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viernes, 8 de septiembre de 2023

SUYA

nota: este relato lo presenté al II CERTAMEN NACIONAL DE MICRORRELATOS CON PERSPECTIVA DE GÉNERO de Los Ojos del Júcar. No ganó, pero ha quedado entre los 21 finalistas con los que se compondrá un póster que se publicará en noviembre de 2023, presencialmente en Cuenca, virtualmente en la revista de Los Ojos del Júcar. https://losojosdeljucar.com/


SUYA

Le di mi risa, mis besos, mis abrazos y mi primera vez. Le di la niña que fui, la adolescente que dejé de ser y le regalé la mujer en la que me convertiría. Suya, para él, envuelta en amor, expuesta sin pudor a su cuerpo porque suyos eran mi piel, mi placer y, como amante, mi pasión.

Le di mi anhelo, mi sueño de vestido blanco y la ilusión de una estúpida casita con flores que aquella niña que ya no era había dibujado en cientos de diarios llenos de purpurina. Suya, para él, envuelta en esperanza, expuesta sin pudor a su antojo porque suyos eran mi futuro, mi cada día, y, como esposa, mi devoción.

Le di tres partos, dos hijos y una herida con forma de pequeña cajita blanca. Suyos, para él, risas, peluches, libros de colores, noches de llanto, biberones y el caos de los chupetes sucios, expuestos sin pudor a su despreocupación porque suyos eran mi cansancio, mi madrugada y, como madre, mi deber.

Le regalé no sufrir mi mes, mis mañanas legañosas, mis muchos defectos y los estragos que el tiempo fue marcando en un cuerpo que se iba convirtiendo en el triste recuerdo de aquella piel que antaño ardía ante su sola presencia. Suya, para él, envuelta en cremas, trapos y abandono, expuesta sin pudor a su desgana porque suyos eran mi falta de deseo, mi cansancio y, como mujer, mi culpa.

Le di mi olvido, le di la espalda y se llevó mi vida. Suya, mi vida suya, expuesta sin pudor al filo de un cuchillo que no me la pudo arrebatar porque ya se la había dado yo, porque suya era por mi voluntad, porque suya me mató, porque suya, me gritaba, era suya.


sábado, 26 de septiembre de 2020

LIMPIEZA

El limpiador es un hombre terriblemente desagradable. Insolente, maleducado, irrespetuoso, se aprovecha de que cuando recurrimos a él es porque no tenemos alternativa. Normalmente yo no trato con gente de esta calaña, pero en esta ocasión el objetivo a limpiar requiere que sea yo mismo el que organice la operación de limpieza.

Y él lo sabe.

Se aprovecha de estos momentos en los que tiene el control de la situación y se regodea haciéndome sufrir. No se ha limpiado los pies al entrar en mi despacho, no me ha dado la mano, no ha dicho un simple "buenos días", no ha esperado a que le indique el sillón donde puede sentarse y, sobre todo, no ha tenido la deferencia de esperar a que le ofreciera una copa, sirviéndose directamente una buena cantidad en un vaso con hielo.

Ahora está sentado en uno de mis sillones, tomando uno de mis licores, ignorándome por completo, saboreando mi nerviosismo como si fuera el humo de uno de mis cigarros. Lo tolero y en cierto modo me divierto con esta situación, pero no me gusta que estos muertos de hambre se atrevan a provocarme. 

-¿Qué hay que limpiar? -me dice cuando acaba de apurar la copa. Le muestro una fotografía que tengo en el teléfono y lanza un fino silbido al reconocer el objetivo-. Esto es muy serio. No esperen que las tarifas sean las habituales.

Estúpido. El dinero no es problema. O, por lo menos, no es problema en estas ocasiones ni para la gente que ha tomado esta decisión. ¿Quién se cree que puede ordenar hacer desaparecer al líder? ¿Un conserje, un encargado, un donnadie? Alguien con la capacidad de decidir acabar con la cabeza de todo un país nunca tiene problemas con las tarifas. Ayer, cuando me comunicaron la decisión de limpiar la presidencia, a nadie se le pasó por la cabeza pensar en las tarifas del limpiador. Es eficaz, sí, pero es estúpido.

Desecho su comentario con un tintineo de los hielos de mi vaso y me levanto esperando que se largue. No necesita saber más y no estoy para formalismos. No creo que necesite que le acompañe hasta la puerta.

Pero no se va.

Sigue degustando el licor, sentado cómodamente, aparentando que no ha visto mi gesto para que se largue de una vez de mi despacho. Frunce el ceño y finge pensar. Finalmente, cuando me resigno y vuelvo a sentarme ruidosamente, se digna a sonreírme y me hace la única pregunta que no debería hacer ningún limpiador:

-¿Por qué?

Es difícil que un limpiador, por muy bueno que sea -y éste es el mejor- me sorprenda, pero debo reconocer que lo ha conseguido. Son cuarenta años soportando gente como él, matones venidos a más, gentuza a la que no le importa mancharse las manos por unas migajas, lacayos, sicarios, basura, y nunca ninguno se había atrevido a hacerme semejante pregunta. Al fin y al cabo, las causas no influyen en su trabajo. Nadie se molesta en saber los motivos de la existencia de una cucaracha cuando la pisa, pero sí se preocupa de limpiarse bien la suela del zapato al acabar. Creía conocerlo, pero veo que me he equivocado.

No sé si es por tantos meses de trabajo y tantas noches sin dormir preparando la operación, o por el alcohol que llevo ingerido desde que recibí la confirmación de la limpieza a las tres de la madrugada, o por el sueño, o por todo a la vez, pero no me apetece discutir ni montar una escena llamando a seguridad para que lo saquen de aquí, y cedo. De cualquier modo, desde que hizo la pregunta he asumido que al finalizar la tarea habrá que limpiar a este limpiador. No me cuesta nada desahogarme con él y que durante unos días se crea seguro. Tomada esta última decisión, me siento liberado. Relleno mi vaso y me arrellano cómodamente en mi sillón para explicarle algo sobre el funcionamiento del mundo a este cadáver andante.

Durante cuarenta años hemos estado siendo justos con el país. Nunca hemos puesto al frente un hombre puramente cínico ni a uno puramente idealista. Un cínico nos serviría mejor, pero tendría nulo magnetismo y no podría ser nunca un líder fuerte. Un idealista, por el contrario, tendría toda la capacidad de arrastre de masas necesaria, pero podría anteponer sus ideales a nuestras necesidades. Antes, buscábamos a estos hombres, pero lo bueno de organizarse con mucho tiempo -generaciones- es que hemos podido ir criando nuestros cachorros desde jóvenes. Gente lo suficientemente idealista como para ser grandes líderes, con buena presencia, buena dicción, buenas intenciones, a los que con el paso del tiempo cargamos de responsabilidades que hacen flaquear sus ideales o, mejor dicho, que comprenden las cuatro verdades de la vida y asumen un punto cínico lo suficientemente claro como para servir a quien tiene que servir. Las deudas se pagan, y nosotros somos unos acreedores temibles.

Si vemos que de nuestros candidatos, repartidos convenientemente en cada partido, alguno destaca y tiene la capacidad de llegar a gobernar, nos dedicamos en cuerpo y alma a que deguste la vida. No hay idealista que se resista a la buena vida, y  la buena vida no es para los idealistas. O, por lo menos, no se la merecen. Así que cuando llegan al cargo, están convenientemente atados a nosotros. Sí, es cierto, tienen su poquito de libertad para propagar ideales que llenen titulares, pero eso a nosotros nos da igual siempre que la tendencia global sea la adecuada. Adecuada para nosotros, se entiende.

Nuestro objetivo a limpiar fue en su día uno de estos chicos idealistas. Un líder nato que llevaba camisetas con guillotinas pintarrajeadas, lemas caducos, ideales estúpidos de repartos, igualdades y limpieza... ¡Limpieza, qué ironía! No tardó mucho en cargarse de responsabilidades, que son mucho más pesadas que las deudas, y lo fuimos ascendiendo rápidamente hasta su cargo de hoy. No fue sencillo, no. Hubo muchas reticencias por sus ideales de juventud, pero las acallamos rápidamente exponiendo las responsabilidades que había contraído. Incluso se puso sobre la mesa el tema de la familia. Nada nos ata más que la familia, y este estúpido idealista se cargó de hijos. Aunque todo lo demás fallara, la baza de los hijos nos dio el poder vitalicio sobre él.

Es en este punto de la explicación cuando el limpiador enarca las cejas y sonríe. Ha comprendido lo que pasa y parece encontrarle la gracia a la situación, pero no la tiene, no. Ninguna. Por lo menos para nosotros, se entiende.

