. Lo achaqué a esa reacción inevitable al cambio que se da ante cualquier modificación de una tradición o costumbre. Les ponía el ejemplo de esa capital donde corren los toros y, aun así, me torcían el gesto y con un simple ademán, desechaban el tema con el convencimiento de quien está seguro de que algo se está haciendo inevitablemente mal.

El lunes se hicieron actos previos ¡al aire libre!.

El martes se sacó el patrón de la iglesia ante un público más numeroso que nunca.

Y se puso a llover.

No se puede decir que hiciera frío, pero por las noches, además del paraguas, había que sacar la chaqueta. No se habían previsto estas lluvias y hubo que trasladar los conciertos al polideportivo, suspender un día las vaquillas para aplicar los sistemas antipatinaje, eliminar los pasacalles, cancelar los actos políticos en el balcón descubierto del ayuntamiento, se recogieron las terrazas... Un desastre.

Pero lo peor fue aguantar a los tradicionalistas. Te invitaban ellos a los vinos en el bar y te decían de mil maneras diferentes aquello de "te lo dije".

Desde entonces las fiestas se celebran otra vez el último martes de Septiembre. Se prevén los actos a cubierto, se pone un mercadillo con casetas cubiertas, la gente lleva calzado cerrado y, ¿sabes qué? Pues que se lo pasan de maravilla.

Nadie ha vuelto a sacar el tema. Ni se sospecha que a alguien se le pueda ocurrir intentar cambiar la fiesta porque, de cualquier modo, habrá que mover al patrón. 

Y si mueves al patrón... Bah, que no me lo creo, y seguro que fue casualidad.

Bueno, casi seguro.