Hace tiempo que mi hijo mayor necesita cambiar su chaqueta. Ahora es más un trozo de pellejos unidos por un montón de agujeros que una chaqueta en sí. La chaqueta, no mi hijo. Con la excusa, a lo mejor incluso yo me compro una, que falta me hace.
Por eso ayer, al pasar delante de una tienda de un centro comercial y ver un montón de chaquetas del estilo que le gustan al chaval, entré a mirarlas. Como siempre, iba con prisa, pero como no había nadie y sólo quería tocar el tejido para ver cómo andaban de consistencia, no me importó entrar.
Suelo ir a los centros comerciales a las horas no comerciales, así que estaba solo en la tienda. Como es lógico, se acercó a mí la dependienta y me ofreció su ayuda. Le pregunté si aquellas chaquetas en concreto eran de piel o sintéticas. Me explicó un poco cuáles sí y cuáles no, y me ofreció traerme otras tallas para que me las probara.
-No, gracias -le dije-, si ni siquiera es para mí, es para mi chaval.
Vale.
Según salían de mi boca, aquellas palabras sonaban a otra cosa diferente, y tanto ella como yo nos dimos cuenta. Pude ver con claridad cómo en el cerebro de aquella pobre chica se formaba la imagen de un viejo verde que se ha echado como ligue un chaval joven y que le está buscando un regalo, pero se repuso y siguió explicándome el tema de las chaquetas un minuto más. Yo, por mi parte, a punto de la carcajada, no le saqué de su error y me retiré lo más dignamente que pude. A fin de cuentas, los dos hemos conseguido hoy una buena anécdota que contar.
A ver qué cara pone el día que vaya con mi chaval a comprarla.