Hace cosa de un año, nuestro hombre, ya fuertemente instalado en el mando, perdió a toda su familia. Un golpe duro, durísimo, debo reconocerlo, que ni yo mismo habría podido soportar. Lo arropamos, le ayudamos todo lo que pudimos, pusimos a su disposición toda la ayuda humana y divina que estuvo en nuestras manos, y de verdad creímos que, cuando al poco tiempo volvió a ponerse al timón, volvía a estar en plenas facultades.

Pero no fue así. Algo se había roto y, lamentablemente, parece que era la cadena que lo tenía atado a nosotros. Y ya lo he dicho al principio: no hay hombre más peligroso que un idealista a los mandos. ¡Ah, qué año nos ha hecho pasar! Parece haberse dado cuenta de que sin la baza de la familia, podría escurrirse entre nuestros dedos y ejercer el poder... con ideales. Y lo está haciendo. Está fuera de control, arrastrando con su carisma a las masas y, lo que es peor, a sus compañeros, que también empiezan a darnos problemas. Por primera vez en muchos, muchos años, desconocemos el resultado de las votaciones que se realizan o, lo que es peor, sabemos que serán siempre a favor de los ideales de este descontrolado. Hemos intentado hablar con él, sí, y también hemos hecho presión en su entorno, en los medios, pero nos hemos dado cuenta de que, aunque sí tenemos fuerza, no tenemos dónde presionar para hacerle daño. Es un hombre libre, y eso no es admisible.

De un tiempo a esta parte ha renovado los cargos de su entorno, ha colocado a otros idealistas en puestos clave, calaña universitaria pragmática y profesional, pero llena de... ideales, y ya se niega a recibirnos. Nos llegan rumores alarmantes de que tiene colgada en su despacho aquella camiseta con el dibujo de una guillotina y que se la muestra con orgullo a todos a lo que permite la entrada. Antes de que siga adelante, antes de que empiece a hacer verdadero daño al orden correcto de las cosas -correcto para nosotros, se entiende-, se ha tomado la decisión de apartarlo, y la mejor manera es haciendo una limpieza.

Le cuento más o menos todo esto al limpiador, quizá adornando la historia, quizá omitiendo algunos detalles, y, cuando acabo, estoy jadeando como si hubiera corrido una maratón.

-¿Satisfecho? -le pregunto.

Él ladea la cabeza y asiente vagamente.

-Sólo quería confirmar unos detalles -me dice-, y, sí, parece que son correctos.

¿Correctos? Abro la boca para mandarlo a la mierda, pero suena el teléfono. No es el fijo del despacho, sino mi móvil personal, un número al que poca gente tiene acceso.

-Coja, coja -me dice el limpiador rellenando su vaso con más licor-, no se preocupe por mí. No tengo prisa.

¿Prisa? ¿Que no tienes prisa? ¡Basura! Pensar en su limpieza me permite controlar mi ira al descolgar el teléfono. Es un miembro de la junta, y su tono es apremiante. Me suelta una parrafada incomprensible prácticamente a gritos y, aunque no entiendo casi nada de lo que dice, su tono me asusta. Camino hasta el extremo del despacho para evitar que lo escuche el limpiador e intento calmar a mi interlocutor, pero es imposible. No hace más que hablar de la limpieza, la limpieza y la limpieza. Farfulla no sé qué sobre una purga y cuelga.

Cuando me giro para volver a mi asiento me encuentro con el limpiador de pie a menos de un metro de mí, sonriente. 

-Su historia tiene una errata -me dice-. La camiseta no tiene una guillotina dibujada, sino una horca. Pero debo reconocer que tiene toda la razón en una cosa: no hay nada más peligroso que un idealista al timón. -Levanta la pistola y me encañona entre los ojos -. Por lo menos para ustedes, se entiende.

lunes, 29 de abril de 2019

IN FRAGANTI (II)


Siempre me ha parecido fascinante la paciencia que tienen las esculturas al posar para los turistas. Aparecemos con nuestras cámaras, bolsas, libros, ruidos y tonterías varias y ellas, muy profesionalmente, mantienen el tipo y aguantan para que podamos sacar esa mala foto o hacer ese triste comentario que jamás les llegará a hacer justicia.

A veces he espiado frisos enteros durante horas intentando pillarlas en un renuncio, en una mala pose, un mal gesto, un desaire. Son casi mil años aguantando las estupideces de los seres humanos (o las cagadas de las palomas) y, sin embargo, jamás parecen estar molestas o salirse de su papel.


Ven pasar los tiempos, los modos, las tecnologías. Dudo mucho que una gárgola situada en lo alto de una catedral pensara que iba a tener que aguantar los humos de los tubos de escape, los ruidos de autobuses y coches, o posar con el cuidado que requieren los objetivos de 300 mm. O que una estatua de relieve situada en un rincón oscuro de una iglesia románica tuviera que seguir impertérrita a pesar de la oscuridad sabiendo que podemos dispararle a ISOS altísimos en condiciones de poca luz. Y, sin embargo, los ponemos a prueba y les pedimos que se mantengan como en el siglo XI o XII para que nosotros nos creamos evolucionados, superiores, desarrollados.


Pero el otro día lo conseguí. No sé si porque se creía amparada en la oscuridad, no sé si porque era algo urgente...




... pero una de ellas tuvo que contestar al móvil.

¡Y la pillé!

jueves, 16 de noviembre de 2017

SUICIDA

Cuando el juez de guardia llega a lugar de los hechos, la policía ya está acabando con su tarea. En una esquina, la psicóloga consuela a la mujer de la víctima, en la otra, los de la científica van recogiendo su material.

El juez se acerca al inspector al cargo y le pide un resumen. El policía lee sus notas:

- A eso de las 3 de la mañana, el teléfono de emergencias recibe una llamada de una mujer llorando y pidiendo ayuda para su marido. Los médicos de la ambulancia llegan al lugar de los hechos y se encuentran el cuerpo del hombre sentado en el sofá, pero no pueden hacer nada por él. Cuando llegamos nosotros, nos encontramos la escena que está viendo, señor juez. Tomamos declaración a la mujer, muestras y esperamos al personal del juzgado.

Efectivamente, el juez se encuentra con una escena dantesca. El cuerpo del hombre está sentado, en pijama, con una mano metida en un cuenco con patatas fritas con sabor a rayos, con la otra en el mando a distancia, los ojos desorbitados, muertos, inerte para siempre. Detrás, contra la pared, aparecen desparramados los efectos del impacto: ideas por acabar, pretensiones, sueños, esperanzas, frustraciones, obras de arte por pintar, esculturas por cincelar, novelas por escribir, música por disfrutar, vida en común, familia, amigos...

Debía de ser un hombre activo, inteligente, con mucha vida interior porque los efectos del impacto han desparramado mucho material por la pared.

El juez se acerca al cuerpo, le pasa la mano por delante de los ojos y no recibe respuesta ninguna.

En fin, piensa, hay peores maneras de dejar de vivir.

Se acerca a la mesita de la sala donde se encuentra la nota que ha dejado la víctima: "Estoy cansado. No dejo de pensar, pero mi opinión no sirve para nada. Para vivir así, prefiero vivir como los demás. Confieso que yo encenderé el aparato de televisión, nadie tiene la culpa. Adiós. Te quiero"

- Apunte - le dice al secretario -: según el relato de los agentes y las pruebas físicas (aun por confirmar según informes técnicos preceptivos), se confirma que el sujeto presenta estado de muerte intelectual. Causa: suicidio mental por sobredosis de programación de tv mediante impacto directo.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

INVISIBLE

El inspector entra visiblemente enfadado en la sala de detenciones. Los dos agentes que han traído esposado al hombre que espera sentado tienen cara de circunstancias. Saben que no conviene molestar así al jefe, pero esto les supera.

- ¿Por qué está detenido? - pregunta el inspector a los agentes.

- Un altercado - dice el más alto -. Se puso violento en una tienda de ropa en un centro comercial y montó tal follón que acabaron llamándonos.

- ¿Cómo de grande el follón?

- Pues la dependienta aterrorizada, dos seguratas con los dientes por los suelos, percheros volando, ropa desparramada... lo habitual de un pirado. Lo redujeron entre seis y cuando llegamos ya lo tenían bien atado.

- ¿Drogas, alcohol, enfermedades mentales?

- Nada, señor, una persona normal y corriente.

- Entonces, ¿a qué vino semejante histeria?

- Dice que fue a comprar una camisa, que llevaba toda la tarde en el centro comercial y que cuando finalmente la encontró y quiso pagarla, la dependienta no quiso atenderle.

