La temporada de la Horda acabará en menos de una semana. Se retirarán los guardias de seguridad, se guardarán las vallas, peajes y taquillas que actualmente cierran el Centro en vías y puentes, y se dejará tránsito libre para que los ciudadanos podamos volver a tomar posesión de las calles, edificios y paisajes que durante la temporada de la Horda no podemos pisar, pero es un acto inútil porque realmente nadie quiere volver a ese desierto, a esa cáscara formada por preciosas calles vacías formadas por preciosos edificios huecos imposibles de habitar. Quizá los parientes de los cuatro locos que todavía se resisten a salir del centro de la ciudad y que no han tenido contacto con ellos durante todo el período de la Horda sí tengan cierto interés en entrar para verlos, pero dudo mucho que queden muchos personajes así. El acto de apertura se realizará discretamente, de noche, sin alboroto, y al día siguiente, quizá, alguien se acuerde de que puede volver al centro.
Hace tiempo, cuando el período de la Horda duraba los tres meses del verano, la apertura de las fronteras se convertía en un acto importante, con la gente esperando ansiosa por volver a sus casas o a ver a los familiares que no habían querido salir, pero ahora el período de la Horda ya no se limita a esos meses estivales, sino que ha ido ampliándose antes y después, hasta el punto de que el Centro les pertenece a ellos durante más de la mitad del año. Poco a poco el sentido común nos ha hecho darnos cuenta de que es estúpido pretender mantener una vivienda sin uso durante seis meses y tener que vivir en otra durante los otros seis. Antes podía resultar rentable mantener la vivienda del Centro alquilada a la Horda y vivir de alquiler en la periferia de la ciudad, pero hace bastante que a nadie le sale a cuenta pagar el impuesto de habitación y, además, tener que rehabilitar su vivienda tras el paso de la Horda, así que el grueso de la población nativa vivimos en la periferia de la ciudad, donde los colegios se llenan de niños, las oficinas de madrugadores, donde los medios de transporte colectivos no tienen restricciones genéticas o económicas, donde hay tiendas de comida a precios populares, bares donde un café no tiene el precio de medio sueldo ni el tamaño de un dedal, restaurantes donde se puede pedir un menú sin tener que pedir un crédito, talleres que arreglan de manera normal cosas normales, un sitio donde se recoge la basura periódicamente en contenedores que no arden por pura diversión… es decir, un sitio donde podemos vivir como personas más o menos racionales.
A veces pienso, como dice mi abuelo, que nos hemos rendido y que únicamente servimos para pagar el mantenimiento de un decorado que no podemos utilizar y que ya no nos sirve para nada. Pero no hay que olvidar que por algo mi abuelo está en la cárcel, ¿verdad?
Visto así, en perspectiva, todo parece muy claro, pero la cesión del Centro a la Horda no se hizo de un día para otro y tampoco se hizo de manera ordenada o consensuada. Aquello fue como si un día nos levantáramos y nos diéramos cuenta de que la invasión de la Horda era un hecho consumado, quedándonos todos con la sensación de que de alguna manera nos habían ido robando nuestra ciudad sin darnos cuenta, poco a poco, sigilosamente, pero no es cierto. Mi abuelo era uno de aquellos locos que se desgañitaban cada vez que un bloque de viviendas se convertía en un hotel, cada vez que un edificio público se cerraba para abrir un local propiedad de un fondo de inversión turística, o cuando cada uno de los edificios representativos de nuestra cultura pasó a tener una taquilla con su correspondiente cobrador y guarda de seguridad, como si fueran edificios privados y no nuestros. Se volvía loco cada vez que cerraban un bar de los de toda la vida y el nuevo establecimiento triplicaba los precios con el argumento de ser un establecimiento tradicional, auténtico, genuino, local o cualquiera de esas palabras que usan las grandes cadenas cuando se instalan en un entorno turístico.
Sí, se desgañitaba, pero era muy incómodo escucharle y no tardó mucho en ser ese personaje incómodo monotemático al que nadie quiere soportar. A fin de cuentas, le decían, el dinero del turista es fácil y gratuito, ¿no? Los edificios, la cultura local y el paisaje ya estaban ahí, así que si quieren venir a verlo y dejarse unos dineros, bienvenidos sean todos aquellos a los que no les importa gastar y gastar por ver un decorado vacío.
Era muy tarde ya cuando la gente empezó a ponerse violenta. Supongo que un día alguien bajó a comprar el pan y se dio cuenta de que no había ni una panadería, o fue a pagar el café cortado de la mañana y se asombró de no poder pagarlo con monedas, o quizá a final de año se quedaron pasmados cuando los recibos municipales, esos que se cobran para que la ciudad pueda seguir en funcionamiento, se cuadruplicaron hasta el punto de no poder pagarlos de una sola vez. Supongo que alguien se hartó de que le abollasen en coche cada noche, o de no poder dormir, o de encontrarse el portal lleno de… en fin, que alguien se cansó y se puso violento.
