El limpiador es un hombre terriblemente desagradable. Insolente, maleducado, irrespetuoso, se aprovecha de que cuando recurrimos a él es porque no tenemos alternativa. Normalmente yo no trato con gente de esta calaña, pero en esta ocasión el objetivo a limpiar requiere que sea yo mismo el que organice la operación de limpieza.
Y él lo sabe.
Se aprovecha de estos momentos en los que tiene el control de la situación y se regodea haciéndome sufrir. No se ha limpiado los pies al entrar en mi despacho, no me ha dado la mano, no ha dicho un simple "buenos días", no ha esperado a que le indique el sillón donde puede sentarse y, sobre todo, no ha tenido la deferencia de esperar a que le ofreciera una copa, sirviéndose directamente una buena cantidad en un vaso con hielo.
Ahora está sentado en uno de mis sillones, tomando uno de mis licores, ignorándome por completo, saboreando mi nerviosismo como si fuera el humo de uno de mis cigarros. Lo tolero y en cierto modo me divierto con esta situación, pero no me gusta que estos muertos de hambre se atrevan a provocarme.
-¿Qué hay que limpiar? -me dice cuando acaba de apurar la copa. Le muestro una fotografía que tengo en el teléfono y lanza un fino silbido al reconocer el objetivo-. Esto es muy serio. No esperen que las tarifas sean las habituales.
Estúpido. El dinero no es problema. O, por lo menos, no es problema en estas ocasiones ni para la gente que ha tomado esta decisión. ¿Quién se cree que puede ordenar hacer desaparecer al líder? ¿Un conserje, un encargado, un donnadie? Alguien con la capacidad de decidir acabar con la cabeza de todo un país nunca tiene problemas con las tarifas. Ayer, cuando me comunicaron la decisión de limpiar la presidencia, a nadie se le pasó por la cabeza pensar en las tarifas del limpiador. Es eficaz, sí, pero es estúpido.
Desecho su comentario con un tintineo de los hielos de mi vaso y me levanto esperando que se largue. No necesita saber más y no estoy para formalismos. No creo que necesite que le acompañe hasta la puerta.
Pero no se va.
Sigue degustando el licor, sentado cómodamente, aparentando que no ha visto mi gesto para que se largue de una vez de mi despacho. Frunce el ceño y finge pensar. Finalmente, cuando me resigno y vuelvo a sentarme ruidosamente, se digna a sonreírme y me hace la única pregunta que no debería hacer ningún limpiador:
-¿Por qué?
Es difícil que un limpiador, por muy bueno que sea -y éste es el mejor- me sorprenda, pero debo reconocer que lo ha conseguido. Son cuarenta años soportando gente como él, matones venidos a más, gentuza a la que no le importa mancharse las manos por unas migajas, lacayos, sicarios, basura, y nunca ninguno se había atrevido a hacerme semejante pregunta. Al fin y al cabo, las causas no influyen en su trabajo. Nadie se molesta en saber los motivos de la existencia de una cucaracha cuando la pisa, pero sí se preocupa de limpiarse bien la suela del zapato al acabar. Creía conocerlo, pero veo que me he equivocado.
No sé si es por tantos meses de trabajo y tantas noches sin dormir preparando la operación, o por el alcohol que llevo ingerido desde que recibí la confirmación de la limpieza a las tres de la madrugada, o por el sueño, o por todo a la vez, pero no me apetece discutir ni montar una escena llamando a seguridad para que lo saquen de aquí, y cedo. De cualquier modo, desde que hizo la pregunta he asumido que al finalizar la tarea habrá que limpiar a este limpiador. No me cuesta nada desahogarme con él y que durante unos días se crea seguro. Tomada esta última decisión, me siento liberado. Relleno mi vaso y me arrellano cómodamente en mi sillón para explicarle algo sobre el funcionamiento del mundo a este cadáver andante.
Durante cuarenta años hemos estado siendo justos con el país. Nunca hemos puesto al frente un hombre puramente cínico ni a uno puramente idealista. Un cínico nos serviría mejor, pero tendría nulo magnetismo y no podría ser nunca un líder fuerte. Un idealista, por el contrario, tendría toda la capacidad de arrastre de masas necesaria, pero podría anteponer sus ideales a nuestras necesidades. Antes, buscábamos a estos hombres, pero lo bueno de organizarse con mucho tiempo -generaciones- es que hemos podido ir criando nuestros cachorros desde jóvenes. Gente lo suficientemente idealista como para ser grandes líderes, con buena presencia, buena dicción, buenas intenciones, a los que con el paso del tiempo cargamos de responsabilidades que hacen flaquear sus ideales o, mejor dicho, que comprenden las cuatro verdades de la vida y asumen un punto cínico lo suficientemente claro como para servir a quien tiene que servir. Las deudas se pagan, y nosotros somos unos acreedores temibles.
Si vemos que de nuestros candidatos, repartidos convenientemente en cada partido, alguno destaca y tiene la capacidad de llegar a gobernar, nos dedicamos en cuerpo y alma a que deguste la vida. No hay idealista que se resista a la buena vida, y la buena vida no es para los idealistas. O, por lo menos, no se la merecen. Así que cuando llegan al cargo, están convenientemente atados a nosotros. Sí, es cierto, tienen su poquito de libertad para propagar ideales que llenen titulares, pero eso a nosotros nos da igual siempre que la tendencia global sea la adecuada. Adecuada para nosotros, se entiende.
