Mostrando entradas con la etiqueta reflexiones. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta reflexiones. Mostrar todas las entradas

miércoles, 11 de agosto de 2021

LA CÚPULA

Desde que recuerdo, siempre he pasado los veranos en el pueblo de mi abuela, situado en una sierra del centro de la península, a unos 990 metros de altitud. En cuanto empezaba el calor, nos montaban en un tren y nos íbamos a pasar uno o dos meses en aquel pueblo anclado en los años cincuenta, con las calles de tierra, olor a vaca, cerdo (y lo que no es cerdo), sin tele, sin teléfono, sin agua corriente y, lo mejor de todo, con un cielo nocturno espectacular.

Para mí (y para todos los que hemos pasado los veranos allí), ese cielo estrellado en el que la Vía Láctea ilumina como una farola más, siempre ha sido algo natural. Veíamos crecer la Luna de nueva a llena y comprobábamos cómo cada noche su luz iba apagando las estrellas hasta que la única luz nocturna era la propia Luna. Una luz con la que se podía incluso leer en la calle, lo que apagaba considerablemente el efecto de la escasa iluminación de las farolas de sodio, esas farolas que lo teñían todo de un tétrico color naranja.

Casi todas las noches, para escapar de padres o, para decirlo más poéticamente, disfrutar de aquel magnífico cielo lejos de las farolas de sodio, salíamos a la carretera, que era de puro betún que se derretía durante el día, y cuando nos considerábamos lo suficientemente alejados, nos tumbábamos en el asfalto caliente y mirábamos al cielo contando burradas adolescentes o hablando de temas absurdamente serios. Podíamos pasar horas en aquella semioscuridad haciendo absolutamente nada.

A veces nos juntábamos mucha gente, con diferentes grupos y edades, pero hacia el final del verano íbamos quedando los irreductibles, los que de verdad disfrutábamos de estar lejos de la ciudad y su calor apestoso, sus ruidos y sus horarios. Pasábamos el día medio aletargados, jugábamos un partido de futbol en el que casi moríamos de sed (cada día), íbamos a cenar y, tras un rato en la plaza del pueblo, nos escurríamos por la carretera hacia el cielo estrellado. Muchas veces nos metíamos en un prado, sentados o tumbados en la hierba escuchando música y bebiendo mejunjes de vino, cocacola y zumos varios hasta que poco a poco nos íbamos retirando a la cama. 

Debo reconocer que siempre he sido el último en irme a la cama. Sólo con que quedase uno conmigo, esperaba para acostarme, así que para mí las noches eran bastante largas. Una de aquellas noches acabamos sólo dos tirados en un prado. Puede que fueran más de las cinco de la mañana porque había gente del pueblo que se iba a trabajar a esa hora y ya les habíamos escuchado partir, y la noche estaba en lo más oscuro. Además, había luna nueva, por lo que habíamos podido disfrutar de un cielo espectacular. Vimos girar la Vía Láctea y vimos muchas estrellas fugaces, hablando sin parar sobre nada de nada. Recuerdo estar tumbado, hablando y comentando si alguno de los dos sabía algo sobre las constelaciones. Ninguno sabíamos nada sobre el tema, aparte de reconocer la Osa Mayor, así que siempre inventábamos burradas sobre la alineación de las estrellas para echar unas risas. 

En un momento dado, nos pusimos a hablar sobre "la cúpula" celeste y nos dimos cuenta de que no es ninguna cúpula. Cuando miramos al cielo, tenemos que girar la cabeza y nuestro estúpido cerebro de simio nos induce la sensación de que sobre nosotros hay una especie de casquete esférico que nos cubre y que tiene las estrellas pintadas, pero, claro, no es cierto, así que nos imaginamos que no estábamos tumbados en horizontal mirando hacia arriba, sino que estábamos en la parte de abajo de la esfera del planeta Tierra, mirando hacia abajo. Sin caernos, pero sintiendo que nos pegábamos a un techo y no a un cielo. 

De repente, sentí que no había cúpula sobre mi cabeza. El cielo era un vacío que estaba debajo de mí, y las estrellas una serie de gigantescas bolas de gas que emitían luz desde diferentes distancias, unas más cerca que las otras, y no unos puntos de luz pintados en el techo. Sentí la profundidad del espacio. No había nada frente a mí. No había arriba ni abajo, aunque la gravedad me sujetara al planeta, y la Vía Láctea no era una mancha curvada en el techo de una cúpula, sino una profundísima mancha de luz que se alejaba de mí según giraba la cabeza, abierta a la izquierda, cerrada a la derecha, donde su brazo nos ata.

Fue un rato largo.

A lo mejor influyó la sangría, o el sueño, o lo que fuera, pero desde entonces quiero repetir aquella experiencia... y nunca lo he conseguido.