- ¿Es eso cierto?

- Hemos hablado con la chica y nos jura que no le vió. Que sólo se dió cuenta de que había alguien intentando pagar cuando empezó a ponerse violento y que, claro, le contestó mal, discutieron, llamó a seguridad... vaya, que la liaron bien liada. 

- ¿Y él qué dice?

- Que se puso a la cola, que sacó la tarjeta de crédito, que carraspeó, llamó, hizo gestos y que, sin embargo, la chica no quería mirarle. Que estaban a menos de un metro el uno del otro simplemente separados por el mostrador y que ella se dedicaba a ordenar el mostrador, recoger cajas, mirar papeles y cosas así. Entonces se puso a dar golpes y cuando la chica le recriminó y le dijo que no le había visto, él se puso a gritar que estaba harto de tanto ninguneo, saltó el mostrador, cogió unas tijeras, destrozó las tarjeta de crédito, prendió fuego a su cartera, machacó su teléfono... Cuando llegaron los de seguridad tenía ya media tienda patas arriba.

- Ya... - el inspector enarca las cejas, cansado -. ¿Y para un altercado de mierda me habéis hecho venir hasta aquí? ¿Es que no sabéis meter a este al calabozo y pasárselo al juez?

Los dos agentes se miran. El alto traga saliva y el otro busca pelusillas en la manga de su uniforme. Finalmente, el alto se decide.

- Verá, señor, es que no podemos identificarlo.

- ¿Cómo que no? ¿Y el dni, o las tarjetas o algo similar?

- Todo ardió, señor.

- ¿Y con las huellas, algo de antecedentes, su nombre?

- Nada. Y se niega a hablar.

- Algo lo definirá, ¿no?

- Bueno, señor - dice el más bajo - la verdad es que hemos buscado y no hemos encontrado nada. No es una mujer, no tiene menos de 35 ni más de 45 años, no es transexual, no está en paro, no vive en la calle, no es zurdo, no lleva gafas, no está enfermo, no es inmigrante, no tiene tatuajes, no tiene piercings, no tiene anillo de casado, no está en la base de huellas de criminales, ni de protegidos, no tiene barba, ni bigote, ni los dientes torcidos o perfectos, no lleva crucifijos, medias lunas, estrellas, símbolos religiosos de ningún tipo, no entró en tiendas de esoterismo, comida sana, deporte o estética, no tiene coche...

- Maldición - dice el inspector -, creo que ambos tienen razón: la dependienta no lo pudo ver.

- ¿Cómo puede ser eso, señor?

- Está bien claro: no es nadie.

miércoles, 12 de julio de 2017

FE

Cuando los de la Brigada para la Libertad Religiosa derriban mi puerta, yo ya les estoy esperando cómodamente sentado a la mesa de la cocina. Me estoy tomando el que, posiblemente, sea mi último café en mucho tiempo. Me he preparado unas tostadas con su mantequilla y todo. También me he puesto ropa cómoda, pero resistente. Sé que me esperan muchos días de calabozo e interrogatorio. Sé qué tipo de interrogatorio va a ser, y lo sé porque hasta esta misma mañana yo he sido inspector de la Brigada para la Libertad Religiosa.

Me lo olía desde hace tiempo, pero no he sabido que vendrían a por mí hasta que esta tarde he llegado a casa y me he encontrado una pintada en la puerta: Hereje, ponía. Hereje. Hay que joderse. Ya no sabemos ni utilizar las palabras. Por lo menos la han escrito con "H", que ya es mucho. Me definiría más bien como ateo, pero es que eso del ateísmo todavía (insisto: todavía) no está penado por la ley y lo de hereje suena mucho mejor para la prensa.

Para ser culpable de herejía hay que discrepar estando en la fe o haber pertenecido a una de las congregaciones, y de todos es sabido que yo no pertenezco a ninguna. Es cierto que de pequeño seguí un poco la Doctrina. Recuerdo domingos en familia acudiendo al Templo e incluso disfrutando de la ceremonia, pero siempre he preferido pensar que era por estar con la familia, no por la creencia o la ceremonia en sí misma. Por lo tanto, no puedo ser hereje. Quizá mi abogado (si me conceden uno, claro, que esa es otra historia...) intente seguir por esta línea de defensa, pero dudo mucho que ahora mismo haya abogados dispuestos a defender con ganas a un acusado de Herejía.

Tampoco es que me entusiasme mucho lo de ser libre en un país donde la Herejía está penada con la perpet... Perdón: con prisión permanente revisable.

Los primeros que entran son los del Grupo Especial, esos que van de negro, con el casco, el chaleco, las luces molonas, las gafas superchulas y toda esa jerga de "afirmativo, te copio, oquei, negativo, repito, negativo" y esos gestos que hacen con las manos para hablar como los sordos. La cosa es que cuando derriban mi puerta no actúan en silencio. La diferencia entre las casas de las películas y mi casa es que yo vivo en un piso normalito, con muchos vecinos, un edificio vejete que tiene los suelos de terrazo y la escalera abierta a todos los rellanos. Vamos, que se escucha todo. Si alguien está hablando en el portal, los del cuarto nos enteramos de todo. Y si lo que entra por el portal es una manada de bestias de 2x2 armados hasta los dientes, por mucho que no hablen, se les oye subir.

¿Sabes qué pasa si dejas la puerta abierta y le dan con un ariete? Pues eso, que no se rompe, sino que rebota y le vuelve al del ariete a toda velocidad. No influye en el resultado final, pero ver el salto que pegan cuando ven la puerta volver mola un rato y aprovecho para sonreir con todos mis dientes (los echaré de menos).

Como no quiero darles motivos, he dejado mi placa y mi pistola encima de la cocina, muy lejos de mi alcance, pero a la vista de los que entran. Nada de dispararme en defensa propia, no, no, no, no. Aun así, me lanzan una descarga eléctrica. Estoy sentado con las manos sobre la mesa, los pies separados, la cara levantada hacia ellos, sin elementos peligrosos a mi alcance (un tenedor, por ejemplo, o una espumadera, o un temible palillo para los dientes) y no tienen otra idea que derribarme a descargas. ¡Que la puerta estaba abierta y ya me había rendido, joder!

Pero da lo mismo: son los del GE, y tienen que comportarse como GE, que para eso les pagan.

El inspector encargado de detenerme es un chico joven, nacido en la época dorada de los Ídolos, no como yo, que todavía recuerdo a los de la Doctrina trabajando únicamente por placer. Lo he tenido de refuerzo esta última temporada mientras estábamos investigando lo de la secta LFP, pero tengo la sensación (ya no: ahora tengo la certeza) de que es un adepto que ha caído en la fe y me ha denunciado. Nunca lo sabré porque las acusaciones de herejía pueden ser anónimas. Lo malo de este caso es que si ha sido él tendrá muchísimas pruebas contra mí. Para empezar, cuánto nos hemos reído de las siglas de esta mierda de secta: Laxos y Fofos Penes, Locos Feos y Palurdos, Los Falsos Profetas, Laca Fijador y Peluca, Lerdos Fantasmas Pichaflojas, etc, etc, etc. En la brigada siempre hemos hecho algo similar con las sectas a las que hemos investigado porque le quita seriedad. Hay que tener en cuenta que estamos hablando de fe, y la fe es algo tan intenso que sobrepasa a la propia persona que la tiene. Nos tomamos nuestros casos en serio, pero siempre es necesario un desahogo. Ahora mismo todo desahogo adoptado en el caso de la LFP será considerado Herejía.

Lo siguiente es destrozar mi piso en busca de pruebas. Seguro que las hay. No sé dónde ni cuáles, pero estoy seguro de que un buen investigador encontrará todo tipo de pruebas más que concluyentes de mi Herejía. Yo también lo hacía y era bastante bueno. Por si acaso, les he dejado mis discos de memoria y ordenadores bien a la vista, no sea que buscando, buscando, prendan fuego al piso. No es que tenga la romántica idea de que vaya a volver a ver este piso en mi vida, pero es que me queda mucha hipoteca por pagar y mi única opción de librarme de esa carga desde la cárcel es vendiéndolo. También tengo la opción de alquilarlo. Sé que hay una buena demanda de pisos de este tipo en los que han vivido herejes y a lo mejor me puedo agarrar a esa opción. No sé, a ver qué sale de esto.

