Erase una vez, hace muuucho, mucho tiempo, un grupo de seres
de dos patas y habilidad en las manos, hartos de sufrir las inclemencias
del tiempo, decidieron buscar cobijo. No estaba mal para sus primos, los estúpidos
y chillones monos, mojarse o pasar frío agarrados a un árbol o en pequeños
nichos del bosque, pero nuestro grupo empezaba a ser ya lo suficientemente
grande y complejo como para necesitar eso que no sabían definir porque no
tenían un idioma lo suficientemente desarrollado, pero que nosotros hoy
llamaríamos comodidad, seguridad, bienestar.
Rogaron a los dioses de la lluvia que cesaran en sus
chaparrones, bailaron al son de palmas ateridas de frío para que los dioses del
hielo no fuesen tan crueles, pidieron a los dioses de la selva tranquilidad por
las noches para no tener que dormir siempre pendientes de un ataque depredador…
… pero los dioses todavía no estaban muy atentos o,
simplemente, tenían otros planes, por lo que debemos deducir que únicamente el
hartazgo por parte de uno de los componentes de nuestro grupo los llevó a
buscar un refugio adecuado a las condiciones de vida de todo el grupo.
Este miembro, al que todos llamaban por su grito de guerra,
Aarkh, siempre inquieto y con una tendencia innata a tropezar con las raíces de
los árboles por estar siempre mirando hacia sus copas, exploró el entorno de
caza y consideró que una serie de grandes huecos en la ladera de un monte
cercano podrían acoger a todo el grupo que, por puro cansancio, lo siguió hasta
lo que fue la primera morada fija del hombre y que llamaron Lakueh-Bah.
Tener una residencia fija que garantizaba la cobertura ante
las inclemencias del tiempo, que hacía posible mantener las hogueras siempre
encendidas y protegerse de los depredadores permitió al grupo aplicar su
energías en desarrollar habilidades como cocinar, coser, tallar, pintar y
mejorar sus métodos de comunicación.
Pasó el tiempo y el grupo, con una identidad propia que les
permitía llamarse a sí mismos el Pueh-blo (aunque alguno insistiera en llamarse
la Penyha, más que nada por el lugar de residencia), empezó a darse cuenta de
que las manadas de herbívoros que les servían de principal fuente de nutrición
estaban cada vez más lejos. Salir a cazar y volver el mismo día empezaba a ser
complicado, y muchas veces la noche los sorprendía lejos de la cueva. Los
cazadores tenían que pasar muchas noches viviendo como lo hacían antes, con
frío y miedo.
En una de esas noches de caza, tras el enésimo tropezón con
una raíz especialmente pequeña, nuestro amigo Aarkh, helado, temblando de miedo
y muy cansado de pasarse el día con los dedos de los pies hinchados de tanto
golpe, no pudo levantarse más. Apoyó la espalda contra el tronco del árbol y se
recostó cómodamente a esperar que un tigre de dientes de sable se lo comiera o
que el agua-nieve que caía lo acabase de congelar. Al rato, pudo fijarse en que
a su alrededor el suelo estaba blanco y húmedo, pero que él estaba seco. Miró
hacia arriba, como era su costumbre, y se percató de que estaba sentado bajo
una gigantesca hoja que le estaba protegiendo de la lluvia y la nieve.
Rápidamente buscó al portador del fuego, un tal Keeh, siempre envuelto en humo
a causa de acarrear constantemente una brasa entre sus pieles, y entre los dos
consiguieron hacer una hoguera bajo la hoja. La hoguera no se apagó gracias a
la cobertura de la hoja y aquella noche se permitieron el lujo de no pasar
mucho frío y de espantar a los tigres de dientes de sable o cualquiera de sus
parientes carnívoros, excepto un par de veces en las que empezaron a dudar de
que el tigre dientes de sable tuviera mucho miedo al fuego, pero esa es otra
historia.