Vuelvo al pueblo cada vez que puedo, pero ahora hay calles de hormigón y asfalto, ya no hay olor a vaca ni a cerdo (aunque sigue lo que no es cerdo), hay tele, internet, teléfono, agua corriente y, lo peor de todo, unas magníficas farolas led que alumbran las calles como si fuera de día. Y no sólo mi pueblo, sino todos los pueblos de alrededor, que están de dos a siete kilómetros repartidos por todo el horizonte, velando cualquier estrella que puede encontrarse en esa zona al convertir el horizonte en una mancha luminosa de color blanco.

Aunque mi casa da la espalda al pueblo y me puedo permitir el lujo de ver estrellas, mi miopía, la luz ambiental y mi pereza me impiden disfrutar como antes de aquel cielo estrellado, lo que poco a poco lo ha convertido en algo un pelín descafeinado respecto al recuerdo que tenía. También es verdad que los recuerdos son mejores que la realidad, no nos engañemos.

Hace unos días vinieron a mi casa de paso al sur  los miembros de una familia del norte, padre, madre y dos niñas de unos trece años. Cenaron en casa y salieron para irse a dormir cuando, por pura casualidad, alguno de ellos miró hacia el cielo. La sorpresa fue brutal. Alucinaban con ese cielo que para mí no tiene comparación con el que recuerdo, hasta el punto de que no les había dicho nada sobre él, pero para ellos era algo sobrecogedor. Nos alejamos a una zona más oscura y las dos niñas no podían cerrar la boca de asombro. No sólo no tenían ni idea de constelaciones o similar, sino que una de ellas llegó a preguntar si "aquí todas las noches es así".

¿Todas las noches? No, claro que no. A veces es incluso mejor.

En fin, que el desapego con nuestro planeta y nuestro cielo es un hecho. Si dos adolescentes nunca han visto las estrellas, si nunca han visto la masa de la Vía Láctea y cómo gira en el cielo, nunca se harán la pregunta de qué es todo aquello, o de si lo que gira es el cielo o el planeta Tierra, o a qué distancia están, o cómo se han formado, o... nada de nada.

Yo, por lo menos, he vuelto a apreciar lo que tengo con el valor que tiene. O eso creo.

Y, por supuesto, sigo intentando sentir que estoy boca abajo, colgando de mi planeta, enfrentado a la inmensidad del vacío lleno de luz de estrellas.



domingo, 20 de septiembre de 2020

FOTOGRAFÍAS Y RECUERDOS

Cuando yo era pequeño, mi padre compró una cámara de vídeo. Era un mamotreto gigantesco que pesaba toneladas y que requería llevar colgando un cacharro enorme del hombro para ir grabando. Desde entonces empezó a llenar cintas y cintas de vídeo con todos los actos familiares a los que íbamos.

De vez en cuando reunía gente y enseñaba aquellas películas. Antes no era normal verse "en la tele" y llegaban a proyectar esas cintas en cenas o celebraciones bien grandes para poderse ver en la pantalla. Todo el mundo se reunía y se lo pasaba en grande cuando se veían bailando, o cantando, o simplemente paseando por el fondo de la imagen. Una vez se reunió un pueblo entero, y no estoy exagerando. Era como el cine.

Fueron pasando los años y aquellas películas se empezaron a convertir en recuerdos. Mira qué pequeño eras, mira que ropa llevabas, mira qué poca barriga tenías... Mira el abuelo, que se murió al poco de grabar esto, mira qué amigos éramos, mira cómo hemos cambiado. Y poco a poco, con la distancia, le gente empezó a declinar la invitación para ver aquellas cintas.

Así, un día mi madre las amontonó, las guardó en un armario y no se volvieron a ver nunca más.

Yo no lo entendía entonces. Siempre es bonito tener recuerdos, ¿no? Eso es lo que pensaba, y lo sigo pensando, pero confundía las imágenes con los recuerdos, y lo he tenido que aprender no con vídeos (que yo no hago), sino con las fotos (que yo sí hago).

Hace unos años estrené un objetivo largo para la cámara, un 50-200. Superando mi proverbial tacañería, me lancé a comprar (de la parte outlet, por supuesto) una lente que me permitiera fotografiar sin ser visto y poder recoger así expresiones y gestos naturales que no estuvieran influidos por la presencia cercana de un objetivo.

Entusiasmado con mi nuevo juguete, me lancé a la calle con la familia una tarde de invierno para aprovechar ese sol pálido y bajito que provoca unas sombras muy nítidas y así estrenar mi cacharrito nuevo. Debí de hacer unas doscientas fotos de estatuas, fachadas, aleros, cornisas, balcones, puentes, semáforos, farolas, bancos, placas, árboles y demás elementos urbanos que, gracias a la longitud de este objetivo, se parecían mucho a los dibujos planos de todos estos elementos, sin la distorsión de un objetivo corto. 