No soy muy experto en casos de Herejía. La Brigada para la Libertad Religiosa se formó específicamente para proteger a la gente de charlatanes con la habilidad suficiente para saquear fortunas. Nos dedicábamos a rastrear el dinero que se iba acumulando en empresas que únicamente vendían Fe. Muchas veces actuábamos de oficio para comprobar que tal o cual congregación religiosa no estaba destinada a sacarle los cuartos al personal. Sobre todo le dedicábamos muchas horas a los datos contables más que a los datos personales o de fe, pero los casos más complicados solían llegar mediante denuncias de particulares. Habitualmente, algún hijo o nieto que ve cómo su padre o su familiar más cercano empieza a donar generosamente su tiempo y dinero a determinado grupo en particular.

Es fácil vender la fe, si sabes cómo. Hay que tener habilidad y saber encontrar esos núcleos de gente descontenta o desilusionada, además de disponer de los recursos suficientes para que tu negocio empiece a andar. Si todo iba bien, abortábamos (no sé si la Doctrina permite utilizar este término todavía, a lo mejor me estoy metiendo en otro lío) el negocio en su fase inicial, cuando el grupo empieza a convertirse en congregación.

Cuando empecé en esto y no era más que un novato con placa, había un grupo de veteranos provenientes de otros departamentos mucho más duros que no dejaban pasar una y que siempre me hacían la misma pregunta: ¿cómo sabes que es una secta y no una religión? Nunca me lo dijeron, los muy cabrones, y se reían de mí si empezábamos a meter la nariz en un grupo acosándome con la preguntita. ¿Y si es una religión? ¿Y si no es una secta? ¿Y si es la fe verdadera? ¿Y si estás atacando a la única verdad? Me volvían loco.

Durante mucho tiempo me creí aquello de que la diferencia entre religión y secta era su finalidad y el número de adeptos hasta que una vez desmantelamos violentamente un grupo que tenía sedes, delegaciones y una infraestructura legal totalmente asentada con cerca de un millón de adeptos en todo el continente. Nos coordinamos en diferentes países, entramos de noche, les desmontamos el chiringuito y, hala, a otra cosa. De la noche a la mañana, un millón de personas pasaron de ser creyentes a ser un millón de primos engañados por un charlatán. Y sanseacabó. No dieron más problemas, lo que me llevó a pensar que la diferencia no puede estar en el número de adeptos.

Ahora lo sé, pero hace diez años todavía no lo sabía, y eso que es una lección básica de la formación para entrar en la Brigada para la Libertad Religiosa, pero, seamos serios: ¿quién hace caso de la formación?

Pues eso.

El traslado hasta la comisaría es incómodo porque tengo los pantalones mojados. Como sabía que venían a por mí y qué le ocurre a los esfínteres cuando te dan una paliza o una descarga, he tenido la precaución de no beber mucha agua y orinar mucho mientras les he estado esperando. Creo que en mi cuerpo sólo tengo el poco café que me he bebido justo antes de que entraran y he conseguido no hacerme pis encima mientras me pateaban un poco en el suelo. Evidentemente, como no he mojado mis pantalones, uno de la GE lo ha hecho por mí entre las risas de sus colegas.

Sé quién es, lo ha hecho otras veces conmigo al cargo y tengo sus datos. No le guardo rencor, pero en cuanto tenga acceso a un terminal de ordenador (supongo que en la cárcel al final del juicio, hacia el año que viene, pero no tengo prisa), voy a comerme sus finanzas, falsear su ficha, arruinar su vida y cargar de deudas a todos sus herederos. Para mí es fácil y toda la brigada lo sabe. No entiendo cómo se puede ser tan tonto. El agente que me traslada hasta el furgón sí lo debe de saber porque se comporta correctamente conmigo mientras me baja cuatro pisos por la escalera. Buen chico. También sé quién es. A la familia de este no le haré nada.

Insisto: a la familia.

Acabo en la sala de interrogatorios de la Brigada (sólo hay una, que no somos los de Delitos Económicos) un poco magullado y esposado a la mesa. Curioso acabar aquí, ya que estoy seguro de que toda esta porquería comenzó en esta misma sala hará más o menos diez años. Es como muy poético esto de cerrar círculos. Queda bonito cuando lo cuentas, pero no hace la menor gracia tener la nariz rota, los oidos zumbando, el cuerpo morado y oler a pis de otro. Y eso no es parte de ningún círculo poético.

Aquel hombre que puso la denuncia se podía haber quedado en su casa. O haber venido en un turno que no fuera el mío. O haber venido un día que yo no hubiera estado tan cabreado con el mundo en general. Ni me acuerdo de por qué estaba tan enfadado aquel día . Supongo que siempre estaba enfadado, que para eso me pagaban.

Puso la denuncia en ventanilla. Ni onlain, ni nada: en ventanilla. Vino hasta la comisaría a poner la denuncia con sus propias manos, a decir las cosas con su voz y a firmar con un boli azul. Con un par.

Lo malo es que el funcionario que le atendió tuvo tiempo de ver lo que iba escribiendo en su denuncia y le pidió que esperase un poco, que iba a llamar a un superior. A mí. Tuvo que llamarme a mí, que aquel era mi tercer día seguido de turno, segunda noche sin dormir, más puesto de cafeína que de nicotina, (o al revés, ya no me acuerdo), harto de darle de palos a un profetilla de barrio que había desvalijado a una jubilada y tan cansado que cualquier cosa me habría tumbado al suelo.

Leí la denuncia lo menos seis veces. Me asomé a la zona de espera para ver si aquel tío era un bromista, algún colega bromista, pero resultó un completo desconocido, un señor de lo más vulgar, sencillo, aburrido. Su denuncia estaba correctamente escrita, muy bien expuesta, sin incongruencias. Imposible rechazarla. El funcionario de ventanilla me miraba de reojo, asustado y a la vez aliviado de haberse quitado la responsabilidad de encima. Yo todavía podía librarme de esto si conseguía que aquel hombre no tramitara la denuncia. Le llamé y pasamos a la sala de interrogatorios. Sí, a esta misma sala, qué cosas.

Era un hombre correcto, inteligente y bien educado. Creo que estaba más asustado que yo, pero se notaba que tenía su decisión bien tomada. Le pregunté por qué y, mal que bien, me fue contando su historia.

Había nacido en una familia perteneciente a la Gran Familia Blanca, que es una de las familias de la Doctrina de la LFP (limpios felices perturbados), posiblemente la más poderosa. Todos los domingos iba al Templo y seguía a sus ídolos y profetas sin dudar de sus palabras ni de sus actos porque eran gente de la Familia Blanca que iba adquiriendo la habilidad y el conocimiento para ir subiendo dentro de la estructura y que daban ánimos a los adeptos como él cada vez que conseguían un logro importante para el grupo. Así se convertían en ídolos de los que nadie dudaba. Poco a poco los ídolos se fueron convirtiendo en Profetas, cuyas palabras y actos no sólo no son cuestionables, sino que son doctrina. Si el Profeta dice que ama a la Gran Familia Blanca porque es una verdadera familia, nadie lo duda y se convierte en ley.

Nuestro hombre se sintió un poco extraño cuando los profetas empezaron a llegar desde otras congregaciones o diferentes familias. Se suponía que los ídolos habían amado a sus anteriores familias. ¿Cómo los podían abandonar? Era conocido que sus antiguos seguidores les insultaban, renegaban de su doctrina y les impedían volver a sus antiguas casas. ¿Es eso correcto? Sí, decía el Padre de la Gran Familia Blanca: ha huido y viene a la verdadera congregación de la Doctrina, donde estará a gusto y le amaremos eternamente.

Y nuestro hombre se lo creyó. Y lloró mucho cuando algún Profeta huyó a otra familia. Sufrió, rompió sus imágenes, quemó sus publicaciones, renegó de todos los años de amor hacia aquel ídolo caído, convertido ahora casi en un demonio. Pero nunca dudó de las explicaciones del Padre.

Tampoco dudó cuando la liturgia empezó a hacerse insoportable. En los medios de comunicación se hablaba más de los Profetas que de sus enseñanzas, más de los Ídolos que de sus acciones durante toda la semana, desde que acababa la liturgia de un Domingo hasta que comenzaba la liturgia del Domingo siguiente.

Su fe empezó a flaquear cuando, agotado y casi sin poder pagar la entrada al Templo, las ceremonias empezaron a realizarse también otros días. De vez en cuando surgía una celebración extraordinaria y había que asistir al Templo. Incluso a los Templos de las otras familias. Si había que pagar atobuses, aviones o barcos, se pagaban. Se hipotecaban las viviendas, se retiraba el dinero de las cuentas, todo por la verdadera fe de la Doctrina, y si uno vive solo a lo mejor se lo puede permitir, pero nuestro hombre tenía una familia con tres niños pequeños que tenían que comer. Un día se encontró dudando si comprar el acceso al Tempo o ahorrar para los niños y su fe se empezó a resquebrajar.

