La doctora nos dijo que debíamos ir al hospital lo antes posible. Mi madre no estaba bien tras el golpe en la cabeza y tenían que hacerle unas pruebas. Con setenta años no era ninguna tontería.
Estábamos en un pueblo a sesenta kilómetros de la capital, así que fue una suerte que yo estuviera con el coche porque una ambulancia de turno puede hacer ese recorrido en unas seis horas. Una de urgencia, en hora y media entre que viene y va corriendo al hospital. Y mi padre ya no podía conducir.
Monté a mi madre en el coche. Mi padre se montó detrás con su bastón, su artritis y su poquito de cáncer. Bajo ningún concepto iba a dejar a su mujer en esa situación, así que se metió un chute de alguno de esos opiáceos salvajes que tomaba para calmar los dolores y, hala, a correr por esa mierda de carreteras que dan esa forma tan rústica y tan bonita a la zona Sur de Salamanca.
En tres cuartos de hora de viaje por carreteras de un carril llegamos al hospital. La entrada de urgencias es un fondo de saco, un puente donde las ambulancias que llegan tienen que salir marcha atrás porque no hay sitio para maniobras, pero nosotros no podíamos permitirnos el lujo de meter el coche en el parking (de pago, por supuesto) que está al lado y caminar con mi padre y mi madre hasta las urgencias, así que nos metimos entre las ambulancias y descargamos a mi madre como pudimos.
Hubo que robar (sí, robar) una silla de ruedas que se caía a pedazos que estaba por allí tirada, ya que no disponían de material. Una vez en manos de un celador que pudiera empujar la silla, dejé allí a mis padres y salí como pude de aquel sitio horroroso para dejar el coche tirado en cualquier lugar.
Cuando llegué no los encontré. La zona de urgencias del hospital era un caos. Había gente de pie, gente paseando, celadores a la carrera, enfermeras agobiadas, gritos y llantos bajitos, pero, sobre todo, cansancio. Allí la gente estaba cansada. Aquel hospital es, además, una cochambre vieja y ruinosa, complicada, laberíntica y totalmente fuera de servicio. Al rato de estar ahi te das cuenta de que esa gente que va con uniformes blancos, azules, rosas, etc, son unos auténticos héroes.
Encontré a mis padres en una sala de triaje. Calcularon que mi madre necesitaba una resonancia. La miró una residente mu muy muy muy joven. Nos mandaron a la sala de espera.
La sala de espera es asquerosa. Es una sala que en pleno verano arde, está saturada, llena de gente con dolor y que se tiene que sentar en sillones de diferentes épocas como buenamente puede. Calculo que habría allí algo menos de cien personas. Mi madre seguía en la silla de ruedas (no la íbamos a soltar bajo ningún concepto) y mi padre se derrumbó en uno de esos sillones. Yo me senté en una mesa, frente a ellos.
Pasó el tiempo. Mucho tiempo.
Nos llamaron de nuevo a consulta. Esta vez apareció la jefa de sección para ver a mi madre, una veterana que hizo preguntas muy directas y realizó pruebas muy concretas. Llamó al especialista de otra sección, que apareció con el pijama verde del quirófano, sudando a la carrera. Otro veterano que en diez segundos diagnosticó a mi madre. Resonancia y a esperar.
Siguieron pasando las horas. Nos aburríamos, nos dormíamos, o mirábamos pasar a la gente, que iba y venía con sus dolores, sus escayolas, sus placas en la mano. Familiares, amigos, gente verdaderamente mal y gente que aguantaba como podía.
No soy capaz de recordar el color de la pared. Tampoco recuerdo ventanas. Ni luz natural. Ni aire. Las puertas estaban abiertas al vestíbulo y todo el mundo miraba a todo el mundo. Fluorescentes obsoletos, suelos de linóleo, puertas de aluminio.
Nos llamaron y un celador nos guió a la zona de rayos. El laberinto de aquel hospital es un cuadro de despropósitos. Todos los hospitales son laberínticos y complicados, pero aquello era un catálogo de baldosas rotas, techos sucios, lámparas estropeadas, silencio, eco, pasillos de terrazo y vidrios sucios. Kilómetros de vacío y ascensores ruidosos y en muy mal estado.
Y aun así, nos daban ánimos y nos sonreían.