Increíblemente, casi todas las fotografías salieron bien, así que las junté en una colección, le añadí alguna más (pocas), les puse un poco de música y las aproveché para hacer un vídeo para una institución de la que formaba parte por aquel entonces (ahora anda por aquí: 1 Km²). Mis compañeros quedaron muy contentos con las fotos y yo, ante tanto halago, me hinché como una pompa de jabón, orgulloso y satisfecho.

Y como toda pompa, me encontré con esa persona que tiene que explotarla. Y menos mal que lo hizo. Una de mis compañeras que, al igual que los demás, me había dicho que las fotos eran bonitas, me indicó que era una pena que no hubiera gente. Increíble, pero cierto: fotos urbanas en un paseo concurrido, en una zona turística, agradable, muy cómoda para pasear y en un día soleado de invierno que invitaba a salir a la calle... sin gente. Evidentemente, durante aquel paseo le hice fotos a mi familia que no iba a incluir en el vídeo, pero de aquellas doscientas fotos, quizá sólo fueron seis o siete.

Evidentemente, tengo muchísimas fotos de actos familiares, y sale muchísima gente en mis fotos, pero desde aquel comentario me di cuenta de que las fotos que me gusta ver y que me gusta compartir son las fotografías atemporales, las que muestran arquitecturas, paisajes, cosas o montajes que se pueden ver independientemente de su época.

Cuando aparecen las otras fotos, esas que llamamos fotografías de recuerdos, llenas de gente posando a la cámara, brindando, sonriendo, cogiéndose por los hombros, enseñando trofeos, me encuentro peleando con la memoria y, aunque el efecto inmediato al ver esas imágenes es la sonrisa, se me forma un nudo que me puede durar horas o incluso días.

Quizá estoy entendiendo aquel gesto de mi madre a la hora de guardar las cintas en aquel armario.

La memoria es muy poco fiable, siendo más fantasía que hechos reales. Nuestro cerebro pule aristas y colorea los recuerdos para que podamos seguir adelante procesando todo ese aprendizaje, independientemente de que sean recuerdos alegres o tristes, y es con lo que vivimos todos los días. Pero las fotos, no. La fotografía muestra lo que hay en un momento concreto y, por mucho que seamos magníficos fotógrafos y hagamos fotos muy bonitas de ver, lo que hay en un momento es lo que se plasma en la imagen. Y para siempre. Así que es muy probable (seguro) que la imagen choque con el recuerdo, dándonos un bofetón de realidad que rompe con todo el trabajo de pulido y coloreo que ha ido realizando el cerebro con ese recuerdo.

Así que me gustaría saber qué vamos a hacer con todos esos megas, gigas y teras de imágenes que estamos almacenando. No creo que los vayamos a soportar nosotros, sino la generación siguiente, esa a la que no le importa si éramos amigos, si estábamos más delgados o si el tatarabuelo seguía bailando en las fiestas. Quizá esta exageración de imágenes que estamos acumulando (el 99% sobra por ser redundante), fijas o en movimiento, sea la base del recuerdo social, más que personal. Un legado para los sociólogos que sobrevivan al catacrock que se nos viene encima y que puedan estudiar que NO hacer: "Así vivían los atontaos del siglo XXI", o algo por el estilo.

Quizá sólo las almacenemos ocupando memorias de ordenador, sin más. O a lo mejor a nadie le importe nada y sean mucho más felices que gente como yo, que se agobia cuando ve esas imágenes y vídeos que chocan con los recuerdos que tenemos en la cabeza.

Supongo que estamos hechos para almacenar recuerdos y por eso hacemos fotos de todo y supongo que estamos hechos para recordar lo que nos dé la gana como nos dé la gana, y no como unos pixeles nos lo muestren.

Y es que, como decía aquel, que la realidad no chafe una buena historia.

miércoles, 22 de julio de 2020

UNA OPINIÓN SOBRE LA EFICACIA

Cuando en las noticias empieza la sección de sucesos, suelo ser bastante rápido desconectándolas. No es que no me interesen los casos truculentos, o que mi elevada calidad moral me impida regodearme con el morbo de la desgracia ajena, sino que la forma en que se abordan estos temas es tan poco respetuosa que prefiero no enterarme de quién ha matado a quién, y mucho menos cómo. Esto último es lo que más interesa, por lo visto, pero a mí me aburre y no me aporta nada, así que desconecto.

Pero el otro día fallé en la desconexión y me tragué una sección entera de higadillos y vísceras en la tele: peleas de bandas, asesinatos, la inevitable foto del alijo incautado por tal o cual policia, etc, etc, etc. Quiero pensar que en la tele cada vez son más rápidos incrustando esta sección entre otros temas más aburridos y que por eso no lo pude esquivar, pero también puede ser que me esté volviendo lento y que estas secciones me acaben enganchando cada vez más.