La duda es el primer síntoma de desintoxicación. Nuestro hombre empezaba a cuestionar su fe, que es el paso más grande.

Aun así, siguió adorando a los Ídolos y Profetas, que cada vez venían de más lejos y duraban menos tiempo dentro de la Familia Blanca o de cualquier otra Familia de la Doctrina que, sin embargo, no veía con malos ojos aquel baile tan extraño para los creyentes.

Los días de celebración de la Doctrina pasaron a llenar toda la semana. Fue duro al principio ver cómo los demás devotos asistían al templo y él no podía permitirse su asistencia. La grieta de la duda empezó a ser permeable.

El colmo, me dijo, fue cuando las diferentes familias de la Doctrina de la LFP (Lógicos que Finalizan por el Principio) empezaron a traficar con  la fe de los niños. Es tradición que cada familia eduque a sus hijos en la fe que profesan y que poco a poco vayan eligiendo una familia. No es extraño que en una misma casa convivan miembros de diferentes familias, pero siempre como opción, y no como adoctrinamiento agresivo. El hijo menor de nuestro hombre, de unos tres años, cayó en una profunda depresión cuando la Gran Familia Blanca sufrió un fortísimo revés en el extranjero. Quizá un adulto sufra, pero sabe gestionar el dolor (más o menos, que en todas las casas cuecen habas y conocemos casos de peleas y divorcios por estos motivos), mientras que un niño sólo puede sentir que el mundo se acaba y quería morir. ¡Con tres años!

Al poco tiempo, encontraron en la habitación del hijo mayor, de unos seis años de edad, un uniforme completo para la liturgia de la familia Roja y Blanca. No sabía de dónde había salido ni quién había podido lavar el cerebro de su hijo de tal manera y nuestro hombre se rompió.

Tardo meses en decidirse, pero cuando tomó la decisión, acudió a comisaria y redactó la denuncia contra toda la LFP acusándolos de ser una secta peligrosa que atentaba contra la libertad religiosa.

La LFP (Listillos, Fanáticos y Peligrosos), ni más ni menos. Nada de una facción herética o unos imitadores. Nada de una familia completa, no: vino a denunciar a toda la LFP con todas sus Familias, facciones, subdivisiones, etc.

¿Y quién estaba allí para atenderle, muerto de sueño y con ganas de pillar la cama y acabar su turno? Pues un servidor, efectivamente. Tendría que haberlo mandado a freir monas y explicarle que la LFP era una creencia perfectamente legal, que tenía sus fanáticos y sus creyentes moderados y, sobre todo, que tenía mucha mucha mucha mucha pasta y, por lo tanto, muchos muchos muchos muchos abogados.

Pero no: firmé la entrada, emití el sello, le di una copia y, hala, a la cama, que mañana será otro día.

Mientras me acuerdo de aquello se abre la puerta de la sala de interrogatorios y entra el jefe. Sin decir ni mú, se acerca a mí y me suelta tal bofetón que se le han tenido que romper un par de dedos. Por entre el zumbido de mis oidos enfoco un ojo en su cara y veo que está congestionado. Supongo que si pudiera, me mordería, pero no le da tiempo porque de inmediato entran dos agentes de uniforme, lo tumban sobre la mesa y, para mi sorpresa, le ponen las esposas y se lo llevan detenido.

Durante una millonésima de segundo, atontado y sin poder razonar demasiado, pienso que aquellos agentes han detenido al jefe (a su propio superior) para evitar una tortura que me llevase a la muerte, pero me da un ataque de risa al pensarlo porque eso nunca ha sido excusa. Anda que no se ha muerto de manera natural gente en esta sala. Buf, ni sé decirlo.

Seamos gente seria, que esto es una historia seria: se llevan al jefe detenido porque el tema que he liado es tan gordo que se van a cepillar a todo el que haya tenido alguna relación con este caso. Y él permitió que yo hurgara en el tema.

Al día siguiente de sellar la denuncia contra la LFP (Liendres Faltas de Pelo) me arrastraron (metafóricamente, que todavía era inspector, no nos adelantemos) hasta el despacho del jefe, donde tuve que aguantar una de las broncas más espantosas de mi vida. Creo que estuvimos cerca de una hora discutiendo sobre la viabilidad del caso contra la LFP y al final, no sé cómo (no, en serio: ¿cómo lo hice? ojalá lo supiera para poder repetirlo), me concedió dos días enteros para montar las líneas maestras de este caso. Si al final de esos dos días no aparecía con un caso sólido, perderíamos la denuncia entre otros millones de papeles y no volveríamos a nombrar este caso.

Bah, fácil. Con cinco minutos me sobraban, pero aun así, durante aquellos dos días trabajé como un animal recopilando datos que sustentaran la idea de que la Doctrina era (no era: lo es, como ha quedado demostrado conmigo) una secta peligrosa que atentaba contra la libertad religiosa.

Tampoco él tenía muy buena cara cuando nos reunimos a los dos días. Se sentó a esperar una avalancha de datos y cifras, pruebas y líneas de investigación, acciones y trampas legales y no sé qué cosas más, pero yo aparecí allí con las fichas de los veinte Padres de las Familias principales de la LFP. Material muy sensible, sí, pero disponible si sabes moverte un poco por el laberinto de la burocracia informática de las fuerzas y cuerpos de seg... bueno, de la poli. De mi casa. O lo que era mi casa.

Veinte fichas con dos caras. En una, la cara oficial de cada líder espiritual, con sus hazañas y heroicidades. En la otra, el listado más completo que había podido redactar de los delitos por los que podríamos meter en la jaula a aquellos (supuestamente) criminales. Todos, insisto: TODOS estaban siendo investigados por delitos económicos. Todos tenían antecedentes de irregularidades empresariales. Alguno ya había pisado la cárcel. Una banda de cantamañanas, sacacuartos, charlatanes de feria capaces de vender frigoríficos en el tristemente desaparecido Polo Norte. En este caso, Fe.

Como siempre, todos los delitos importantes se rastrean siguiendo el botín.

Podríamos haber ido a por todos ellos a la vez, pero somos una brigada muy modesta, sin medios ni credibilidad ninguna dentro del cuerpo, así que el delito no podría ser el de atentado contra la libertad religiosa, sino el económico. ¿Y quienes se ocupan de eso? Pues los chavalotes de al lado, los de la Brigada de Delitos Económicos. Tampoco es que sean los de Anticorrupción (esos sí que están todo el día currando, qué máquinas), pero por lo menos tienen más salas de interrogatorio que nosotros.

Para no asustar al personal, contactamos con ellos y les pasamos el caso de uno de los Padres de una congregación modesta. No recuerdo cuál. Lo que sí recuerdo es que cayó como un pajarito. Tenía pufos hasta en los pufos. No había manera de sostener su caso y lo atrapamos bien atrapado. Corrijo: los de Delitos Económicos lo atraparon. Les montamos el caso y se lo pasamos bien masticadito, así que, evidentemente, se llevaron todos los méritos y la gloria.

Los cuatro gatos de la Brigada lo celebramos con una cervecita en el bar de la esquina, medio escondidos y brindando bajito.

Aun así, se montó un buen escándalo. La Familia de aquel padre congregó a sus fieles y consiguieron organizar una manifestación tan grande que algún que otro político se echó a temblar. Por suerte no fue a más, pero aprendimos que, por muy modesta que sea la Familia a la que pertenezcan, tienen a toda la LFP (Lechuguinos Feos y Pelones) detrás apoyándoles.

Ahora, con el paso del tiempo, me doy cuenta de que ellos reaccionaron bien. Tenían muchísimo más poder del que nos imaginábamos (y nos imaginábamos mucho, que conste), pero según pasaba el tiempo fueron cayendo sus líderes uno tras otro haciéndonos creer que les estábamos machacando. Ja. Ya.

Este periodo pudo durar unos cinco años, más o menos. Atrapábamos a uno de los padres, se montaba un escándalo, ponían otro padre y así estuvimos más o menos entretenidos toda aquella etapa. Lo que no vimos. Perdón: lo que no vi fue el movimiento subterráneo que se estaba produciendo. Y creo que no me habría dado cuenta de no ser por aquel día que llegué a casa sonriendo y con ganas de celebrar otra detención con mi familia (oh, sí, mujer y dos hijos, como todo buen funcionario) y me encontré las maletas en la puerta. Más bien la maleta, en singular. Así, sin avisos de ningún tipo, sin malas palabras, sin una simple discusión que me llevara a pensar que había problemas en casa. Nada de nada.