Al día siguiente, cuando todo el grupo de caza (excepto dos,
los que comprobaron lo del miedo del tigre de dientes de sable al fuego, ya
sabes…) volvió a la Lakueh-Bah, Aarkh desarrolló el sistema de cobertura que él
llamó The-Txo para poder transportarlo y pasar las noches que fueran necesarias
fuera de Lakueh-Bah. Curiosamente, los machos de la manada empezaron a pedir
salir de caza, cuando antes siempre habían intentado evitar estas salidas
invernales, y el The-Txo se quedó pequeño para todos.
Como las rutas de los herbívoros eran más o menos regulares,
a Aarkh se le ocurrió la idea de hacer un The-Txo fijo y estable cerca de esas
rutas a una distancia de una jornada de Lakueh-Bah.
Este The-Txo podría ser más grande, más sólido, mucho más
estable que unas simples hojas de Árbolus-gigantus, y podría acoger a un gran
grupo de machos cazadores. A este The-txo más grande le añadieron unas paredes
de madera y piedras. Rápidamente, Aarkh solucionó el primer problema que les
surgió y tuvo que inventar una cosa que él llamó Phuer-Tah, ya que sin ella
todo el grupo se quedaba sin poder entrar cuando construían las paredes desde
fuera, y sin salir cuando construían las paredes desde dentro. Pronto empezaron
a oler como Keeh, lo que disgustaba mucho al resto de la manada cuando volvían
de caza a Lakueh-Bah, y Arkh tuvo que inventar un hueco en el techo para que el
humo de la hoguera escapase libremente, pero sin dejar entrar la lluvia, al que
llamaron Tximh-eneh. Tras una serie de desafortunados y lamentablemente
bochornosos desencuentros entre ellos por falta de visibilidad, tuvieron que
inventar un agujero en las paredes a los que llamaron Vent- Anaaah. Y así, poco
a poco, Aarkh fue resolviendo los problemas de utilidad de aquella
construcción.
Poco a poco, las jornadas de caza se fueron espaciando y en
vez de pasar uno o dos días fuera, los machos cazadores empezaron a estar una
semana o dos sin regresar a la cueva, enviando de vez en cuando unas piezas de
carne mediante uno de los miembros más rápidos del grupo que se llamaba Mensh-Akah,
y que era capaz de ir y volver en la misma jornada para pasar la noche en lo
que ellos llamaban Eltxa-Boloh.
Era inevitable que estallase la violencia. En poco tiempo,
los grandes machos cazadores se vieron superados por las fuerzas hostiles que
surgían desde el propio seno del Pueh-bloh y tuvieron que enseñar a las hembras
dónde demonios pasaban las noches con los amigotes y a ver si era verdad eso de
que te ibas al trabajo y no de parranda por ahí, que me han dicho que no todo
es trabajo y no me sacas de casa pero tú que te crees que ya me lo dijo mi
madre.
Las hembras vieron la zona de Eltxa-Boloh y no dudaron un
instante en comprobar que era mucho más cómodo vivir en él que en la fría y
húmeda cueva. Rogaron a Aarkh que les montase una de esas cosas para vivir
cómodo y calentito y, tras uno o dos garrotazos, Aarkh decidió que era mejor
ceder a la voluntad de los poderes fácticos del Pueh-Bloh e inventar la
construcción en serie.
Vivir en el valle tenía la ventaja de estar cerca del río,
tener las manadas de caza cerca, y un entorno mucho más agradable para
desarrollar actividades como la agricultura o la ganadería. Al igual que
sucedió cuando se trasladaron a Lakueh-Bah, el grupo se desarrolló
intelectualmente y desarrolló relaciones complejas, con jerarquías, categorías,
grupos y demás lobbys dentro del Pueh-Bloh. Siguiendo su más puro instinto
humano, estos grupos decidían resolverlo todo a golpe de garrote o hachas de
sílex hasta que un día, tras un pleno en el que las decisiones estaban
férreamente enfrentadas, con empate de dos cráneos rotos por cada bando, les
pilló por sorpresa una tormenta que los empapó y zarandeó de tal manera que la
mitad de la corporación pasó a mejor vida. El resto de habitantes, que solían
decidir las cosas a base de pensar un poco más, decidió encargarle a Aarkh un
edificio tipo Eltxa-Boloh, pero más grande y que sirviera para que los debates
de los jefes se realizasen bajo un The-Txo y sin Vent- Anaaah para no tener que
ver el bochornoso espectáculo que sus dirigentes ofrecían por aquel entonces
cada vez que tenían que decidir algo.