También debería decir que estas noticias realmente son las más humanas de todo el informativo, ya que tratan de personas y no de instituciones, o bancos, o gobiernos, o cosas completamente etéreas.

Me llamó la atención un caso en concreto: en no sé qué sitio, un chico ha matado a una chica, lo ha pillado la policía, él ha confesado y se encuentran en fase de juicio. Nada nuevo. En la tele se podía ver un grupo de personas fuera de los juzgados mostrando su dolor, su ira y su rabia contra el presunto asesino, u homicida, o como quiera que se le llame a alguien que mata a otro. La reportera de turno se lanza hacia el montón de gente y da con la hermana de la asesinada que, triste y resentida, le informa de que están pidiendo justicia mediante la aplicación de la Prisión Permanente Revisable para el acusado porque es la más eficaz en estos casos.

Vale. Aquí sale la víscera. A mí el acusado me da lo mismo, el caso es completamente desconocido para mí y, sin embargo, siento que tal y como me han contado la noticia, tengo que salir a la calle a prender fuego a los criminales y, de paso, a ese gobierno blandengue que los deja salir vivos. Por no hablar de los jueces corruptos que los condenan a condenitas de solo treinta años, los abogados millonarios que se forran cobrando de narcos, el sistema amañado para los ricos, la casta, la opresión, el hambre en África, el cambio climático, los veganos y la derrota de mi equipo de fútbol.

Todo, así comprimido en un instante, me da ganas de coger una antorcha, una soga y colgar por determinado sitio a ese asesino. Me indigno, se me revuelve el alma ante semejante drama repetido tantas veces... y yo aquí me bajo. 

A ver, que a lo mejor las cosas hay que pensarlas un poquito.

Para empezar, me gustaría acabar de una vez por todas con los eufemismos. La Prisión Permanente Revisable es la cadena perpetua. Per-pe-tua: Pa-ra-siem-pre. O, por lo menos, hasta que alguien la revise y diga que, bueno, que ya no es necesario y que el condenado puede salir. O sea que estar unos años encerrado (EN-CE-RRA-DO) parece ser que es poco y, ya puestos, que sea para siempre. O sea EN-CE-RRA-DO-PA-RA-SIEM-PRE.

Así visto, me gustaría saber para qué sirve la cadena perpetua. Se supone que la prisión en nuestro país tiene una función reformadora. O sea pillamos a un chorizo y lo metemos en una institución durante un tiempo para que se dé cuenta de que robar está mal. O algo así. Muy diferente es lo que hacen en otros sitios, donde se castiga al condenado, que no es más que una venganza, un ojo por ojo que implica que no confían en la reforma moral del condenado, sino que asumimos que es un mierda inútil y canceroso para la sociedad y lo condenamos a latigazos, galeras, desmembramientos, castración, o, incluso llegado el caso, la muerte. Muchos países aplican el ojo por ojo y ya vemos sus resultados. Encerrar a alguien para siempre entre cuatro paredes equivale a olvidarse de la redención, o la reforma, o lo que sea, y asumir que esa persona ya no es una persona, sino un mueble que estorba y del que ya no queremos saber nada nunca más.

Así visto, la cadena perpetua es una venganza contra el condenado que, además, sirve para que la sociedad se pueda olvidar de que hay gente mala por la calle.

Pero yo creía que lo que necesitamos es justicia, no venganza.

Y, claro, aquí nos topamos con el reportero que le pone el micro a los familiares de la víctima. Inevitablemente, éstos le dirán que quieren que se haga justicia, pero no es verdad, no puede ser verdad. Es imposible pedir justicia cuando han matado a tu hermana (o a tu hijo, o a tu madre, o a quien sea) porque como ser humano, sólo puedes pensar en la venganza. Y no una venganza cualquiera, sino algo realmente cruel, con sufrimiento y durante eones, para que ese malnacido que ha matado a tu familiar, sufra, sufra y sufra. Es lógico, es humano, es imposible de evitar. Por eso los reporteros se lanzan a por los familiares: saben que tienen carnaza fácil. Y todo se llena de peticiones de justicia, pero no es verdad, no puede serlo: lo que vemos es dolor e ira, y eso sólo lleva al ojo por ojo, a los latigazos, a las galeras...

Pedir justicia es pedir que un juez imparcial aplique la ley de manera que la pena sea proporcional al delito, pero es imposible querer que el asesino de tu hermana se reforme y sea un buen chico en pleno juicio. No puedes pensar en que debajo de ese acto tan (in)humano pueda haber capas de justificaciones, atenuantes, eximentes o incluso justificaciones.