Monté un escándalo que no voy a justificar. ¿Para qué? Aporreé la puerta, chillé, amenacé, lloré, supliqué... Acabé en el calabozo, claro. Bueno, no. Acabé sentado con el sargento de guardia echando un cigarro con las esposas puestas, pero no me llegaron a meter en el calabozo. Al fin y al cabo, éramos compañeros. Y no era el primero que llegaba a casa y se encontraba las maletas.

Mi mujer accedió a hablar conmigo, pero siempre con un abogado delante. De los niños, nada de nada. Ni verlos. Ni una nota, ni un mensaje. Nos sentamos a una mesa larga y el abogado me fue explicando muy amablemente cómo su representada (mi mujer, coño, mi mujer) solicitaba el divorcio y una orden de alejamiento contra mí alegando violencia contra la libertad de las creencias religiosas.

¡Y olé!

Como es fácil suponer, le tengo cierta manía a eso de las sectas, pero es que también se me ha ido un poco la mano con el tema de las confesiones organizadas alrededor del dinero, y en mi casa he sido muy estricto. No creo haberme puesto violento ni nada similar, pero sí he dejado claro que nada de creencias raras, por lo menos mientras los niños fueran pequeños.

De boca de aquel abogado me enteré de que mi familia iba al Templo de la Gran Familia Blanca todos los domingos que me tocaba guardia. Y seguían a su líder, y adoraban a los Ídolos de cada temporada con tal devoción que mis propios hijos empezaron a tenerme miedo por si me daba cuenta de su Fe. Aprendieron a no hablar del tema, a callar, a estar ocultos bajo esa apariencia de normalidad que dan los horarios del cole mezclados con turnos de policía. Un desastre.

Me acusaron de ultraje a la libertad de creencias por haber destrozado un icono de un ídolo de la Gran Familia Blanca. Yo no lo recordaba, pero por lo visto un día encontré alguna estampita de uno de los ídolos por casa, la rompí y tiré los pedazos a la basura. De verdad que no lo recuerdo, pero puede ser cierto. Sí recuerdo que mi hijo mayor estuvo triste durante una buena temporada y que me dejó de hablar, pero nunca lo relacioné con lo de la estampita. En resumidas cuentas: que atenté contra la libertad de opciones religiosas de mis propios hijos.

No los he vuelto a ver y creo que cuando sepan que estoy esposado y que voy a ir a la cárcel acusado de Herejía no van a llorar mucho.

Al perder a mi familia me di cuenta de que la estrategia de la Doctrina de la LFP (lúgubres fantasmas pútridos) había sido la de intensificar su acción propagandística. Su poder económico les permitía el lujo de sacrificar un padre tras otro consiguiendo aparecer como víctimas de una cacería y, además, distraernos de nuestro objetivo principal: su erradicación.

Invirtieron en horas de televisión, informativos, libros, vídeos, canales específicos para la expansión de la doctrina, difusión internacional, templos erigidos por arquitectos de primer nivel, actos de congregación mundial, acoso y derribo al sistema educativo tradicional y, sobre todo, absorción de niños, muchos niños. Los niños aprenden lo que ven y esta gente les ofrecía dibus, juegos, última tecnología en canales de comunicación y relaciones comerciales de alta intensidad, incluso casos burdos de propaganda para sembrar la idea de la Doctrina en los niños.

Los niños crecerán y serán la Doctrina. Es fácil de entender.

Directamente les acusamos de ser una Secta, pero montar un caso semejante contra tal infraestructura es muy difícil (imposible, como ha quedado demostrado) y nadie quiere aparecer en el bando perdedor. Durante varios años intenté cambiar la estrategia de la Brigada y atacar a la base, cortar su sistema propagandístico, pero nuestra sección fue poco a poco perdiendo presupuesto hasta quedarnos casi sin bolígrafos. El resto de divisiones ya no nos ayudaban y yo veía impotente cómo el sistema iba permitiendo que esta gentuza campara a sus anchas saqueando nuestros bolsillos.

Aquí sentado me empieza a doler casi todo el cuerpo. Se me deben de estar enfriando los lugares donde me han atizado y ya no sé cómo ponerme. Me duele mucho la bofetada que me ha soltado el jefe porque en cierto modo me la merezco. Y bien merecida, qué carajo. Debería haber sido más contundente desde el principio. Y no sigo por ese camino.

Se abre la puerta (no sé cuántas horas llevo aquí) y entra alguien a quien realmente no me esperaba: el Padre Supremo, líder de la doctrina de la LFP (libertinos fondones perezosos). Casi, casi debería considerarlo un honor. El mismísimo artífice de todo el chiringuito, el que ha convertido todo aquel batiburrillo de seguidores en lo que es hoy.

Se sienta delante de mí y me empieza a decir cosas como que se alegra de conocerme en persona por fin (claro), que he sido un rival digno (sí, más claro), que la lucha ha sido encarnizada pero justa (sí, seguro que él ha perdido a su familia, trabajo, futuro y apesta a meados de poli) y que la Doctrina me debe mucho.

Que me debe mucho. A mí. Yo lo flipo con estos comecocos. No entiendo cómo la gente no se da cuenta de lo zumbados que están.

Sonríe. Creo que adivina lo que estoy pensando porque me explica que fui el primero en darse cuenta de que su debilidad era la economía individual de cada uno de sus padres (charlatanes, prefiero decir) y que les ataqué de una manera que a punto les hizo caer y volver al tiempo del inicio de la Fe, cuando la LFP (Los Follacabras Peludos) no controlaba aun la Doctrina que se dictaba en los Templos. Por lo visto les hicimos mucho daño con el dinero, pero cuando les acusamos de ser una secta, hicieron aquello de adaptarse (aquí es cuando se me pone a explicar no sé qué filosofía oriental (siempre es oriental, si no, no vale) sobre el junco, el árbol, la forma del agua y no sé qué rollos más que no consigo captar porque sólo pienso en arrancarle la nariz de un mordisco) y amplificaron el tema. Primero, intensificando la difusión de su Palabra (así, con mayúsculas) hasta conseguir una buena base de fieles y, luego alegando que no eran una secta, sino una Religión.

O sea que les di la idea. Qué bien. Ahora sí que le quiero arrancar la cabeza de cuajo.

Y se ríe. Se ríe. Abre las manos, muestra las palmas y me mira. Sí, entiendo que me está diciendo que es irónico que yo, inspector de la Brigada para la Libertad Religiosa, haya acabado detenido por atentar contra la misma.

Ah, es que se me ha olvidado decir que no sólo consiguieron que se les considerase una religión, sino que por aclamación popular (sí: una aclamación como nunca antes se había oído en este pueblo) pasaron a ser La Religión Oficial del estado, de obligado respeto. Que puedes ser ateo, pero que la llevas clara si lo dices. Y si te metes con ellos, pues vas de cráneo porque eres un Hereje.

Y esta, me dice, es la verdadera diferencia entre una secta y una religión.

Creo que se da cuenta de que estoy derrotado. Supongo que ha venido para eso, para comprobar que el último pequeño enemigo que les quedaba ya no les iba a molestar mas.

Se pone en pie, me mira con auténtico asco (sí, debo de oler mal) y hace como que se va, pero en la puerta se gira (mala imitación de Colombo, si ya digo yo que son unos cantamañanas con pasta) y me dice que me tiene que pedir una cosa que le molesta como un zumbido de mosquito: que deje de hacer chistes fáciles con sus siglas, por favor, y que les llame de una vez por todas por su nombre: LFP, Liga de Fútbol Profesional.









miércoles, 21 de junio de 2017

LA HORDA

La temporada de la Horda acabará en menos de una semana. Se retirarán los guardias de seguridad, se guardarán las vallas, peajes y taquillas que actualmente cierran el Centro en vías y puentes, y se dejará tránsito libre para que los ciudadanos podamos volver a tomar posesión de las calles, edificios y paisajes que durante la temporada de la Horda no podemos pisar, pero es un acto inútil porque realmente nadie quiere volver a ese desierto, a esa cáscara formada por preciosas calles vacías formadas por preciosos edificios huecos imposibles de habitar. Quizá los parientes de los cuatro locos que todavía se resisten a salir del centro de la ciudad y que no han tenido contacto con ellos durante todo el período de la Horda sí tengan cierto interés en entrar para verlos, pero dudo mucho que queden muchos personajes así. El acto de apertura se realizará discretamente, de noche, sin alboroto, y al día siguiente, quizá, alguien se acuerde de que puede volver al centro.