Hubo protestas, hubo patrullas urbanas, hubo reuniones y hubo disturbios. Racismo, xenofobia, baja estofa moral, les llamaban en los medios, y la gente agachaba la cabeza avergonzada sin darse cuenta de que su barrio hacía ya bastantes generaciones que lo formaban gentes de múltiples colores, infinitos orígenes e innumerables opiniones y culturas. Pero la presencia de los medios atrajo como moscas a la mierda a los partidos realmente xenófobos y racistas, que sacaron las banderas, tiñeron de insultos las manifestaciones, incitaron al desprecio y el rechazo… y consiguieron que, por supuesto, apareciera el primer muerto, lo que dio barra libre al gobierno de la ciudad para actuar con contundencia contra cualquier protesta.
Las batallas campales no tenían ejércitos ni uniformes, pero sí la misma víctima: la calle. No quedaba una farola sana, un escaparate sin romper, un banco en su sitio, una fuente, un columpio, una marquesina. Las grandes tiendas se blindaron, las pequeñas cerraron, los vecinos que únicamente querían seguir viviendo se resignaron a no salir a la calle a partir de determinada hora, y las calles se convirtieron en escenarios para las luchas de poder, no en zonas de tránsito, comercio o convivencia. Los precios de las viviendas se desplomaron, la gente empezó a vender despavorida antes de verse recluidos en calles inhabitables y las grandes empresas empezaron a comprar aún más rápido que antes.
El primer intento del Programa de Protección al Visitante fue un simple vallado de una calle en la que ya no vivía nadie autóctono. Todos los portales eran de vivienda de alquiler u hoteles, y los establecimientos exhibían los colores de las grandes marcas de consumo internacionales, actuando de reclamo para el visitante. Unas sencillas vallas con unos vigilantes pagados por las empresas a cada extremo de la calle convirtió aquella acogedora y antigua vía en un centro de Seguridad y Acogimiento para el Visitante. En resumen: los autóctonos, fuera.
Si lo piensas bien, el dinero de la Horda es fácil de obtener. Sólo tienen que venir y estar, de manera que sólo hay que proporcionarles cubículos para dormir apiñados y surtidores de litros de esa especie de líquido que beben constantemente. Sin olvidar la comida, que en su caso es ridículamente escasa y, por supuesto, extraña y poco alimenticia para nosotros. Piensas un precio, lo duplicas, luego cobras el triple… ¡Y lo pagan!
Aquellas calles seguras empezaron a resultar altamente atractivas para los inversores atentos a los movimientos del dinero. Con un poquito de presión por parte de las fuerzas vivas de la ciudad, se declaró que, por supuesto, el programa había sido un éxito. No pasó ni una temporada hasta que se decidió ampliar el perímetro de la zona de Protección al Visitante. Sí, hubo quien todavía vivía en aquellas calles, pero cada verano la Horda era más grande y más fuerte, mucho más valiente que el verano anterior, protegida por la Libertad y el Derecho a Visitar que nosotros mismos les habíamos dado por mano de nuestros dirigentes, y finalmente tuvieron que asumir que durante la temporada de la Horda, los extraños eran ellos. Se ampliaron los límites de la zona segura de Protección al Visitante hasta los barrios periféricos, donde las calles carecen de atractivo ninguno y donde la ciudad decidió mantener a sus habitantes, ya que alguien tenía que encargarse de servir a la Horda en su zona interior, en el Centro.
Primero se aplicó el programa un mes, luego dos, luego todo el verano y, según creo yo, acabará siendo perpetuo. Los números mandan: la Horda deja dinero, los habitantes, no. El negocio es redondo.
Mis abuelos fueron de aquellos pocos locos que quisieron quedarse en su casa de toda la vida. Antes de que encerraran a mi abuelo, yo tenía permiso para entrar en el Centro una vez a la semana por ser familiar de un autóctono. Aprovechaba para llevarles comida y ver si necesitaban algo imposible de adquirir en el Centro, como productos de limpieza, comida, etc, pero tampoco podía ir muy cargado porque hay que tener en cuenta que no se pueden introducir vehículos dentro del perímetro y yo no puedo pagar los precios del transporte que utiliza la Horda, así que si durante el trayecto me cruzaba con algún grupo violento, acababa teniendo serios problemas para que no me desvalijasen... o cosas peores.
Además de por razones familiares, se puede entrar en el perímetro por motivos laborales. Hay que mantener los pocos servicios necesarios para dar de comer y beber a esas bestias, así como el transporte, la asistencia personal, las reparaciones, la seguridad, etc. No entro en otros temas que oficialmente no se contemplan, pero la Horda necesita ingentes cantidades de todo tipo de sustancias y cuerpos humanos. Es un monstruo voraz.