Lo que ya no sé es qué puede pasar por la cabeza de cada uno cuando el tiempo nos permite reflexionar y ver todo ese proceso con cierta perspectiva. Puede haber arrepentimientos, puede haber sufrimiento por parte del asesino, o puede que no y que todo le importe un rábano. Puede haber perdón por parte de la familia de la víctima, o puede que no, y que sigan pidiendo venganza. Para eso existen los legisladores y los jueces, para aplicar esa reflexión en el momento del juicio y (en teoría, claro) hacer justicia, no venganza.

Ese "después" nunca sale en las noticias. Bueno, sí: cuando la cosa se tuerce y sale mal, como en el caso de los reincidentes.

Y por último, todo este rollo se cierra con el comentario de la pobre hermana: "pedimos la prisión perm... la perpetua porque es la condena más eficaz".

¿Eficaz?

Pues lo siento, lo siento, lo siento mucho, pero cuando ese criminal que no merece haber nacido mató a tu hermana, ya había cadena perpetua, y no evitó que la matara, al igual que en esos países donde existe la pena de muerte y que, sin embargo, sigue habiendo crímenes atroces. Así que, ¿de qué sirve pedir una cadena perpetua más que como venganza? ¿Dónde está esa eficacia? No es eficaz, no, y este caso en concreto lo ha vuelto a demostrar.

En fin, que no era más que un suceso pequeño dentro de una sección, algo que ha arruinado la vida de varias familias, pero que no ha merecido más que treinta segundos en un informativo que necesitaba rellenar de lágrimas un bloque informativo. Lo que yo vi no era más que dolor, ira, tristeza y un reportero con un micrófono. Un momento malo, muy malo, muy doloroso y muy personal. Algo efímero que variará mucho con una reflexión realizada a lo largo del tiempo, pero que no merecerá su desarrollo en una sección de las noticias.

Lo malo es que en esos pequeños momentos irreflexivos tan dolorosos aparecen esos que todavía no he nombrado por aquí, rebañan de esa sopa de enfado y se dedican a cosechar votos.

Y luego, les votaMOS. 

Y así nos va.



lunes, 3 de septiembre de 2018

EL DÍA DE LA ANESTESIA

El mensaje llega a través del móvil, red social, un grupo de gente. Está cargado de buenas intenciones y de bonitas palabras. Viene a recordarnos que "mañana es el día del cáncer" y que debemos compartir este mensaje porque tal y tal y tal. 

También viene a decir que habrá mucha gente que no lo compartirá.

Pero es que "mañana" no es el día del cáncer. Ni de los niños con autismo, ni de los muertos en las guerras, ni de la esclerosis múltiple, ni del hambre en el mundo, ni del planeta asfixiado, ni de la lucha contra el plástico, ni contra la matanza de cetáceos, ni de... ni de nada. 

Entiendo que todos los días son los días del cáncer (y de los niños con autismo, y de los muertos en las guerras, etc, etc, etc). Por lo tanto, lo primero que pienso es que este mensaje, cargado de buenas intenciones, puede no ser más que un virus o un mensaje de control, o cualquier cosa que se inventen los que nos manipulan.

Para empezar, me recuerdan que se me ha olvidado que hay gente enferma. Y si no es gente enferma, será una guerra, una causa, una utopía que me dejará intranquilo y con la sensación de que no estoy haciendo lo suficiente.

Entonces veo ese dato que dice que mucha gente no reenviará el mensaje. Claramente dirigido a mí, opresor que no quiero luchar contra el cáncer, o los niños con... bueno, que si no lo reenvío a setenta y cinco personas, soy un vulgar fascista y depredador planetario asesino de gente enferma. No tan explicitamente, pero es un reproche muy bien colocado que me llega a la conciencia, lo que me hace pensar que está ahi como prueba, como indicador de sus estadísticas a ver cuántos picamos cuando nos retuercen la conciencia de tal o cual modo.

Así que no lo envío.

Pero si lo envío, limpio mi conciencia. Me quedaré tranquilo y seré parte de esa masa de gente buena que lucha contra el cáncer, o contra el autismo, o contra la guerra, o... 

Y me doy cuenta de cuántos mensajes nos llegan para limpiar la conciencia. Cada vez más, y más agresivos, lo que viene a describir cómo tenemos la conciencia. Cuántas firmas en plataformas digitales apoyando buenas causas. Cuantos mensajes rebotados en las redes sociales con bonitas frases de esperanza y de buenas intenciones. ¿Quién las escribe, quién las piensa, quién las realiza? Por lo que yo sé, todos reenviamos esos mensajes y no creamos ninguno. Qué tranquilos nos dejan, pero al final no hacemos NADA. Un click, cinco segundos de nuestra vida para quedarnos tan tranquilos y, hale, a ver el fútbol, que llego tarde.

Nos dejan anestesiados, por lo que, para mí, esto se está convirtiendo en el día de la anestesia.

Y levanto la vista del móvil y hago esta foto para no olvidar que el cáncer no es "un día".