Hace tiempo, cuando el período de la Horda duraba los tres meses del verano, la apertura de las fronteras se convertía en un acto importante, con la gente esperando ansiosa por volver a sus casas o a ver a los familiares que no habían querido salir, pero ahora el período de la Horda ya no se limita a esos meses estivales, sino que ha ido ampliándose antes y después, hasta el punto de que el Centro les pertenece a ellos durante más de la mitad del año. Poco a poco el sentido común nos ha hecho darnos cuenta de que es estúpido pretender mantener una vivienda sin uso durante seis meses y tener que vivir en otra durante los otros seis. Antes podía resultar rentable mantener la vivienda del Centro alquilada a la Horda y vivir de alquiler en la periferia de la ciudad, pero hace bastante que a nadie le sale a cuenta pagar el impuesto de habitación y, además, tener que rehabilitar su vivienda tras el paso de la Horda, así que el grueso de la población nativa vivimos en la periferia de la ciudad, donde los colegios se llenan de niños, las oficinas de madrugadores, donde los medios de transporte colectivos no tienen restricciones genéticas o económicas, donde hay tiendas de comida a precios populares, bares donde un café no tiene el precio de medio sueldo ni el tamaño de un dedal, restaurantes donde se puede pedir un menú sin tener que pedir un crédito, talleres que arreglan de manera normal cosas normales, un sitio donde se recoge la basura periódicamente en contenedores que no arden por pura diversión… es decir, un sitio donde podemos vivir como personas más o menos racionales. 

A veces pienso, como dice mi abuelo, que nos hemos rendido y que únicamente servimos para pagar el mantenimiento de un decorado que no podemos utilizar y que ya no nos sirve para nada. Pero no hay que olvidar que por algo mi abuelo está en la cárcel, ¿verdad?

Visto así, en perspectiva, todo parece muy claro, pero la cesión del Centro a la Horda no se hizo de un día para otro y tampoco se hizo de manera ordenada o consensuada. Aquello fue como si un día nos levantáramos y nos diéramos cuenta de que la invasión de la Horda era un hecho consumado, quedándonos todos con la sensación de que de alguna manera nos habían ido robando nuestra ciudad sin darnos cuenta, poco a poco, sigilosamente, pero no es cierto. Mi abuelo era uno de aquellos locos que se desgañitaban cada vez que un bloque de viviendas se convertía en un hotel, cada vez que un edificio público se cerraba para abrir un local propiedad de un fondo de inversión turística, o cuando cada uno de los edificios representativos de nuestra cultura pasó a tener una taquilla con su correspondiente cobrador y guarda de seguridad, como si fueran edificios privados y no nuestros. Se volvía loco cada vez que cerraban un bar de los de toda la vida y el nuevo establecimiento triplicaba los precios con el argumento de ser un establecimiento tradicional, auténtico, genuino,  local o cualquiera de esas palabras que usan las grandes cadenas cuando se instalan en un entorno turístico.

Sí, se desgañitaba, pero era muy incómodo escucharle y no tardó mucho en ser ese personaje incómodo monotemático al que nadie quiere soportar. A fin de cuentas, le decían, el dinero del turista es fácil y gratuito, ¿no? Los edificios, la cultura local y el paisaje ya estaban ahí, así que si quieren venir a verlo y dejarse unos dineros, bienvenidos sean todos aquellos a los que no les importa gastar y gastar por ver un decorado vacío.

Era muy tarde ya cuando la gente empezó a ponerse violenta. Supongo que un día alguien bajó a comprar el pan y se dio cuenta de que no había ni una panadería, o fue a pagar el café cortado de la mañana y se asombró de no poder pagarlo con monedas, o quizá a final de año se quedaron pasmados cuando los recibos municipales, esos que se cobran para que la ciudad pueda seguir en funcionamiento, se cuadruplicaron hasta el punto de no poder pagarlos de una sola vez. Supongo que alguien se hartó de que le abollasen en coche cada noche, o de no poder dormir, o de encontrarse el portal lleno de… en fin, que alguien se cansó y se puso violento.

Hubo protestas, hubo patrullas urbanas, hubo reuniones y hubo disturbios. Racismo, xenofobia, baja estofa moral, les llamaban en los medios, y la gente agachaba la cabeza avergonzada sin darse cuenta de que su barrio hacía ya bastantes generaciones que lo formaban gentes de múltiples colores, infinitos orígenes e innumerables opiniones y culturas. Pero la presencia de los medios atrajo como moscas a la mierda a  los partidos realmente xenófobos y racistas, que sacaron las banderas, tiñeron de insultos las manifestaciones, incitaron al desprecio y el rechazo… y consiguieron que, por supuesto, apareciera el primer muerto, lo que dio barra libre al gobierno de la ciudad para actuar con contundencia contra cualquier protesta.

Las batallas campales no tenían ejércitos ni uniformes, pero sí la misma víctima: la calle. No quedaba una farola sana, un escaparate sin romper, un banco en su sitio, una fuente, un columpio, una marquesina. Las grandes tiendas se blindaron, las pequeñas cerraron, los vecinos que únicamente querían seguir viviendo se resignaron a no salir a la calle a partir de determinada hora, y las calles se convirtieron en escenarios para las luchas de poder, no en zonas de tránsito, comercio o convivencia. Los precios de las viviendas se desplomaron, la gente empezó a vender despavorida antes de verse recluidos en calles inhabitables y las grandes empresas empezaron a comprar aún más rápido que antes.

El primer intento del Programa de Protección al Visitante fue un simple vallado de una calle en la que ya no vivía nadie autóctono. Todos los portales eran de vivienda de alquiler u hoteles, y los establecimientos exhibían los colores de las grandes marcas de consumo internacionales, actuando de reclamo para el visitante. Unas sencillas vallas con unos vigilantes pagados por las empresas a cada extremo de la calle convirtió aquella acogedora y antigua vía en un centro de Seguridad y Acogimiento para el Visitante. En resumen: los autóctonos, fuera.

Si lo piensas bien, el dinero de la Horda es fácil de obtener. Sólo tienen que venir y estar, de manera que sólo hay que proporcionarles cubículos para dormir apiñados y surtidores de litros de esa especie de líquido que beben constantemente. Sin olvidar la comida, que en su caso es ridículamente escasa y, por supuesto, extraña y poco alimenticia para nosotros. Piensas un precio, lo duplicas, luego cobras el triple… ¡Y lo pagan! 

Aquellas calles seguras empezaron a resultar altamente atractivas para los inversores atentos a los movimientos del dinero. Con un poquito de presión por parte de las fuerzas vivas de la ciudad, se declaró que, por supuesto, el programa había sido un éxito. No pasó ni una temporada hasta que se decidió ampliar el perímetro de la zona de Protección al Visitante. Sí, hubo quien todavía vivía en aquellas calles, pero cada verano la Horda era más grande y más fuerte, mucho más valiente que el verano anterior, protegida por la Libertad y el Derecho a Visitar que nosotros mismos les habíamos dado por mano de nuestros dirigentes, y finalmente tuvieron que asumir que durante la temporada de la Horda, los extraños eran ellos. Se ampliaron los límites de la zona segura de Protección al Visitante hasta los barrios periféricos, donde las calles carecen de atractivo ninguno y donde la ciudad decidió mantener a sus habitantes, ya que alguien tenía que encargarse de servir a la Horda en su zona interior, en el Centro. 

Primero se aplicó el programa un mes, luego dos, luego todo el verano y, según creo yo, acabará siendo perpetuo. Los números mandan: la Horda deja dinero, los habitantes, no. El negocio es redondo.

Mis abuelos fueron de aquellos pocos locos que quisieron quedarse en su casa de toda la vida. Antes de que encerraran a mi abuelo, yo tenía permiso para entrar en el Centro una vez a la semana por ser familiar de un autóctono. Aprovechaba para llevarles comida y ver si necesitaban algo imposible de adquirir en el Centro, como productos de limpieza, comida, etc, pero tampoco podía ir muy cargado porque hay que tener en cuenta que no se pueden introducir vehículos dentro del perímetro y yo no puedo pagar los precios del transporte que utiliza la Horda, así que si durante el trayecto me cruzaba con algún grupo violento, acababa teniendo serios problemas para que no me desvalijasen... o cosas peores.

Además de por razones familiares, se puede entrar en el perímetro por motivos laborales. Hay que mantener los pocos servicios necesarios para dar de comer y beber a esas bestias, así como el transporte, la asistencia personal, las reparaciones, la seguridad, etc. No entro en otros temas que oficialmente no se contemplan, pero la Horda necesita ingentes cantidades de todo tipo de sustancias y cuerpos humanos. Es un monstruo voraz.