Si no eres de la Horda, puedes entrar pagando. Abonas tu peaje por horas con diferentes tarifas de uso y puedes hacer un poco el loco allí dentro, aunque sólo si tienes la suerte de no tener rasgos genotípicos muy diferentes a los de la Horda. Subirse a una farola para vomitar o lanzarse desde tres metros de altura completamente puesto de sustancias extrañas no está permitido si no eres un Visitante, por lo que si tu piel o tu ropa delatan que eres un local, es muy fácil que acabes en el calabozo teniendo que pagar una multa desorbitada. No niego que no sea divertido desparramar un rato, pero hace años que no puedo permitirme semejante lujo. Para evitar estos casos, desde hace tres temporadas se implantó el permiso de acceso genotípico, o sea que se estableció un humano-tipo que la Horda puede tolerar, incluso desear, por lo que tienes que presentar determinadas características genéticas para poder entrar durante la temporada dentro del perímetro, además del peaje, claro. O sea que cuanto más feo, más pagas. Por supuesto que yo no cumplo con ninguno de los requisitos y debía suplirlas con un plus monetario simplemente para llevar leche a mis abuelos.
Hace años que me prohibieron la entrada bajo ningún concepto, así que no sé cómo andará el Centro ahora mismo. En las fotos y videos promocionales se ve estupendo, de ensueño, divino de la muerte, evidentemente, pero voy a ser un poco escéptico al respecto.
Nuestros líderes dicen que gracias al Programa de Protección al Visitante nos conocen en todo el mundo y se nos considera una de las ciudades más bellas, más interesantes, más atractivas, más cosmopolitas del mundo. Bueno, o eso dicen.
Una semana después del cierre de temporada (el tiempo necesario para limpiar el desastre que deja la Horda, aunque no suele ser suficiente para quitar el olor), el alcalde, su equipo, los agentes economicosociales, las fuerzas vivas y los representantes de cada sector involucrado en la organización de la temporada de la Horda se suben a un estrado en la plaza y dan una explicación a los ya escasos habitantes que regresan al Centro durante el invierno. Aportan cifras espectaculares: cada año es mejor, cada temporada hay más y más ingresos, cada invierno se proyecta una temporada más atractiva y con más diversidad basada en nuestras tradiciones milenarias, nuestras costumbres ancestrales, nuestra arquitectura espectacular, nuestra integración en el siglo XXI que nos hace ser tan deseados que el dinero nos llueve a espuertas... aunque al final todo se reduce a dar de comer, beber y dormir a la Horda.
Si sumamos todo, el resultado es que la Ciudad gana cantidades ingentes de pasta.
Y en esas estaba el político de turno cuando ocurrió lo de mi abuelo.
Mi abuelo era un vejete inofensivo, con su espalda cansada, sus gafas, su andar tranquilo. Puede que sea por eso que la seguridad del acto no lo interceptó a tiempo y, cuando se quisieron dar cuenta, se plantó en el estrado, le robó el micrófono al político, se volvió a la gente que estaba mirando y les preguntó si alguno de ellos conocía a la tal Ciudad. Dijo algo así como que esa tal Ciudad debía de estar forrada a nuestra costa, a nuestra salud y a nuestro bienestar, pero que la muy puñetera se lo quedaba todo, ya que nos había acabado echando de nuestras casas y de...
Ahi lo placaron los de la seguridad. Lo acusaron de pertenencia a banda armada, terrorismo, caleborroca, lesiones, ofensas, incitación al odio, odio, machismo, injurias, atentados, exhibicionismo y no sé cuántas cosas más. En el juicio dijo que sí a todo y que, además, tenía diabetes, miopía, cataratas y muy mala leche. En fin, que cumple condena en una cárcel a 750 km de casa. Él dice que así está mejor, que cuanto más lejos de este agujero podrido, más tranquilo vive, que ya estaba acostumbrado a vivir entre rejas durante casi todo el año y que por lo menos en la cárcel tiene compañía humana mucho más civilizada que lo que la Horda. No sé si lo dice para darnos ánimos o para darnos envidia.
Con la condena a mi abuelo la Ciudad les expropió el pisito del Centro y mi abuela ha decidido trasladarse a la ciudad donde está la cárcel de mi abuelo para verlo todos los días, y también insiste en que el aquella mierda de ciudad es mucho más feliz que en nuestra “espléndida maravilla cultural del urbanismo, la arquitectura y el paisaje” (para el que no lo sepa, es el lema de los panfletos municipales), que cuando bajó a comprar el pan y se encontró no una, sino dos panaderías a un minuto de casa, se echó a llorar. Otra que nos quiere dar envidia.
Al resto de la familia nos desterraron del perímetro de por vida, por supuesto. Creo que nos hemos librado por los pelos de que nos aplicaran la nueva doctrina establecida por el genotipo problemático que habría hecho que incluso nuestros descendientes tuvieran prohibida la entrada. Andan ahora con eso de que si debe ser una ley retroactiva o yo qué sé.
En fin, que no sé por qué no me largo yo también a kilómetros de distancia, pero sigo viviendo en mi barrio y hace tiempo que me he dado cuenta de que la ciudad somos las personas, y si las personas tenemos que vivir en otro sitio, este nuevo sitio se convierte en la Ciudad. Lo que queda atrás, lo que antaño fue la ciudad, no sé qué es ni qué será, ni siquiera sé ya por qué atrae tanto a la Horda de turistas, pero, desde luego, ya no es una ciudad.
Y, a mí, me encanta mi ciudad.