El cáncer es un pasillo de hospital cochambroso, horas de espera en ambientes deprimentes, baldosas sueltas, baños que no funcionan, fluorescentes que parpadean, ruidos y olores, médicos desbordados, enfermeras corriendo, celadores desesperados buscando una silla de ruedas y todo para, a lo mejor y si hay suerte, conseguir para el enfermo un día más de plazo, un mes, un año.

El cáncer son años y años de vigilancia, de controles, de análisis, de pruebas, de tratamientos, de experimentos, operaciones, noches de hospital durmiendo junto a enfermos como tú, de sillas incómodas, de comida de máquina, agua de botella de plástico, de meses de lucha, ánimo y buenas palabras por parte de esa gente increíble que lucha en claras condiciones de inferioridad para que sigas un día más.

El cáncer soy yo cuando me ahorro el IVA. Porque soy muy listo.

El cáncer es esa basura envuelta en una bandera que piensa que la sanidad debería ser rentable. Porque aman a su país mas que tú.

El cáncer es esa empresa de cosas imprescindibles que consigue no pagar impuestos y por la que haces cola por la noche cuando lanza un producto nuevo. Porque molan mucho.

El cáncer es despotricar de la mierda de la sanidad pública en el bar de la esquina y, en la misma frase, quejarse de los impuestos que tienes que pagar mientras fardas de cómo consigues evitarlo. Porque sabes mucho y a ti no te la cuelan.

El cáncer es la empresa farmacéutica que hace veinticinco años firmó una patente y que puede salvarte la vida, pero con un precio que ni tus nietos podrán pagar. Porque sí.

El cáncer es reenviar un mensaje de control de masas y quedarte tan tranquilo. 

Porque la anestesia social es el cáncer.



domingo, 19 de agosto de 2018

Y LA LUNA



... y levanto la mirada y al ver el paisaje que está ante mí desde hace horas empiezo a pensar cómo puede ser que lleve todo este tiempo mirando hacia el móvil y no hacia el paisaje.

...y cuando me doy cuenta de que, encima, está la luna, pienso que, definitivamente, no volveré a mirar la pantalla del móvil.

martes, 17 de abril de 2018

NO LE GUSTA

Al niño de diez años que sale en la foto programando un robot le gustan el 99'99% de las cosas de este mundo.

Se puede quedar extasiado mirando al mar. Puede pasarse horas escuchando la misma canción. Puede montar y desmontar una maqueta siete veces en una tarde para ver cómo queda mejor. Puede quedarse fascinado con un avión de papel, descubrir la física, los chistes de la geometría, la naturaleza de los números. Puede reirse como un loco cuando te hace un chiste sobre el infinito al igual que cuando suena un eructo en los dibus o imita el ruido de un pedo con el sobaco. Puede rehacer un programa informático meses y meses hasta hacer un juego alucinante... que no compartirá con nadie. Tampoco lo intentará, claro, porque piensa que a nadie puede interesarle nada de lo suyo.


Y es que hay una (¡una!) cosa que no le gusta y que, sin embargo, es el eje alrededor del que circulan el resto del mundo, tanto chavales como padres, como centros educativos:

No le gusta el fútbol.

Siendo crudos y sinceros, sin caretas ni tonterías, le deberíamos llamar "ateo", o "infiel", quizá "hereje", ya que no comparte la fe por un culto dominante; pero según las convenciones sociales actuales, eso lo convierte simplemente en un niño "raro". Podríamos decir que es diferente, o que tiene personalidad, o que no quiere perder el tiempo con el deporte, o que tiene otros intereses, o que, simplemente, no le gusta el fútbol. Pero no lo decimos y le ponemos la etiqueta de "raro".

Acertadamente, ya que "raro", según la RAE significa:

DLE: raro, ra - Diccionario de la lengua española - Edición del Tricentenario
1. adj. Que se comporta de un modo inhabitual.
2. adj. Extraordinario, poco común o frecuente.
3. adj. Escaso en su clase o especie.
4. adj. Insigne, sobresaliente o excelente en su línea.
5. adj. Extravagante de genio o de comportamiento y propenso a singularizarse.

Por supuesto, sucede que a su edad es el fútbol el que manda, pero podría haber sido otra cosa en otra época, y quizá le habría tocado a otro niño ser el raro. Puede que en un par de años sea tu hija la "gorda", o tu hijo el "cara crater", o... o cualquiera.

Pero ahora es el fútbol a un nivel de saturación plena. Podría quedarse de portero en el recreo. Podría animar. Podría ir a ver los partidos. Podría intentar que le gustase, pero es que, insisto: no le gusta el fútbol.

Y, así, como no juega ni está en ningún equipo, se pierde los ratos de enfado, los ratos de peleas, de insultos, de risas, de bromas, de camaradería, el odio al enemigo, el respeto a la derrota. Se pierde los viajes, la disciplina, el orden, la sumisión, la jerarquía, el moverse con los compañeros fuera de clase, fuera de la semana laboral. Se pierde ser de la manada, del grupo, de la tribu.