Aarkh tuvo que pensar. Y pensar. Eltxa-Boloh, pero en grande
y sin Vent-Anaaah. Novedoso, diferente, especial.
Pidió un espacio mayor de suelo dentro del recinto del
Pueh-Bloh. Giró la edificación respecto a las demás, utilizó gruesas ramas de
árbol, asentó estos grandes soportes sobre gruesas piedras, amplió la Txim-eneh
para que entrase luz en vez de por la inexistente Vent-Anaaah y puso un The-Txo
más pequeño para cubrir la gran Phuer-Tah de entrada.
Lo llamó Cash-onah y se lo mostró a sus conciudadanos.
Inmediatamente, los habitantes del Pueh-bloh intentaron
lincharlo. Transgresor, radical, marginal, extremista, so moderno, le llamaban.
¿Cómo te atreves a hacer algo así con un edificio que es para todos? ¿Cómo
tienes esa cara tan dura, esa falta de escrúpulo? Mereces la muerte, le decía
una de las dirigentas, por dejar esa “cosa” para las futuras generaciones.
Aarkh desapareció esa misma tarde y nunca más volvió a
saberse de él, aunque dice la leyenda que de vez en cuando se escuchan desde la
selva continuos golpes de pies contra raíces y sordas maldiciones en voz baja…
pero eso es parte de otra historia.
Pasó el tiempo y el Pueh-bloh siguió construyendo sus Eltxa-Bolohs
imitando lo que Aark les había enseñado. Se utilizaron árboles más grandes, se
revolucionó la técnica de los materiales con la arcilla, con el adobe, con la
madera trabajada, con la tela, y poco a poco el Pueh-bloh se fue quedando
pequeño para tanta edificación moderna y rápida. Fue por lo tanto, inevitable,
que un día uno de los grandes dignatarios de la corporación propusiera rehacer la
Cash-Onah, aprovechando que era propietario de uno de los lodazales de los que
salían las tejas con las que cubrir las modernas construcciones que reinaban en
el Pueh-bloh, y, de paso, aprovechar que su primo tenía un trozo de monte
granítico para hacer paredes, y un cuñado tercero sabía encerar papiros para
ventanas, etc.
Pero algo pasó.
¿Deshacernos de la Cash-onah? ¿De NUESTRA Cash-onah? Está
vieja, sí. Y en su día la tacharon de fea, transgresora y ofensiva, sí. O no.
No sé, ya no me acuerdo. ¿Cómo la iban a tachar de fea, si lleva ahi toda la
vida? Y necesita una buena mano de cal, sí. Pero es NUESTRA Cash-onah.
Se asentó en el Pueh-bloh una nube de melancolía. Ya no
sería lo mismo. Aquel trocito de ruina vieja que no daba más que problemas no podía
desaparecer. El tejista, el piedrista y el cerista preguntaron mil veces: ¿Por
qué no podemos deshacerla? Y nadie supo contestar.
Insistieron. Y la pena siguió ahondando en el Pueh-bloh.
Insistieron. Y la pena se convirtió en dolor.
Insistieron. Y, curiosamente, tres garrotazos en sendas
cabezas recondujeron el dolor del Pueh-bloh a las cabezas del tejista, el
piedrista y el cerista.
Quienes no volvieron a insistir, y la casona se salvó.
Aunque dice la leyenda que cuando nadie miraba, los tres se
giraron, agacharon la espalda, se frotaron las manos, miraron de reojo a cámara
y mostraron su más fea y aviesa sonrisa mientras aparecía el rótulo de:
¿FIN?
Y eso no es parte de
otra historia.