Tengo dos manos. Cada mano, cinco dedos.
Mis manos son lo que más veo cada día desde que nací. Están delante de mí. Cogen las cosas, teclean, tocan, trabajan siempre delante de mis ojos. Es normal que conozca bien mis manos.
Mis manos no han tenido grandes castigos. Un dedo un poco torcido por un balonazo, una cicatriz casi invisible en la mano derecha, un reloj al final de la izquierda.
No son manos que hayan trabajado. Mis manos teclean, dibujan, pulsan, tocan, pero no golpean, no arañan, no se agarran con todas sus fuerzas. No son manos para el campo, para el ladrillo, para la máquina. Nunca lo han tenido que ser, no saben cómo serlo. Puede que algún día lo tengan que ser.
Mis manos son, por lo tanto, manos jóvenes.
Mis manos son las mismas manos que llevo viendo desde que recuerdo.
Ayer mi hijo pequeño me cogió de la mano con su mano.
Pero la mano que vi en la suya era la mano arrugada de una persona mayor. No era mi mano. No reconocí mi mano. De golpe estaba áspera, torcida, torpe, avejentada y con aspecto de estar bastante cansada.
Hoy, mientras tecleo, miro mis manos. Vuelven a ser mis manos. Se mueven rápidas sobre el teclado, ágiles y con un repiqueteo rítmico de los dedos. Son mis manos de siempre.
Pero dudo de si realmente veo mis manos y cojo a mi hijo de su mano.
Y comparo.
Y al comparar, empiezo a comprender realmente cómo son mis manos.