Y, así, cada lunes está un poquito más lejos de los demás.

Y, así, cada recreo se aparta y mira.

Y, así, no aprende a compartir, no aprende a quedar, no le dan el número de teléfono y no aprende a pedirlo, no está en el grupo de amigos del móvil, no se acuerdan de él cuando hay un cambio rápido. No participa en las bromas, no entiende los chistes y se pierde completamente en los detalles. Es molesto porque no puede seguir el ritmo del grupo. Y, como es lógico, el grupo se cansa y suelta lastre.

Y, así, aprende que no es necesario para los demás, que no es imprescindible, que no influye en nada ni en nadie porque, la experiencia se lo dice, todo sigue su rumbo sin él. Es una lección que los adultos aprendemos con el tiempo y podemos asumirla o reprimirla, pero un niño en esta situación aprende a ver la vida por una ventana sintiéndose completamente ajeno a ella, creyendo que la vida es eso de la gente "normal", o lo de las películas, o lo de los libros, sin entender que su vida es suya y que puede hacer con ella lo que a él más le guste.

¿Cómo explicarle que todo esto pasará, que encontrará su camino, que, quiera o no, tendrá una vida y que esa vida todavía está por empezar? ¿Cómo darle la tranquilidad que necesita para compartir sus ideas sin miedo al rechazo o la burla? ¿Cómo explicarle que son personas como él las que dan color al grupo, las que permanecen coherentes toda la vida sin acusar el desgaste del aburrimiento y la rutina que acabará afectando a todas esos que hoy son estrellas?

Qué bonito queda en las novelas, en las películas, en las fábulas con moralina final, cuando enseñan que hay que tener personalidad, ser uno mismo, seguir firmemente el camino sin dejarse llevar por modas o dogmas de fe sin sentido. Qué bien queda el protagonista cuando la chica se da cuenta y, juntos, forman una vida en común perfecta y maravillosa y bla y bla y bla...

Pero es mentira, y ser firme con diez, doce, trece, quince años es imposible. Y es duro, y es muy doloroso, e impide el desarrollo pleno de la persona que podría ser.

Crecerá escuchando constantemente el cuchicheo que siempre suena cuando pasa alguien diferente, un freak, un bicho raro, y no podrá menos que creérselo. A lo mejor será cierto porque no todo el mundo va a estar equivocado, ¿verdad?

Pero me niego. Me niego a aceptar que la mayoría tiene la razón. Me niego a pensar que una foto que a cualquiera puede hacer explotar el pecho de orgullo sea la causa de la tristeza de una persona y de la destrucción de un futuro por pura desidia mía, nuestra.

Me niego a asumir que vivo en una sociedad donde la religión dominante con sus ídolos millonarios condicionen la vida de un cerebro privilegiado malogrando todas las aportaciones que podrá hacer en el futuro para conseguir un mundo un poquito mejor en vez de soñar con una camiseta y un ferrari como el ídolo descerebrado y perfectamente sustituible del fútbol.

Curioso mundo este nuestro en el que quien no puede seguir el ritmo de los demás es quien con 10 años programa robots, y no al revés.

Y ASÍ CADA NOCHE

Cuántas horas, cuánto esfuerzo, cuánto empeño en sacar adelante ese párrafo, esa línea curva, la composición de esa fachada, el color de la fotografía, esa nota con su acorde...

Cuánta vergüenza consumida, cuánto pudor perdido para preguntar, cuánto sufrimiento por aprender técnicas, movimientos, estilos...

Cuántas horas de sueño empeñadas en publicar, compartir, ordenar, dar forma y que alguien pueda oír esa canción, ver ese dibujo, disfrutar esos colores, saborear esa pintura, habitar esa casa, repetir hasta el aburrimiento esa poesía...

Cuánta vida derrochada para que, al final, cuando lo veas publicado, suene, se construya, se forje, se levante o, en definitiva, escape libre del control de tu parte creativa...

...te des cuenta de que no tienes ni una miserable gota de talento.

martes, 10 de abril de 2018

DEL LUGAR


Sobre la pizarra del suelo, mampostería basta de caliza y pizarra de la zona unidas con mortero de cal del lugar.
Sobre el muro de piedra, adobes hechos con barro y paja, moldeados en el mismo lugar.
Sobre el adobe, madera de encina y roble, todos de los bosques del lugar.
Sobre la madera, tejas cocidas con arcilla de la zona.
Cubriéndolo todo, cal morena. También hecha en el entorno.


Perdonadme si me asombro cuando escucho a los que venden esa nueva "arquitectura sostenible".

O "ecológica".

O del lugar.

miércoles, 30 de agosto de 2017

MIS MANOS

Tengo dos manos. Cada mano, cinco dedos. 