Nuestro objetivo a limpiar fue en su día uno de estos chicos idealistas. Un líder nato que llevaba camisetas con guillotinas pintarrajeadas, lemas caducos, ideales estúpidos de repartos, igualdades y limpieza... ¡Limpieza, qué ironía! No tardó mucho en cargarse de responsabilidades, que son mucho más pesadas que las deudas, y lo fuimos ascendiendo rápidamente hasta su cargo de hoy. No fue sencillo, no. Hubo muchas reticencias por sus ideales de juventud, pero las acallamos rápidamente exponiendo las responsabilidades que había contraído. Incluso se puso sobre la mesa el tema de la familia. Nada nos ata más que la familia, y este estúpido idealista se cargó de hijos. Aunque todo lo demás fallara, la baza de los hijos nos dio el poder vitalicio sobre él.
Es en este punto de la explicación cuando el limpiador enarca las cejas y sonríe. Ha comprendido lo que pasa y parece encontrarle la gracia a la situación, pero no la tiene, no. Ninguna. Por lo menos para nosotros, se entiende.
Hace cosa de un año, nuestro hombre, ya fuertemente instalado en el mando, perdió a toda su familia. Un golpe duro, durísimo, debo reconocerlo, que ni yo mismo habría podido soportar. Lo arropamos, le ayudamos todo lo que pudimos, pusimos a su disposición toda la ayuda humana y divina que estuvo en nuestras manos, y de verdad creímos que, cuando al poco tiempo volvió a ponerse al timón, volvía a estar en plenas facultades.
Pero no fue así. Algo se había roto y, lamentablemente, parece que era la cadena que lo tenía atado a nosotros. Y ya lo he dicho al principio: no hay hombre más peligroso que un idealista a los mandos. ¡Ah, qué año nos ha hecho pasar! Parece haberse dado cuenta de que sin la baza de la familia, podría escurrirse entre nuestros dedos y ejercer el poder... con ideales. Y lo está haciendo. Está fuera de control, arrastrando con su carisma a las masas y, lo que es peor, a sus compañeros, que también empiezan a darnos problemas. Por primera vez en muchos, muchos años, desconocemos el resultado de las votaciones que se realizan o, lo que es peor, sabemos que serán siempre a favor de los ideales de este descontrolado. Hemos intentado hablar con él, sí, y también hemos hecho presión en su entorno, en los medios, pero nos hemos dado cuenta de que, aunque sí tenemos fuerza, no tenemos dónde presionar para hacerle daño. Es un hombre libre, y eso no es admisible.
De un tiempo a esta parte ha renovado los cargos de su entorno, ha colocado a otros idealistas en puestos clave, calaña universitaria pragmática y profesional, pero llena de... ideales, y ya se niega a recibirnos. Nos llegan rumores alarmantes de que tiene colgada en su despacho aquella camiseta con el dibujo de una guillotina y que se la muestra con orgullo a todos a lo que permite la entrada. Antes de que siga adelante, antes de que empiece a hacer verdadero daño al orden correcto de las cosas -correcto para nosotros, se entiende-, se ha tomado la decisión de apartarlo, y la mejor manera es haciendo una limpieza.
Le cuento más o menos todo esto al limpiador, quizá adornando la historia, quizá omitiendo algunos detalles, y, cuando acabo, estoy jadeando como si hubiera corrido una maratón.
-¿Satisfecho? -le pregunto.
Él ladea la cabeza y asiente vagamente.
-Sólo quería confirmar unos detalles -me dice-, y, sí, parece que son correctos.
¿Correctos? Abro la boca para mandarlo a la mierda, pero suena el teléfono. No es el fijo del despacho, sino mi móvil personal, un número al que poca gente tiene acceso.
-Coja, coja -me dice el limpiador rellenando su vaso con más licor-, no se preocupe por mí. No tengo prisa.
¿Prisa? ¿Que no tienes prisa? ¡Basura! Pensar en su limpieza me permite controlar mi ira al descolgar el teléfono. Es un miembro de la junta, y su tono es apremiante. Me suelta una parrafada incomprensible prácticamente a gritos y, aunque no entiendo casi nada de lo que dice, su tono me asusta. Camino hasta el extremo del despacho para evitar que lo escuche el limpiador e intento calmar a mi interlocutor, pero es imposible. No hace más que hablar de la limpieza, la limpieza y la limpieza. Farfulla no sé qué sobre una purga y cuelga.
Cuando me giro para volver a mi asiento me encuentro con el limpiador de pie a menos de un metro de mí, sonriente.
-Su historia tiene una errata -me dice-. La camiseta no tiene una guillotina dibujada, sino una horca. Pero debo reconocer que tiene toda la razón en una cosa: no hay nada más peligroso que un idealista al timón. -Levanta la pistola y me encañona entre los ojos -. Por lo menos para ustedes, se entiende.