Si no eres de la Horda, puedes entrar pagando. Abonas tu peaje por horas con diferentes tarifas de uso y puedes hacer un poco el loco allí dentro, aunque sólo si tienes la suerte de no tener rasgos genotípicos muy diferentes a los de la Horda. Subirse a una farola para vomitar o lanzarse desde tres metros de altura completamente puesto de sustancias extrañas no está permitido si no eres un Visitante, por lo que si tu piel o tu ropa delatan que eres un local, es muy fácil que acabes en el calabozo teniendo que pagar una multa desorbitada. No niego que no sea divertido desparramar un rato, pero hace años que no puedo permitirme semejante lujo. Para evitar estos casos, desde hace tres temporadas se implantó el permiso de acceso genotípico, o sea que se estableció un humano-tipo que la Horda puede tolerar, incluso desear, por lo que tienes que presentar determinadas características genéticas para poder entrar durante la temporada dentro del perímetro, además del peaje, claro. O sea que cuanto más feo, más pagas. Por supuesto que yo no cumplo con ninguno de los requisitos y debía suplirlas con un plus monetario simplemente para llevar leche a mis abuelos.

Hace años que me prohibieron la entrada bajo ningún concepto, así que no sé cómo andará el Centro ahora mismo. En las fotos y videos promocionales se ve estupendo, de ensueño, divino de la muerte, evidentemente, pero voy a ser un poco escéptico al respecto.

Nuestros líderes dicen que gracias al Programa de Protección al Visitante nos conocen en todo el mundo y se nos considera una de las ciudades más bellas, más interesantes, más atractivas, más cosmopolitas del mundo. Bueno, o eso dicen. 

Una semana después del cierre de temporada (el tiempo necesario para limpiar el desastre que deja la Horda, aunque no suele ser suficiente para quitar el olor), el alcalde, su equipo, los agentes economicosociales, las fuerzas vivas y los representantes de cada sector involucrado en la organización de la temporada de la Horda se suben a un estrado en la plaza y dan una explicación a los ya escasos habitantes que regresan al Centro durante el invierno. Aportan cifras espectaculares: cada año es mejor, cada temporada hay más y más ingresos, cada invierno se proyecta una temporada más atractiva y con más diversidad basada en nuestras tradiciones milenarias, nuestras costumbres ancestrales, nuestra arquitectura espectacular, nuestra integración en el siglo XXI que nos hace ser tan deseados que el dinero nos llueve a espuertas... aunque al final todo se reduce a dar de comer, beber y dormir a la Horda.

Si sumamos todo, el resultado es que la Ciudad gana cantidades ingentes de pasta. 

Y en esas estaba el político de turno cuando ocurrió lo de mi abuelo.

Mi abuelo era un vejete inofensivo, con su espalda cansada, sus gafas, su andar tranquilo. Puede que sea por eso que la seguridad del acto no lo interceptó a tiempo y, cuando se quisieron dar cuenta, se plantó en el estrado, le robó el micrófono al político, se volvió a la gente que estaba mirando y les preguntó si alguno de ellos conocía a la tal Ciudad. Dijo algo así como que esa tal Ciudad debía de estar forrada a nuestra costa, a nuestra salud y a nuestro bienestar, pero que la muy puñetera se lo quedaba todo, ya que nos había acabado echando de nuestras casas y de... 

Ahi lo placaron los de la seguridad. Lo acusaron de pertenencia a banda armada, terrorismo, caleborroca, lesiones, ofensas, incitación al odio, odio, machismo, injurias, atentados, exhibicionismo y  no sé cuántas cosas más. En el juicio dijo que sí a todo y que, además, tenía diabetes, miopía, cataratas y muy mala leche. En fin, que cumple condena en una cárcel a 750 km de casa. Él dice que así está mejor, que cuanto más lejos de este agujero podrido, más tranquilo vive, que ya estaba acostumbrado a vivir entre rejas durante casi todo el año y que por lo menos en la cárcel tiene compañía humana mucho más civilizada que lo que la Horda. No sé si lo dice para darnos ánimos o para darnos envidia. 

Con la condena a mi abuelo la Ciudad les expropió el pisito del Centro y mi abuela ha decidido trasladarse a la ciudad donde está la cárcel de mi abuelo para verlo todos los días, y también insiste en que el aquella mierda de ciudad es mucho más feliz que en nuestra “espléndida maravilla cultural del urbanismo, la arquitectura y el paisaje” (para el que no lo sepa, es el lema de los panfletos municipales), que cuando bajó a comprar el pan y se encontró no una, sino dos panaderías a un minuto de casa, se echó a llorar. Otra que nos quiere dar envidia. 

Al resto de la familia nos desterraron del perímetro de por vida, por supuesto. Creo que nos hemos librado por los pelos de que nos aplicaran la nueva doctrina establecida por el genotipo problemático que habría hecho que incluso nuestros descendientes tuvieran prohibida la entrada. Andan ahora con eso de que si debe ser una ley retroactiva o yo qué sé.

En fin, que no sé por qué no me largo yo también a kilómetros de distancia, pero sigo viviendo en mi barrio y hace tiempo que me he dado cuenta de que la ciudad somos las personas, y si las personas tenemos que vivir en otro sitio, este nuevo sitio se convierte en la Ciudad. Lo que queda atrás, lo que antaño fue la ciudad, no sé qué es ni qué será, ni siquiera sé ya por qué atrae tanto a la Horda de turistas, pero, desde luego, ya no es una ciudad.

Y, a mí, me encanta mi ciudad.

martes, 9 de mayo de 2017

SUPLANTACIÓN

- ¿Y me dice usted que han secuestrado a su hija?

- ¡Sí, señor inspector!

- ¿Y que la han cambiado por otra niña similar?

- ¡Exacto! Ya sé que parece una locura, pero lo han conseguido. Poco a poco, pero lo han conseguido y queremos que vuelva nuestra hija.

- Ya... ¿y me puede explicar exactamente cómo es posible que hayan cambiado a su hija por otra igual?

-¡No es igual! Se le parece, sabe cosas que sólo mi hija sabe, tiene su color de ojos y a veces incluso parece ella, pero no han conseguido una copia perfecta y en muchas ocasiones se nota que no es ella. ¡Es otra!

- Tranquilo, hombre, tranquilo. Cuéntemelo desde el principio.

- Claro, sí, por supuesto. Creo que la cosa empezó hará hace como un año, un día que estábamos de paseo por la calle y vimos a aquella chica... Bueno, no, a esta, a la que es como mi hija, pero que no lo es. Estaba cerca de nosotros, pero se puso a hablar de una forma muy rara, y nos empezó a contestar con unas palabras muy extrañas. Alarmados, salimos en busca de nuestra niña y la encontramos al rato en el mismo sitio, jugando como siempre. Luego pasó lo de acechar por el pasillo de casa...

- ¿De casa? ¿Se metió en su casa una extraña?

- ¡Sí! ¡Es una locura, pero es cierto! De vez en cuando, al estar distraídos, veíamos pasar por el pasillo a esa extraña, con su mirada torva, su expresión de mal humor, con esa cara de desprecio al ver que la estábamos observando... ¡Y la ropa! ¡Qué ropa! Un horror. Alguna vez, cuando mi niña salía de casa veíamos por la ventana a esa extraña acechando en la esquina, con esa ropa estrafalaria, con ese pelo y esas uñas y riéndose de esa manera tan... tan... ¡no tengo palabras!

- ¿Y no intentaron evitarlo?

- ¡Claro que sí! Por todos los medios, pero ha sido imposible. A veces estábamos comiendo y se iba mi hija al baño y volvía esa loca histérica y malhablada para amargarnos la comida. Y cuando conseguía su objetivo se largaba dando un portazo. Asustados, corríamos a buscar a nuestra niña y muchas veces la encontrábamos encerrada en su habitación, ajena a todo lo sucedido. Otras veces estaba llorando, con un sufrimiento tal que nos rompía el corazón. Regalos, muñecas, tartas, pasteles, fiestas con las amigas para que estuviera feliz... ¡Ah, las amigas! ¡Les ha pasado lo mismo! Insoportables, a veces las veíamos y no las reconocíamos. Creíamos que a nosotros no nos conseguirían robar a nuestra niña, pero finalmente se la han llevado. ¡Y nos tienen que ayudar, por favor! Echamos de menos a nuestra niña y no soportamos a esta extraña, con sus horas de teléfono, sus encierros interminables, sus gritos, sus llantos, su mal humor... ¡así no se puede vivir!

- Ya... A ver cómo se lo digo, buen hombre: ¿ha oído usted hablar de la adolescencia?