Mis manos son lo que más veo cada día desde que nací. Están delante de mí. Cogen las cosas, teclean, tocan, trabajan siempre delante de mis ojos. Es normal que conozca bien mis manos.

Mis manos no han tenido grandes castigos. Un dedo un poco torcido por un balonazo, una cicatriz casi invisible en la mano derecha, un reloj al final de la izquierda.

No son manos que hayan trabajado. Mis manos teclean, dibujan, pulsan, tocan, pero no golpean, no arañan, no se agarran con todas sus fuerzas. No son manos para el campo, para el ladrillo, para la máquina. Nunca lo han tenido que ser, no saben cómo serlo. Puede que algún día lo tengan que ser.

Mis manos son, por lo tanto, manos jóvenes. 

Mis manos son las mismas manos que llevo viendo desde que recuerdo. 

Ayer mi hijo pequeño me cogió de la mano con su mano.

Pero la mano que vi en la suya era la mano arrugada de una persona mayor. No era mi mano. No reconocí mi mano. De golpe estaba áspera, torcida, torpe, avejentada y con aspecto de estar bastante cansada.

Hoy, mientras tecleo, miro mis manos. Vuelven a ser mis manos. Se mueven rápidas sobre el teclado, ágiles y con un repiqueteo rítmico de los dedos. Son mis manos de siempre.

Pero dudo de si realmente veo mis manos y cojo a mi hijo de su mano.

Y comparo.

Y al comparar, empiezo a comprender realmente cómo son mis manos.

lunes, 21 de agosto de 2017

EN AQUEL BAR

Una reflexión.

Hace unos cuantos (muchos) años, estábamos embutidos entre la masa formada por guiris y locales dentro de un estrechísimo bar a horas relativamente intempestivas intentando que los camareros nos atendieran y nos sirvieran unas cervezas.

La música estaba a tope, la gente gritaba al oido del compañero para poder entenderse (aunque a esas horas, no sé yo si nadie se entendía mucho) y el ambiente estaba cargadísimo de todo tipo de olores, masas, luces y demás sensaciones que a esas horas te parecen de lo más normal.

Posiblemente estaría sonando por los altavoces la canción de moda de aquel año. No había llegado el reguetón, no había llegado todavía el dans, no habían llegado muchas cosas de esas, pero podemos decir sin equivocarnos que el ambiente generado en aquella época y el actual es el mismo, con la diferencia del tabaco, por supuesto.

De pronto, se fue la luz.

Silencio.
Oscuridad.

Algún borracho empezó a protestar, otros a reírse, otros a aplaudir. Cualquier ruido gracioso valía, pero de allí no se iba nadie.

En pocos instantes, antes de que nadie pudiera decidir nada (claro, con la copa en la mano no te ibas a escapar), los camareros sacaron velas (¡VELAS!) y empezaron a iluminar toda la barra. Siguieron sirviendo copas, cervezas y cobrando a su ritmo, así que si ellos no iban a parar, los demás, tampoco.

Entonces ocurrió algo muy curioso: alguien empezó a cantar. No recuerdo qué canción. Seguramente alguna canción marinera, alguna cosa de esas que sólo te atreves a cantar cuando la cerveza te impide ver el ridículo que estás haciendo ("y cómo es él" de José Luis Perales, o "sigo siendo el Rey" de José Alfredo Jiménez, pero nunca "Asturias patria querida", que nadie se la conoce más allá del inicio), pero era una de esas canciones que casi todo el mundo se sabía.

Y los demás siguieron cantando. Una canción, otra canción, aplausos, otra canción, unas risas...

No recuerdo cuánto duró aquello, pero sí recuerdo que cuando volvió la luz, volvió la música y volvió el ambiente de "bar de moda", se escuchó un sonoro "ooooooooooh" por parte del personal. Cierto que no duró mucho, pero se escuchó claramente. Creo que todos sentimos esa sensación de perder nuestra fiesta. Nuestra, exclusiva, colectiva dentro de un recinto propio, diferente a lo que te podías encontrar en el bar de al lado.

Me acuerdo de aquello ahora porque me dicen (hoy) los chavales que se aburren. Que les diga qué hacer. ¿Yo? ¿Decirles qué hacer? ¿A unos chavales? ¡En mi vida he pedido yo que me dijeran qué hacer para no aburrirme! Y eso que me he aburrido todo lo que me ha dado la gana y más, como todo el mundo, pero jamás se me habría pasado por la cabeza pedirle a mi padre que me dijera qué hacer para divertirme.

Así que cada vez que oigo una cosa similar, me preguntó qué harán estos chavales míos cuando estén en un lugar de fiesta y se les vaya la luz. 

O cuando quieran cantar y no tengan música.

O cuando quieran hacer algo y no sepan cómo ni qué.

Habrá que probarlo.