Nos dejaron en la antepuerta de la sala de rayos. Mi madre, medio dormida. Mi padre, apoyado en una camilla con su bastón y su cara de circunstancias, haciendo como que no le dolían todos los huesos. Yo, contando chistes y bromas absurdas para que no vieran lo mucho que odiaba aquel sitio apestoso, intentando aliviar aquella situación.
No sé cuánto tiempo esperamos, quizá una media hora. Salió un técnico y metió a mi madre a hacer las pruebas. Mi padre y yo fuimos a la mini sala de espera que nos indicaron. Había unas cinco personas más. Uno era grande, de esas personas que ocupan mucho sitio en todas las dimensiones, y tenía un tobillo al aire y en alto. Supongo que estaba esperando para una radiografía de dicho tobillo. También había un par de personas que no aparentaban nada raro, como un señor algo mayor y una mujer en chándal que estaba acompañando al grandullón. Había, además, una mujer bastante mayor paseando delante de la puerta, visiblemente nerviosa.
Al rato el tío grande empezó a despotricar. Se quejaba de la lentitud, se quejaba del servicio. Los demás asintieron y corearon lo que decía. Todos estaban hartos. Yo también, y mi padre, más, claro. Hasta ahi, todos de acuerdo.
Al poco empezó con los mantras: putos moros que pasan delante. Putos extranjeros que se cuelan. Putos guiris de mierda que vienen de gratis a que les demos medicinas por delante de los españoles. Puta gentuza que nos quita el trabajo, que nos roba la sanidad, que se aprovechan de nosotros. Y que, encima, nos tengan esperando por ellos, joder.
Y así todo. Sin gritar, sin aspavientos. Lo decía resignado. Intenso, pero no era un mitin político. Simplemente, estaba enumerando hechos. O lo que para él eran hechos. Y todos le coreaban y asentían. Nadie negaba, yo tampoco. Bastante tenía encima como para ponerme a discutir con un tipo de ciento treinta kilos enfadado. Sensatez y cansancio, quiero pensar, pero a veces creo que es cobardía pura y dura.
Al rato salió un técnico de rayos acompañando a una señora realmente mayor. La que estaba de pie fue a por ella y se la llevó a pasitos muy lentos. Debían de ser madre e hija. Solas, y debían de sumar entre las dos unos ciento cincuenta años.
Al poco sacaron a mi madre en su silla de ruedas.
Así confirmamos que allí no había extranjeros. Allí todos éramos enfermos y acompañantes. No vi robo de servicios, ni aprovechamientos, ni nadie que se colara. No vi reproches por parte de los trabajadores del hospital, que tenían bastantes motivos para haberse quejado y, sin embargo, nos trataron de maravilla entre todo aquel desastre. Supongo que a la fuerza ahorcan.
Y yo me preguntaba por qué nadie se quejaba del sitio. Por qué nadie decía nada sobre aquel catálogo de los horrores al que llaman hospital. Por qué nadie pedía más personal, o que subieran el sueldo a aquellos trabajadores. O que abrieran una ventana. Yo qué sé. Algo.
Una vez solucionado el tema de mi madre, y ya en casa todos, pasé mucho tiempo dándole vueltas y me acordé de aquel tipo grande con el tobillo al aire. Tenía motivos para quejarse. Quería quejarse y creo que con razón. Necesitaba expresar su malestar, su necesidad de atención, pero no tenía palabras y, simplemente, usaba las que le han ido enseñando, esa gran cortina muy fácil de aprender y que tapa todos los males reales y que repiten un día tras otro en todos los medios de comunicación, bien por boca de los periodistas, bien por boca de nuestros representantes (¿?) políticos. No hace falta pensar, no hace falta analizar cada uno de los problemas porque es muy cansino, pero si a todo le achacamos el mismo mal, podemos quejarnos y desahogarnos creyendo decir algo, pero sin solucionar nada: la cupa de cualquier cosa es de la gente que no es como yo y a mí me tienen abandonado por su culpa.
Desde entonces, cada vez que escucho a un político por la tele, por la radio, o lo leo en la prensa, simplemente le deseo que le toque llevar a sus padres al hospital público, ese que se gestiona como ellos deciden que se tiene que gestionar.
Y luego, que me diga que es culpa de los extranjeros.
O de los catalanes.
O de los venezolanos.
O de lo que se le ocurra.
Eso sí, nunca suya.
Por supuesto, tampoco nuestra.
¿No?
Eso sí, nunca suya.
Por supuesto, tampoco nuestra.
¿No?