Cuando yo era pequeño, mi padre compró una cámara de vídeo. Era un mamotreto gigantesco que pesaba toneladas y que requería llevar colgando un cacharro enorme del hombro para ir grabando. Desde entonces empezó a llenar cintas y cintas de vídeo con todos los actos familiares a los que íbamos.
De vez en cuando reunía gente y enseñaba aquellas películas. Antes no era normal verse "en la tele" y llegaban a proyectar esas cintas en cenas o celebraciones bien grandes para poderse ver en la pantalla. Todo el mundo se reunía y se lo pasaba en grande cuando se veían bailando, o cantando, o simplemente paseando por el fondo de la imagen. Una vez se reunió un pueblo entero, y no estoy exagerando. Era como el cine.
Fueron pasando los años y aquellas películas se empezaron a convertir en recuerdos. Mira qué pequeño eras, mira que ropa llevabas, mira qué poca barriga tenías... Mira el abuelo, que se murió al poco de grabar esto, mira qué amigos éramos, mira cómo hemos cambiado. Y poco a poco, con la distancia, le gente empezó a declinar la invitación para ver aquellas cintas.
Así, un día mi madre las amontonó, las guardó en un armario y no se volvieron a ver nunca más.
Yo no lo entendía entonces. Siempre es bonito tener recuerdos, ¿no? Eso es lo que pensaba, y lo sigo pensando, pero confundía las imágenes con los recuerdos, y lo he tenido que aprender no con vídeos (que yo no hago), sino con las fotos (que yo sí hago).
Hace unos años estrené un objetivo largo para la cámara, un 50-200. Superando mi proverbial tacañería, me lancé a comprar (de la parte outlet, por supuesto) una lente que me permitiera fotografiar sin ser visto y poder recoger así expresiones y gestos naturales que no estuvieran influidos por la presencia cercana de un objetivo.
Entusiasmado con mi nuevo juguete, me lancé a la calle con la familia una tarde de invierno para aprovechar ese sol pálido y bajito que provoca unas sombras muy nítidas y así estrenar mi cacharrito nuevo. Debí de hacer unas doscientas fotos de estatuas, fachadas, aleros, cornisas, balcones, puentes, semáforos, farolas, bancos, placas, árboles y demás elementos urbanos que, gracias a la longitud de este objetivo, se parecían mucho a los dibujos planos de todos estos elementos, sin la distorsión de un objetivo corto.
Increíblemente, casi todas las fotografías salieron bien, así que las junté en una colección, le añadí alguna más (pocas), les puse un poco de música y las aproveché para hacer un vídeo para una institución de la que formaba parte por aquel entonces (ahora anda por aquí: 1 Km²). Mis compañeros quedaron muy contentos con las fotos y yo, ante tanto halago, me hinché como una pompa de jabón, orgulloso y satisfecho.
Y como toda pompa, me encontré con esa persona que tiene que explotarla. Y menos mal que lo hizo. Una de mis compañeras que, al igual que los demás, me había dicho que las fotos eran bonitas, me indicó que era una pena que no hubiera gente. Increíble, pero cierto: fotos urbanas en un paseo concurrido, en una zona turística, agradable, muy cómoda para pasear y en un día soleado de invierno que invitaba a salir a la calle... sin gente. Evidentemente, durante aquel paseo le hice fotos a mi familia que no iba a incluir en el vídeo, pero de aquellas doscientas fotos, quizá sólo fueron seis o siete.
Evidentemente, tengo muchísimas fotos de actos familiares, y sale muchísima gente en mis fotos, pero desde aquel comentario me di cuenta de que las fotos que me gusta ver y que me gusta compartir son las fotografías atemporales, las que muestran arquitecturas, paisajes, cosas o montajes que se pueden ver independientemente de su época.
Cuando aparecen las otras fotos, esas que llamamos fotografías de recuerdos, llenas de gente posando a la cámara, brindando, sonriendo, cogiéndose por los hombros, enseñando trofeos, me encuentro peleando con la memoria y, aunque el efecto inmediato al ver esas imágenes es la sonrisa, se me forma un nudo que me puede durar horas o incluso días.
Quizá estoy entendiendo aquel gesto de mi madre a la hora de guardar las cintas en aquel armario.
La memoria es muy poco fiable, siendo más fantasía que hechos reales. Nuestro cerebro pule aristas y colorea los recuerdos para que podamos seguir adelante procesando todo ese aprendizaje, independientemente de que sean recuerdos alegres o tristes, y es con lo que vivimos todos los días. Pero las fotos, no. La fotografía muestra lo que hay en un momento concreto y, por mucho que seamos magníficos fotógrafos y hagamos fotos muy bonitas de ver, lo que hay en un momento es lo que se plasma en la imagen. Y para siempre. Así que es muy probable (seguro) que la imagen choque con el recuerdo, dándonos un bofetón de realidad que rompe con todo el trabajo de pulido y coloreo que ha ido realizando el cerebro con ese recuerdo.
Así que me gustaría saber qué vamos a hacer con todos esos megas, gigas y teras de imágenes que estamos almacenando. No creo que los vayamos a soportar nosotros, sino la generación siguiente, esa a la que no le importa si éramos amigos, si estábamos más delgados o si el tatarabuelo seguía bailando en las fiestas. Quizá esta exageración de imágenes que estamos acumulando (el 99% sobra por ser redundante), fijas o en movimiento, sea la base del recuerdo social, más que personal. Un legado para los sociólogos que sobrevivan al catacrock que se nos viene encima y que puedan estudiar que NO hacer: "Así vivían los atontaos del siglo XXI", o algo por el estilo.
Quizá sólo las almacenemos ocupando memorias de ordenador, sin más. O a lo mejor a nadie le importe nada y sean mucho más felices que gente como yo, que se agobia cuando ve esas imágenes y vídeos que chocan con los recuerdos que tenemos en la cabeza.
Supongo que estamos hechos para almacenar recuerdos y por eso hacemos fotos de todo y supongo que estamos hechos para recordar lo que nos dé la gana como nos dé la gana, y no como unos pixeles nos lo muestren.
Y es que, como decía aquel, que la realidad no chafe una buena historia.