Siempre me ha parecido fascinante la paciencia que tienen las esculturas al posar para los turistas. Aparecemos con nuestras cámaras, bolsas, libros, ruidos y tonterías varias y ellas, muy profesionalmente, mantienen el tipo y aguantan para que podamos sacar esa mala foto o hacer ese triste comentario que jamás les llegará a hacer justicia.
A veces he espiado frisos enteros durante horas intentando pillarlas en un renuncio, en una mala pose, un mal gesto, un desaire. Son casi mil años aguantando las estupideces de los seres humanos (o las cagadas de las palomas) y, sin embargo, jamás parecen estar molestas o salirse de su papel.
Ven pasar los tiempos, los modos, las tecnologías. Dudo mucho que una gárgola situada en lo alto de una catedral pensara que iba a tener que aguantar los humos de los tubos de escape, los ruidos de autobuses y coches, o posar con el cuidado que requieren los objetivos de 300 mm. O que una estatua de relieve situada en un rincón oscuro de una iglesia románica tuviera que seguir impertérrita a pesar de la oscuridad sabiendo que podemos dispararle a ISOS altísimos en condiciones de poca luz. Y, sin embargo, los ponemos a prueba y les pedimos que se mantengan como en el siglo XI o XII para que nosotros nos creamos evolucionados, superiores, desarrollados.
Pero el otro día lo conseguí. No sé si porque se creía amparada en la oscuridad, no sé si porque era algo urgente...
... pero una de ellas tuvo que contestar al móvil.
¡Y la pillé!